/ viernes 13 de mayo de 2022

Ir al cine en la India: un viaje a la felicidad

En la India todo puede ocurrir. Lo mismo podrías ser orinado por un elefante de tres toneladas, que caer desplomado en alguna avenida del centro de Nueva Delhi debido a la contaminación asfixiante. Ah, pero meterse a un cine de barrio en la India, eso es otra cosa. Es una aventura alucinante. Porque en los cines de la India la película es tan importante como lo que sucede alrededor de la pantalla. Es ahí donde cobra vida lo inesperado. Es ahí donde se toca la felicidad; al menos por tres horas.


Nueva Delhi 11:52 am. En la esquina hay un enorme elefante. Una de sus patas está atada a un poste, como si el dueño lo hubiera estacionado ahí, como cuando decimos ahorita vengo y valiéndonos madre dejamos el coche en doble fila. Detrás del gigantesco animal se ve la fachada del cine. Es grande y viejo con columnas y un amplio vestíbulo. En una de sus entradas, un letrero pintado a mano informa que hoy es martes de tres funciones por el mismo boleto. O sea que por unas cuantas rupias te puedes pasar buena parte del día güevoneando dentro del cine. Suena bien. En la calle hace un calor infernal. Me formo en la taquilla. El vestíbulo está repleto de paisanos. La mayoría mira embelesada una enorme pantalla, donde corre a todo volumen el tráiler de una de las tres películas que se proyectan hoy.

La música filmi (canciones que conforman la banda musical de las películas indias) suena estruendosa, pero eso no incomoda a los que llegan. Muchos son hombres jóvenes; vienen tomados de la mano o abrazados. Se cuchichean al oído, se sonríen, se vuelven a abrazar… ¿Será que me equivoqué de película? No. Así son en la India. Les gusta darse cariño. ¿Y las palomitas y el refresco? Me arrimo a la dulcería. Hay palomitas, pero no refresco. “No Pepsi. Mala suerte, señor. ¿No se te antoja un banana lassi, señor?”, me pregunta de pronto en inglés un hombrecillo de piel muy morena y bigotillo negro, que trae entre sus manecitas una enorme charola con vasos de café, té y banana lassi (bebida helada preparada con yogur, plátano, especias).

Me quedo mirando el banana lassi con codicia. “¿Cuánto?”, le pregunto al hombrecillo. “Diez rupias, señor”, me responde. Entonces se me acerca y susurrándome me dice con aire socarrón: “¿Por cinco rupias más, no te gustaría probar nuestro strong banana lassi, señor? ¿Sabes qué le ponemos a nuestro strong banana lassi, además de plátano? Le ponemos janga, mariguana. Pura vitamina celestial, señor”. Me quedo pensativo. Miro alrededor, le pregunto en cortito: “¿Y está muy fuerte el banana lassi ése?” “¡Qué va! ¡Está en su mero punto! Pura vitamina celestial, señor”, me replica. “Bueno, dame uno. Nomás por probar. Si a mí eso ni me gusta”, le aclaro yo.

Comienza el viaje

La sala está a reventar. El olor a culo sudado y especias es penetrante, pegajoso. Todos comen algo o fuman, mientras la música filmi sigue sonando a todo volumen, mezclándose con el rechinido de los viejos ventiladores que cuelgan de las paredes. Mi strong banana lassi está sabroso, pero, ¿y la ganja? ¿Y la vitamina celestial? ¡Puro choro! Me vieron la cara de turista. Apuro el strong banana lassi de un trago. A mi alrededor la gente nunca se está quieta ni deja de hablar. Algunos eructan o se tiran pedos. Las luces se apagan súbitamente. La música filmi se transforma en música de acción. En la pantalla aparece una patrulla de policía persiguiendo a un Lamborghini rosa, tripulado por algún galán del cine de Bollywood. A su lado va una mujer morena y frondosa, que le da un aire a Salma Hayek.

Comienzo a sentir un hormigueo que sube desde mis piernas y me llega hasta la coronilla. Siento los brazos y las caderas muy ligeros. ¿Estaré flotando? El brillo que surge de la pantalla se me figura como una enorme cascada de luz que se desparrama, salpicando con su fulgor al público. El sonido suena estrepitoso en mi cabeza; siento como si la música se me estrellara en cara, y luego como si una ráfaga de viento entrara en mis oídos creando un vacío. Estoy muy pacheco. ¡Ratatatá! ¡Ratatatá! ¡Ratatatá! La patrulla de policía está disparando. Los plomazos se impactan en el Lamborghini agujereando la lámina. En su feroz huída el Lamborghini se lleva de corbata a un hombre haciéndolo volar por los aires. Los colores de la película relumbran con estridencia; por momentos siento como si estuviera dentro de la pantalla.

La felicidad de este mundo

Los que están a mi lado exclaman llenos de zozobra. Se ponen de pie. En las escaleras apretujadas, todos miran expectantes. Y es que una de las balas ha herido a la doble de Salma Hayek. El galán frena para quedarse mirando a la moribunda con gesto compasivo y sobreactuado. Y entonces, de repente, sin razón alguna, como si fuese otra película, la música filmi retumba de nuevo. En la pantalla surgen por todos lados bailarines y bailarinas. Ellas visten sari y están maquilladas exageradamente; ellos visten como el genio de la Lámpara de Aladino. Todos bailan al unísono siguiendo los pasos de una coreografía. Sus movimientos son afectados, teatrales. Inesperadamente, en medio del bailongo, aparece el galán del Lamborghini abrazado de la doble de Salma Hayek. El público aplaude rabioso.

Cierro los ojos por un instante, y cuando los abro, veo al público bailando al filo de las butacas. Es como un ejército de siluetas que se sacuden en la oscuridad, recortadas contra el halo de luz lanzado por el proyector. Cantan, aplauden y gesticulan, imitando a los personajes de la pantalla. ¡Es alucinante! Esto sí que es lo más pacheco que he visto en un cine. Esa gente pareciera realmente contenta, libre, en paz. Al menos en ese momento, y durante las tres horas que dure la película, todo será felicidad. Y es que en la India, como en la vida, la verdadera felicidad se consigue con poco; si es cara, no es de buena clase. Se ha terminado mi strong banana lassi. Tal vez vaya por otro. Digo, nomás por probar.


En la India todo puede ocurrir. Lo mismo podrías ser orinado por un elefante de tres toneladas, que caer desplomado en alguna avenida del centro de Nueva Delhi debido a la contaminación asfixiante. Ah, pero meterse a un cine de barrio en la India, eso es otra cosa. Es una aventura alucinante. Porque en los cines de la India la película es tan importante como lo que sucede alrededor de la pantalla. Es ahí donde cobra vida lo inesperado. Es ahí donde se toca la felicidad; al menos por tres horas.


Nueva Delhi 11:52 am. En la esquina hay un enorme elefante. Una de sus patas está atada a un poste, como si el dueño lo hubiera estacionado ahí, como cuando decimos ahorita vengo y valiéndonos madre dejamos el coche en doble fila. Detrás del gigantesco animal se ve la fachada del cine. Es grande y viejo con columnas y un amplio vestíbulo. En una de sus entradas, un letrero pintado a mano informa que hoy es martes de tres funciones por el mismo boleto. O sea que por unas cuantas rupias te puedes pasar buena parte del día güevoneando dentro del cine. Suena bien. En la calle hace un calor infernal. Me formo en la taquilla. El vestíbulo está repleto de paisanos. La mayoría mira embelesada una enorme pantalla, donde corre a todo volumen el tráiler de una de las tres películas que se proyectan hoy.

La música filmi (canciones que conforman la banda musical de las películas indias) suena estruendosa, pero eso no incomoda a los que llegan. Muchos son hombres jóvenes; vienen tomados de la mano o abrazados. Se cuchichean al oído, se sonríen, se vuelven a abrazar… ¿Será que me equivoqué de película? No. Así son en la India. Les gusta darse cariño. ¿Y las palomitas y el refresco? Me arrimo a la dulcería. Hay palomitas, pero no refresco. “No Pepsi. Mala suerte, señor. ¿No se te antoja un banana lassi, señor?”, me pregunta de pronto en inglés un hombrecillo de piel muy morena y bigotillo negro, que trae entre sus manecitas una enorme charola con vasos de café, té y banana lassi (bebida helada preparada con yogur, plátano, especias).

Me quedo mirando el banana lassi con codicia. “¿Cuánto?”, le pregunto al hombrecillo. “Diez rupias, señor”, me responde. Entonces se me acerca y susurrándome me dice con aire socarrón: “¿Por cinco rupias más, no te gustaría probar nuestro strong banana lassi, señor? ¿Sabes qué le ponemos a nuestro strong banana lassi, además de plátano? Le ponemos janga, mariguana. Pura vitamina celestial, señor”. Me quedo pensativo. Miro alrededor, le pregunto en cortito: “¿Y está muy fuerte el banana lassi ése?” “¡Qué va! ¡Está en su mero punto! Pura vitamina celestial, señor”, me replica. “Bueno, dame uno. Nomás por probar. Si a mí eso ni me gusta”, le aclaro yo.

Comienza el viaje

La sala está a reventar. El olor a culo sudado y especias es penetrante, pegajoso. Todos comen algo o fuman, mientras la música filmi sigue sonando a todo volumen, mezclándose con el rechinido de los viejos ventiladores que cuelgan de las paredes. Mi strong banana lassi está sabroso, pero, ¿y la ganja? ¿Y la vitamina celestial? ¡Puro choro! Me vieron la cara de turista. Apuro el strong banana lassi de un trago. A mi alrededor la gente nunca se está quieta ni deja de hablar. Algunos eructan o se tiran pedos. Las luces se apagan súbitamente. La música filmi se transforma en música de acción. En la pantalla aparece una patrulla de policía persiguiendo a un Lamborghini rosa, tripulado por algún galán del cine de Bollywood. A su lado va una mujer morena y frondosa, que le da un aire a Salma Hayek.

Comienzo a sentir un hormigueo que sube desde mis piernas y me llega hasta la coronilla. Siento los brazos y las caderas muy ligeros. ¿Estaré flotando? El brillo que surge de la pantalla se me figura como una enorme cascada de luz que se desparrama, salpicando con su fulgor al público. El sonido suena estrepitoso en mi cabeza; siento como si la música se me estrellara en cara, y luego como si una ráfaga de viento entrara en mis oídos creando un vacío. Estoy muy pacheco. ¡Ratatatá! ¡Ratatatá! ¡Ratatatá! La patrulla de policía está disparando. Los plomazos se impactan en el Lamborghini agujereando la lámina. En su feroz huída el Lamborghini se lleva de corbata a un hombre haciéndolo volar por los aires. Los colores de la película relumbran con estridencia; por momentos siento como si estuviera dentro de la pantalla.

La felicidad de este mundo

Los que están a mi lado exclaman llenos de zozobra. Se ponen de pie. En las escaleras apretujadas, todos miran expectantes. Y es que una de las balas ha herido a la doble de Salma Hayek. El galán frena para quedarse mirando a la moribunda con gesto compasivo y sobreactuado. Y entonces, de repente, sin razón alguna, como si fuese otra película, la música filmi retumba de nuevo. En la pantalla surgen por todos lados bailarines y bailarinas. Ellas visten sari y están maquilladas exageradamente; ellos visten como el genio de la Lámpara de Aladino. Todos bailan al unísono siguiendo los pasos de una coreografía. Sus movimientos son afectados, teatrales. Inesperadamente, en medio del bailongo, aparece el galán del Lamborghini abrazado de la doble de Salma Hayek. El público aplaude rabioso.

Cierro los ojos por un instante, y cuando los abro, veo al público bailando al filo de las butacas. Es como un ejército de siluetas que se sacuden en la oscuridad, recortadas contra el halo de luz lanzado por el proyector. Cantan, aplauden y gesticulan, imitando a los personajes de la pantalla. ¡Es alucinante! Esto sí que es lo más pacheco que he visto en un cine. Esa gente pareciera realmente contenta, libre, en paz. Al menos en ese momento, y durante las tres horas que dure la película, todo será felicidad. Y es que en la India, como en la vida, la verdadera felicidad se consigue con poco; si es cara, no es de buena clase. Se ha terminado mi strong banana lassi. Tal vez vaya por otro. Digo, nomás por probar.