/ jueves 4 de abril de 2024

La voz del cácaro | Lo que Rifa es la Banda

Un incidente, que pareciera sacado de una película surrealista, ocurrido en la terraza de un hotel en Mazatlán la semana pasada, revela, entre muchas otras cosas, un fenómeno que viene ocurriendo de unos pocos años para acá: la invasión de gringos a México. Y no sólo para vacacionar, sino buscando hacer una vida en familia, con perro y perico incluidos. Una invasión que podría crecer si Donald Trump no gana la presidencia de Estados Unidos en noviembre.

En el video las imágenes son más explícitas que un millón de palabras. Un grupo de turistas, la mayoría tienen pinta de gringos o canadienses, se toman un drink en la terraza del hotel. Yacen muy relajados e inofensivos, muy en su onda chill out. Frente a ellos un hombre toca una guitarra. Es la escena idílica de lo que deberían ser unas buenas vacaciones al estilo americano. Hasta que, de la nada, comienzan a retumbar con estruendo los trombonazos y la voz pesada y lenta de una tuba. El celular que está grabando la imagen hace un rápido paneo para mostrarnos que abajo, en la playa, una banda de música sinaloense se está echando un palomazo frente a otra clase de público: el público local. El público de toda la vida, ese que religiosamente compra su buen cartón de chelas y se pone a pistear frente a las olas, oyendo uno de esos corridos que llegan hasta el alma. En Mazatlán lo que rifa es la banda. El que quiera escuchar guitarras new age, mejor que no se arrime. Es como tomarse unos whiskies en algún bar de la calle Bourbon, en Nueva Orleans, y quejarse por los trompetazos que lanzan a diestro y siniestro los músicos de jazz callejeros. ¡Qué pasó!

A donde fueres haz lo que vieres

Se puede debatir largamente sobre quién tiene más derecho de usar las playas para obtener algún beneficio económico: los músicos de banda sinaloense o los hoteleros. En ese tema tendrán que llegar a un acuerdo con la autoridad. Pero resalta la intolerancia de los turistas quejosos. Esa intolerancia del que llega a México pensando que, a cambio de su dinero, tiene el derecho absoluto, casi la garantía, de que las cosas se harán con la pulcritud y precisión a las que está acostumbrado en su país.

Esto es México y aquí muchas veces las cosas ocurren exactamente al contrario de cómo se supone que deberían ocurrir. Aquí la realidad tiene muchos disfraces y está llena de contrastes brutales. Y eso es algo que deberían entender los gringos y todos los que llegan con ellos. Y más aun quienes vienen, no a tumbarse bajo el sol en una playa, sino con el plan de hacer una vida en este país. Algo que cada vez ocurre con mayor frecuencia.

La invasión gringa

Según el gobierno mexicano, entre enero y septiembre de 2022, México expidió casi ocho mil quinientas Tarjetas de Residente Temporal a ciudadanos de EU; más del doble de las que se expidieron en 2020. Hoy, a dos años de distancia, el número de migrantes gringos sigue en aumento. Y hay dos buenas razones para que sea así. La principal, el bajo costo de la vida en México, comparado con el costo en Estados Unidos, donde hay ciudades, como Nueva York, en las que la renta de un departamentito en algún barrio populachero, no baja de los dos tres mil dólares al mes. Eso más los servicios básicos como agua, luz, gas e Internet.

La otra razón es la posibilidad de que pudiera estallar una guerra civil entre demócratas y republicanos, en caso de que Trump pierda la elección para repetir como presidente de Estados Unidos. Ya lo dijo el propio Trump, no hace mucho, en uno de sus discursos: “Si no salgo electo, va a ser un baño de sangre para todo el país”. Sí. El tiránico Trump amenazó, como podría hacerlo alguien, tipo López Obrador, que si no gana la presidencia, desamarrará al “tigre” gringo. Lo grave es que por allá, el “tigre” anda armado hasta los dientes. Así que no sería rara la llegada desbordada de gringos a ciudades como San Miguel de Allende, Guadalajara, Ciudad de México y otras tantas. Además, a diferencia de la dureza de las autoridades migratorias gringas con respecto a los mexicanos que buscan residir legalmente en el otro lado, las autoridades mexicanas son poco menos que una broma. Rara vez, fuera de los aeropuertos internacionales, el pasaporte de algún gringo es revisado por un agente de migración mexicano. Cuando Marcelo Ebrard fue secretario de Relaciones Exteriores, tuvo que reconocer que una buena parte de los gringos que residen actualmente en México podrían estar en calidad de indocumentados. “Nunca los hemos presionada para mantener sus documentos en orden”, aceptó Marcelo sin ningún empacho.

El costo

En lugares, como la Ciudad de México, se les ve alrededor de un puesto de tacos de canasta o de tamales, desayunando por menos de tres dólares. Andan por las plazas y mercados regateando el precio de los chiles. Sacan a pasear al perro por las calles atiborradas. Algunos hacen el intento de chapucear alguna frase en español; otros ni se esfuerzan, viven en su planeta, obnubilados por su teléfono celular y sus audífonos. Vienen de California, de Texas, de Nueva York.

Se mudan a México porque es barato, no porque busquen participar realmente de la cultura local, o porque les interese el país. Se ganan la vida por medio de una computadora personal. Cobran en dólares y gastan en pesos. No pagan impuesto sobre la renta. No son el gringo de lana, sino el gringo clase media venido a menos; esa clase media que nunca podrá pagar la hipoteca de una casa en Estados Unidos, ni mandar a sus hijos a una universidad privada. Son los modernos nómadas de la era digital. Sí, dejan dinero por donde van, pero su presencia, a la larga, ocasiona que los precios de la vivienda y los servicios se vuelvan impagables para los pobladores originales, quienes no tienen más remedio que soltar el terruño, para irse a buscar la vida a otro lado. Todos tenemos el mismo derecho de hallar nuestro lugar en este mundo; el problema comienza cuando creemos que ese mundo tiene la obligación de adaptarse a nosotros. ¿No debería ser al revés?

Un incidente, que pareciera sacado de una película surrealista, ocurrido en la terraza de un hotel en Mazatlán la semana pasada, revela, entre muchas otras cosas, un fenómeno que viene ocurriendo de unos pocos años para acá: la invasión de gringos a México. Y no sólo para vacacionar, sino buscando hacer una vida en familia, con perro y perico incluidos. Una invasión que podría crecer si Donald Trump no gana la presidencia de Estados Unidos en noviembre.

En el video las imágenes son más explícitas que un millón de palabras. Un grupo de turistas, la mayoría tienen pinta de gringos o canadienses, se toman un drink en la terraza del hotel. Yacen muy relajados e inofensivos, muy en su onda chill out. Frente a ellos un hombre toca una guitarra. Es la escena idílica de lo que deberían ser unas buenas vacaciones al estilo americano. Hasta que, de la nada, comienzan a retumbar con estruendo los trombonazos y la voz pesada y lenta de una tuba. El celular que está grabando la imagen hace un rápido paneo para mostrarnos que abajo, en la playa, una banda de música sinaloense se está echando un palomazo frente a otra clase de público: el público local. El público de toda la vida, ese que religiosamente compra su buen cartón de chelas y se pone a pistear frente a las olas, oyendo uno de esos corridos que llegan hasta el alma. En Mazatlán lo que rifa es la banda. El que quiera escuchar guitarras new age, mejor que no se arrime. Es como tomarse unos whiskies en algún bar de la calle Bourbon, en Nueva Orleans, y quejarse por los trompetazos que lanzan a diestro y siniestro los músicos de jazz callejeros. ¡Qué pasó!

A donde fueres haz lo que vieres

Se puede debatir largamente sobre quién tiene más derecho de usar las playas para obtener algún beneficio económico: los músicos de banda sinaloense o los hoteleros. En ese tema tendrán que llegar a un acuerdo con la autoridad. Pero resalta la intolerancia de los turistas quejosos. Esa intolerancia del que llega a México pensando que, a cambio de su dinero, tiene el derecho absoluto, casi la garantía, de que las cosas se harán con la pulcritud y precisión a las que está acostumbrado en su país.

Esto es México y aquí muchas veces las cosas ocurren exactamente al contrario de cómo se supone que deberían ocurrir. Aquí la realidad tiene muchos disfraces y está llena de contrastes brutales. Y eso es algo que deberían entender los gringos y todos los que llegan con ellos. Y más aun quienes vienen, no a tumbarse bajo el sol en una playa, sino con el plan de hacer una vida en este país. Algo que cada vez ocurre con mayor frecuencia.

La invasión gringa

Según el gobierno mexicano, entre enero y septiembre de 2022, México expidió casi ocho mil quinientas Tarjetas de Residente Temporal a ciudadanos de EU; más del doble de las que se expidieron en 2020. Hoy, a dos años de distancia, el número de migrantes gringos sigue en aumento. Y hay dos buenas razones para que sea así. La principal, el bajo costo de la vida en México, comparado con el costo en Estados Unidos, donde hay ciudades, como Nueva York, en las que la renta de un departamentito en algún barrio populachero, no baja de los dos tres mil dólares al mes. Eso más los servicios básicos como agua, luz, gas e Internet.

La otra razón es la posibilidad de que pudiera estallar una guerra civil entre demócratas y republicanos, en caso de que Trump pierda la elección para repetir como presidente de Estados Unidos. Ya lo dijo el propio Trump, no hace mucho, en uno de sus discursos: “Si no salgo electo, va a ser un baño de sangre para todo el país”. Sí. El tiránico Trump amenazó, como podría hacerlo alguien, tipo López Obrador, que si no gana la presidencia, desamarrará al “tigre” gringo. Lo grave es que por allá, el “tigre” anda armado hasta los dientes. Así que no sería rara la llegada desbordada de gringos a ciudades como San Miguel de Allende, Guadalajara, Ciudad de México y otras tantas. Además, a diferencia de la dureza de las autoridades migratorias gringas con respecto a los mexicanos que buscan residir legalmente en el otro lado, las autoridades mexicanas son poco menos que una broma. Rara vez, fuera de los aeropuertos internacionales, el pasaporte de algún gringo es revisado por un agente de migración mexicano. Cuando Marcelo Ebrard fue secretario de Relaciones Exteriores, tuvo que reconocer que una buena parte de los gringos que residen actualmente en México podrían estar en calidad de indocumentados. “Nunca los hemos presionada para mantener sus documentos en orden”, aceptó Marcelo sin ningún empacho.

El costo

En lugares, como la Ciudad de México, se les ve alrededor de un puesto de tacos de canasta o de tamales, desayunando por menos de tres dólares. Andan por las plazas y mercados regateando el precio de los chiles. Sacan a pasear al perro por las calles atiborradas. Algunos hacen el intento de chapucear alguna frase en español; otros ni se esfuerzan, viven en su planeta, obnubilados por su teléfono celular y sus audífonos. Vienen de California, de Texas, de Nueva York.

Se mudan a México porque es barato, no porque busquen participar realmente de la cultura local, o porque les interese el país. Se ganan la vida por medio de una computadora personal. Cobran en dólares y gastan en pesos. No pagan impuesto sobre la renta. No son el gringo de lana, sino el gringo clase media venido a menos; esa clase media que nunca podrá pagar la hipoteca de una casa en Estados Unidos, ni mandar a sus hijos a una universidad privada. Son los modernos nómadas de la era digital. Sí, dejan dinero por donde van, pero su presencia, a la larga, ocasiona que los precios de la vivienda y los servicios se vuelvan impagables para los pobladores originales, quienes no tienen más remedio que soltar el terruño, para irse a buscar la vida a otro lado. Todos tenemos el mismo derecho de hallar nuestro lugar en este mundo; el problema comienza cuando creemos que ese mundo tiene la obligación de adaptarse a nosotros. ¿No debería ser al revés?