/ viernes 29 de marzo de 2024

La voz del cácaro / El Buen Morir

De todos los dimes y diretes lanzados durante el pasado debate entre los aspirantes a la jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, destaca la iniciativa de Salomón Chertorivski, candidato de MC, acerca de promover lo que él llama “Muerte Digna”. Todos moriremos algún día. La diferencia está en cómo llegará cada uno, tanto física como emocionalmente, al inevitable final. ¿Y si pudiéramos adelantarnos al sufrimiento?

Doña Laura tenía setenta y tantos años cuando le dieron una de las noticias más dramáticas de su vida. O se operaba del corazón cuanto antes, con todo lo que implica una cirugía a corazón abierto, o tendría que aceptar el hecho de que sólo le quedaban unas cuantas semanas de vida. Como quien dice, nomás había de dos sopas. Ante el panorama, doña Laura sentó a sus hijos frente a ella para preguntarles qué debía hacer; someterse a una cirugía de corazón o esperar pacientemente a la muerte. Como podría esperarse de la mayoría de la gente, dos de sus hijos respondieron de inmediato que su madre debía operarse. ¡Cómo se atrevía siquiera a preguntarles qué debía hacer! Desde su perspectiva la respuesta era obvia. No había nada más qué discutir. En cambio, Rogelio, el segundo de sus hijos, opinó que la operación no era una buena idea. A diferencia de sus hermanos, éste se daba cuenta de que, con cirugía o sin ella, la suerte estaba echada. Parecía mejor aprovechar el poco tiempo que restaba en saldar cuentas con el mundo y despedirse de la gente más querida. Era la última oportunidad de crear todas las condiciones para alcanzar una buena muerte.

Pero no fue así. Doña Laura fue operada del corazón. Un mes después agonizaba en la cama de un hospital, atormentada por una serie de dolores espantosos y alucinaciones. Se encontraba en la fase terminal, pero por alguna razón seguía aquí, sufriendo. En algún momento de lucidez, la doña abrió los ojos. Rogelio estaba ahí. La mujer se le quedó mirando, y entonces le suplicó con el rostro desfigurado de zozobra: “Ya no quiero estar aquí. Ayúdame a irme, por favor”. Si Rogelio hubiera hecho lo que le pedían, habría sido acusado de homicidio. Doña Laura falleció una semana más tarde. Se fue entre gritos y lamentos. A donde quiera que haya ido, llegó de la peor forma.

La decisión final

Lo que le ocurrió a doña Laura pudo haber sido muy distinto, si en México contáramos con un legislación sobre la muerte asistida. En algunos estados existe lo que se conoce como la “Lay de Voluntad Anticipada”, que es la opción que le da el Estado mexicano a cualquier persona de decidir si desea ser sometida, o no, a un tratamiento médico que pretenda prolongar su vida, cuando se encuentra en una etapa terminal. Es una solución a medias, pues el dolor y el sufrimiento acompañarán al moribundo hasta su última exhalación. En cambio, en el caso de la muerte asistida, la decisión es tajante: adelantar el final. Ya sea mediante la eutanasia o por medio del suicidio asistido.

En el caso de la eutanasia es el médico quien administra el medicamento para poner fin a la vida de quien lo pidió voluntariamente. En cuanto al suicidio asistido, el médico acompaña el proceso, pero es el propio paciente quien da el último paso para administrarse el medicamento a sí mismo. Es la última frontera, la decisión final. Una encuesta reciente habla de que 7 de cada diez mexicanos están a favor de la eutanasia. ¿Por qué los mexicanos somos mucho más liberales que otros pueblos respecto al hecho de acoger a la muerte, en este caso, como una solución para terminar con una penosa existencia? Probablemente eso tiene que ver con nuestras raíces, con un pasado, lejano a la Conquista española, en el que civilizaciones, como los mexicas, mantenían un vínculo estrechísimo con la muerte. De aquellos temibles sacrificios humanos que se practicaban para honrar y pedir favores a los dioses, seguramente algo queda en nuestro ADN.

La dosis de la muerte

La aplicación práctica de la eutanasia es mucho más que inyectar al paciente o darle una píldora que se toma con traguito de agua. Terminar con la vida de alguien por ese medio supone la administración de una serie de drogas, que van minando al cuerpo y disminuyendo su nivel de conciencia, previamente a la inducción del coma profundo. Es un proceso tortuoso, durante el cual nadie sabe qué es lo que el moribundo está experimentando realmente. Aún así la eutanasia, comparada con el sufrimiento de semanas o meses, que supondría esperar a la muerte tendido en la cama de un hospital, es una alternativa que para muchos enfermos terminales y pacientes en coma y, sus familias, haría sentido. A nuestros legisladores y gobernantes, no los que ya se van con el botín, sino los que están a punto de llegar al poder el próximo 2 junio con todas sus promesas, habría que exigirles que retomaran la iniciativa de Salomón Chertorivski, y que hicieran el compromiso de invertir dinero y tiempo para debatir sobre algo tan trascendente.

Morimos como vivimos

En una sociedad como la occidental, donde la muerte es vista como una vergonzosa derrota, la gente ignora muchas cosas sobre el tema. Hemos sido educados para mirar a la muerte como algo lejanísimo, repugnante, que sólo les pasa a los viejos y a los perdedores. Sin embargo un día nos ocurrirá a todos. Ahí está la eutanasia para hacer más fácil el inicio del viaje. Un viaje que puede ser terrorífico o una experiencia de dicha y luz, todo dependerá de cómo hayamos vivido. A final de cuentas, la muerte es lo que cada uno imaginamos que es. Está hecha, en mucho, de lo que hay en nuestra mente, producto del torrente de experiencias y creencias adquiridas a lo largo de nuestro paso por este mundo y otros tantos. Eso sí, de ese lugar nadie vuelve jamás. Bueno sí. Vuelve muchas veces, pero no como se fue. Habría que preguntarle a doña Laura.

De todos los dimes y diretes lanzados durante el pasado debate entre los aspirantes a la jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, destaca la iniciativa de Salomón Chertorivski, candidato de MC, acerca de promover lo que él llama “Muerte Digna”. Todos moriremos algún día. La diferencia está en cómo llegará cada uno, tanto física como emocionalmente, al inevitable final. ¿Y si pudiéramos adelantarnos al sufrimiento?

Doña Laura tenía setenta y tantos años cuando le dieron una de las noticias más dramáticas de su vida. O se operaba del corazón cuanto antes, con todo lo que implica una cirugía a corazón abierto, o tendría que aceptar el hecho de que sólo le quedaban unas cuantas semanas de vida. Como quien dice, nomás había de dos sopas. Ante el panorama, doña Laura sentó a sus hijos frente a ella para preguntarles qué debía hacer; someterse a una cirugía de corazón o esperar pacientemente a la muerte. Como podría esperarse de la mayoría de la gente, dos de sus hijos respondieron de inmediato que su madre debía operarse. ¡Cómo se atrevía siquiera a preguntarles qué debía hacer! Desde su perspectiva la respuesta era obvia. No había nada más qué discutir. En cambio, Rogelio, el segundo de sus hijos, opinó que la operación no era una buena idea. A diferencia de sus hermanos, éste se daba cuenta de que, con cirugía o sin ella, la suerte estaba echada. Parecía mejor aprovechar el poco tiempo que restaba en saldar cuentas con el mundo y despedirse de la gente más querida. Era la última oportunidad de crear todas las condiciones para alcanzar una buena muerte.

Pero no fue así. Doña Laura fue operada del corazón. Un mes después agonizaba en la cama de un hospital, atormentada por una serie de dolores espantosos y alucinaciones. Se encontraba en la fase terminal, pero por alguna razón seguía aquí, sufriendo. En algún momento de lucidez, la doña abrió los ojos. Rogelio estaba ahí. La mujer se le quedó mirando, y entonces le suplicó con el rostro desfigurado de zozobra: “Ya no quiero estar aquí. Ayúdame a irme, por favor”. Si Rogelio hubiera hecho lo que le pedían, habría sido acusado de homicidio. Doña Laura falleció una semana más tarde. Se fue entre gritos y lamentos. A donde quiera que haya ido, llegó de la peor forma.

La decisión final

Lo que le ocurrió a doña Laura pudo haber sido muy distinto, si en México contáramos con un legislación sobre la muerte asistida. En algunos estados existe lo que se conoce como la “Lay de Voluntad Anticipada”, que es la opción que le da el Estado mexicano a cualquier persona de decidir si desea ser sometida, o no, a un tratamiento médico que pretenda prolongar su vida, cuando se encuentra en una etapa terminal. Es una solución a medias, pues el dolor y el sufrimiento acompañarán al moribundo hasta su última exhalación. En cambio, en el caso de la muerte asistida, la decisión es tajante: adelantar el final. Ya sea mediante la eutanasia o por medio del suicidio asistido.

En el caso de la eutanasia es el médico quien administra el medicamento para poner fin a la vida de quien lo pidió voluntariamente. En cuanto al suicidio asistido, el médico acompaña el proceso, pero es el propio paciente quien da el último paso para administrarse el medicamento a sí mismo. Es la última frontera, la decisión final. Una encuesta reciente habla de que 7 de cada diez mexicanos están a favor de la eutanasia. ¿Por qué los mexicanos somos mucho más liberales que otros pueblos respecto al hecho de acoger a la muerte, en este caso, como una solución para terminar con una penosa existencia? Probablemente eso tiene que ver con nuestras raíces, con un pasado, lejano a la Conquista española, en el que civilizaciones, como los mexicas, mantenían un vínculo estrechísimo con la muerte. De aquellos temibles sacrificios humanos que se practicaban para honrar y pedir favores a los dioses, seguramente algo queda en nuestro ADN.

La dosis de la muerte

La aplicación práctica de la eutanasia es mucho más que inyectar al paciente o darle una píldora que se toma con traguito de agua. Terminar con la vida de alguien por ese medio supone la administración de una serie de drogas, que van minando al cuerpo y disminuyendo su nivel de conciencia, previamente a la inducción del coma profundo. Es un proceso tortuoso, durante el cual nadie sabe qué es lo que el moribundo está experimentando realmente. Aún así la eutanasia, comparada con el sufrimiento de semanas o meses, que supondría esperar a la muerte tendido en la cama de un hospital, es una alternativa que para muchos enfermos terminales y pacientes en coma y, sus familias, haría sentido. A nuestros legisladores y gobernantes, no los que ya se van con el botín, sino los que están a punto de llegar al poder el próximo 2 junio con todas sus promesas, habría que exigirles que retomaran la iniciativa de Salomón Chertorivski, y que hicieran el compromiso de invertir dinero y tiempo para debatir sobre algo tan trascendente.

Morimos como vivimos

En una sociedad como la occidental, donde la muerte es vista como una vergonzosa derrota, la gente ignora muchas cosas sobre el tema. Hemos sido educados para mirar a la muerte como algo lejanísimo, repugnante, que sólo les pasa a los viejos y a los perdedores. Sin embargo un día nos ocurrirá a todos. Ahí está la eutanasia para hacer más fácil el inicio del viaje. Un viaje que puede ser terrorífico o una experiencia de dicha y luz, todo dependerá de cómo hayamos vivido. A final de cuentas, la muerte es lo que cada uno imaginamos que es. Está hecha, en mucho, de lo que hay en nuestra mente, producto del torrente de experiencias y creencias adquiridas a lo largo de nuestro paso por este mundo y otros tantos. Eso sí, de ese lugar nadie vuelve jamás. Bueno sí. Vuelve muchas veces, pero no como se fue. Habría que preguntarle a doña Laura.