/ viernes 24 de noviembre de 2023

La voz del cácaro | Los Meditadores

Estoy sentado, respirando. No muevo un dedo, sólo respiro lentamente y observo estupefacto, entre los troncos altísimos delos árboles, al hombre que barre la entrada del monasterio. Una brisa suave me recorre los brazos y la cara. Me gusta la sensación. Es embriagadora. Después de la meditación vendrá el descanso de diez minutos y luego la plática sobre el Libro Tibetano de los Muertos. Es mi primer retiro. No soy budista, pero el Libro Tibetano de los Muertos me interesa. Ni siquiera lo sospecho, pero en los próximos dos días voy a ver un pedazo de la fragilidad y el dolor humano como no los había visto jamás.

La campana suena a las seis treinta de la mañana. A las siete es la primera meditación del día. En el enorme salón somos más de sesenta. ¿Por qué estamos ahí? Cada quien tiene su motivo, su causa. Lo que nos une es que todos acostumbramos meditar. La mayoría lo hacen con los ojos cerrados, pero yo estoy aprendiendo a hacerlo con los ojos abiertos. Es más difícil, pero si lo logras, la concentración se vuelve más profunda. En medio del salón hay un altar con un buda rodeado de flores y, junto al buda, está sentado un hombre calvo con mirada arrogante y calculadora, que se parece mucho al exprocurador Jesús Murillo Karam, sí, aquél de la “verdad histórica”. Todos llaman al calvo respetuosamente Upekshamati.

No hablamos de El Libro Tibetano de los Muertos, más bien Upekshamati se regodea en tirarnos un rollo acerca de toda la corte celestial budista. Que si el buda, que si los bodhissatvas, que si la bodichita… ¡Chale! Este ruco ya se clavó. Y claro, todos tienen una pregunta: “Oye, Upekshamati, ¿y el buda cómo alcanzó la iluminación?” “Oye, Upekshamati, ¿cómo le hago para no reencarnar en una piedra?” “Oye, Upekshamati, ¿y si la reencarnación existe, por qué sólo somos ocho mil millones de habitantes en el mundo, no deberíamos ser muchos más?”

Entre toda esa gente hay una mujer que permanece callada, sentada en una silla. Debe

rondar los setenta años. Es diminuta, frágil. Unas gafas cuadradas y grandes le cubren la mitad de la cara. Está ahí, inmóvil, ausente, con los ojos extraviados en el piso, como si no escuchara ni una sola palabra de lo que dicen Upekshamati y sus preguntones. Está como ida. Y así se va la reunión, filosofando sobre el buda y haciendo preguntas que no tienen respuesta. ¿Y El Libro Tibetano de los Muertos? Nada. Ya será mañana.


La muerte chiquita

El Libro Tibetano de los Muertos es una especie de instructivo detallado, escrito hace más de mil quinientos años, para guiar a alguien que acaba de morir en su camino por la muerte, ya sea que busque la iluminación o decida reencarnar en el cuerpo de otro ser humano. Se trata, en el mejor de los casos, de no quedar atrapado en el mundo de los espíritus como un fantasma. Todo depende de la mente. Las meditaciones guiadas por Upekshamati cada vez son más largas; llevamos casi cincuenta minutos, cada quien mirando cómo desfilan dentro de su cabeza sus propios pensamientos. De vez en cuando Upekshamati toca levemente un cuenco tibetano y te habla con su voz cavernosa de los cuatro elementos que habitan tu cuerpo: la tierra, el agua, el fuego, el viento. Yo me mantengo con los ojos abiertos. Ya le agarré el gusto. Es como si te fumaras un kilo de mota; pero sin paranoia ni bajón. Me invade una lucidez y una sensación de ligereza que nunca había sentido. Mis ojos miran absortos la entrada del monasterio. Respiro. Una y otra vez. Soy aire. Soy partículas de sol. Es como si pudiera moverme a cualquier lugar de ese bosque sólo con el pensamiento. Es alucinante. El día que me muera me gustaría irme con esa sensación.

Después de la comida bajamos al salón principal. Parece que ahora sí vamos a hablar de El Libro, pero no. A Upekshamati se le ha ocurrido hacer una dinámica de grupo. Cada quien debe escoger a una pareja. Uno de los dos se hará pasar por un cadáver, al que el otro tendrá que hablarle como si fuese alguien muy querido. Alguien que acabara de morir, y de quien no pudimos despedirnos. Yo soy el cadáver, estoy recostado en el piso cual largo soy. Junto a mí, un tipo alto y moreno comienza a hablarme como si hablara con su primo recién fallecido. Alrededor nuestro, los demás deudos también hablan con sus respectivos muertos. Les piden perdón, recuerdan viejos tiempos, se despiden. Todo va de acuerdo a lo previsto, hasta que se escucha un alarido, es totalmente inesperado, desgarrador.

De tajo el silencio se apodera del salón. Las miradas de todos se clavan en la mujer diminuta de gafas cuadradas. Yace hincada en el piso, todo su cuerpo tiembla. Detrás de las gafas se asoma su cara descolocada de tristeza, una tristeza como no he visto jamás. Su angustia es tan grande que apenas puede respirar. “No te vayas, no te vayas así, perdóname”, le suplica la mujer a la morrilla que yace frente a ella haciendo el papel de difunta.

Entonces la mujer pega una bocanada, y mirando al vacío, sólo atina a decir con la voz

ahogada en su propio llanto: “Mi hija se mató hace cuatro meses… Mi hija se mató hace cuatro meses”. Los ayudantes de Upekshamati van y levantan a la mujer y la sientan. Se queda ahí, inmóvil, absorta, devastada por su pena. Después de la sacudida de la realidad, Upekshamati abandona por un momento su tremendo ego y por fin comenzamos a hablar de El Libro. Volví a ver a la mujer al otro día. Se había apartado del grupo, yacía entre la bruma sentada debajo de un roble. Parecía un fantasma. Se veía tan triste como la tarde anterior, pero un poco más serena, como si lo que dijo la hubiera liberado, en algo, de su terrible sufrimiento. Eso que llamamos muerte es algo que nos hace llorar; y, sin embargo, nos pasamos un tercio de la vida durmiendo. Algún día habrá que despertar.

Estoy sentado, respirando. No muevo un dedo, sólo respiro lentamente y observo estupefacto, entre los troncos altísimos delos árboles, al hombre que barre la entrada del monasterio. Una brisa suave me recorre los brazos y la cara. Me gusta la sensación. Es embriagadora. Después de la meditación vendrá el descanso de diez minutos y luego la plática sobre el Libro Tibetano de los Muertos. Es mi primer retiro. No soy budista, pero el Libro Tibetano de los Muertos me interesa. Ni siquiera lo sospecho, pero en los próximos dos días voy a ver un pedazo de la fragilidad y el dolor humano como no los había visto jamás.

La campana suena a las seis treinta de la mañana. A las siete es la primera meditación del día. En el enorme salón somos más de sesenta. ¿Por qué estamos ahí? Cada quien tiene su motivo, su causa. Lo que nos une es que todos acostumbramos meditar. La mayoría lo hacen con los ojos cerrados, pero yo estoy aprendiendo a hacerlo con los ojos abiertos. Es más difícil, pero si lo logras, la concentración se vuelve más profunda. En medio del salón hay un altar con un buda rodeado de flores y, junto al buda, está sentado un hombre calvo con mirada arrogante y calculadora, que se parece mucho al exprocurador Jesús Murillo Karam, sí, aquél de la “verdad histórica”. Todos llaman al calvo respetuosamente Upekshamati.

No hablamos de El Libro Tibetano de los Muertos, más bien Upekshamati se regodea en tirarnos un rollo acerca de toda la corte celestial budista. Que si el buda, que si los bodhissatvas, que si la bodichita… ¡Chale! Este ruco ya se clavó. Y claro, todos tienen una pregunta: “Oye, Upekshamati, ¿y el buda cómo alcanzó la iluminación?” “Oye, Upekshamati, ¿cómo le hago para no reencarnar en una piedra?” “Oye, Upekshamati, ¿y si la reencarnación existe, por qué sólo somos ocho mil millones de habitantes en el mundo, no deberíamos ser muchos más?”

Entre toda esa gente hay una mujer que permanece callada, sentada en una silla. Debe

rondar los setenta años. Es diminuta, frágil. Unas gafas cuadradas y grandes le cubren la mitad de la cara. Está ahí, inmóvil, ausente, con los ojos extraviados en el piso, como si no escuchara ni una sola palabra de lo que dicen Upekshamati y sus preguntones. Está como ida. Y así se va la reunión, filosofando sobre el buda y haciendo preguntas que no tienen respuesta. ¿Y El Libro Tibetano de los Muertos? Nada. Ya será mañana.


La muerte chiquita

El Libro Tibetano de los Muertos es una especie de instructivo detallado, escrito hace más de mil quinientos años, para guiar a alguien que acaba de morir en su camino por la muerte, ya sea que busque la iluminación o decida reencarnar en el cuerpo de otro ser humano. Se trata, en el mejor de los casos, de no quedar atrapado en el mundo de los espíritus como un fantasma. Todo depende de la mente. Las meditaciones guiadas por Upekshamati cada vez son más largas; llevamos casi cincuenta minutos, cada quien mirando cómo desfilan dentro de su cabeza sus propios pensamientos. De vez en cuando Upekshamati toca levemente un cuenco tibetano y te habla con su voz cavernosa de los cuatro elementos que habitan tu cuerpo: la tierra, el agua, el fuego, el viento. Yo me mantengo con los ojos abiertos. Ya le agarré el gusto. Es como si te fumaras un kilo de mota; pero sin paranoia ni bajón. Me invade una lucidez y una sensación de ligereza que nunca había sentido. Mis ojos miran absortos la entrada del monasterio. Respiro. Una y otra vez. Soy aire. Soy partículas de sol. Es como si pudiera moverme a cualquier lugar de ese bosque sólo con el pensamiento. Es alucinante. El día que me muera me gustaría irme con esa sensación.

Después de la comida bajamos al salón principal. Parece que ahora sí vamos a hablar de El Libro, pero no. A Upekshamati se le ha ocurrido hacer una dinámica de grupo. Cada quien debe escoger a una pareja. Uno de los dos se hará pasar por un cadáver, al que el otro tendrá que hablarle como si fuese alguien muy querido. Alguien que acabara de morir, y de quien no pudimos despedirnos. Yo soy el cadáver, estoy recostado en el piso cual largo soy. Junto a mí, un tipo alto y moreno comienza a hablarme como si hablara con su primo recién fallecido. Alrededor nuestro, los demás deudos también hablan con sus respectivos muertos. Les piden perdón, recuerdan viejos tiempos, se despiden. Todo va de acuerdo a lo previsto, hasta que se escucha un alarido, es totalmente inesperado, desgarrador.

De tajo el silencio se apodera del salón. Las miradas de todos se clavan en la mujer diminuta de gafas cuadradas. Yace hincada en el piso, todo su cuerpo tiembla. Detrás de las gafas se asoma su cara descolocada de tristeza, una tristeza como no he visto jamás. Su angustia es tan grande que apenas puede respirar. “No te vayas, no te vayas así, perdóname”, le suplica la mujer a la morrilla que yace frente a ella haciendo el papel de difunta.

Entonces la mujer pega una bocanada, y mirando al vacío, sólo atina a decir con la voz

ahogada en su propio llanto: “Mi hija se mató hace cuatro meses… Mi hija se mató hace cuatro meses”. Los ayudantes de Upekshamati van y levantan a la mujer y la sientan. Se queda ahí, inmóvil, absorta, devastada por su pena. Después de la sacudida de la realidad, Upekshamati abandona por un momento su tremendo ego y por fin comenzamos a hablar de El Libro. Volví a ver a la mujer al otro día. Se había apartado del grupo, yacía entre la bruma sentada debajo de un roble. Parecía un fantasma. Se veía tan triste como la tarde anterior, pero un poco más serena, como si lo que dijo la hubiera liberado, en algo, de su terrible sufrimiento. Eso que llamamos muerte es algo que nos hace llorar; y, sin embargo, nos pasamos un tercio de la vida durmiendo. Algún día habrá que despertar.