/ viernes 3 de noviembre de 2023

La voz del cácaro | Las Dos Muertes

Aunque lo habían maquillado para el velorio, el rostro de Rodolfo tenía tatuada una mueca de furia en la cara, como si hubiera muerto muy enojado. Su cuerpo de piel blanca, con una cicatriz en el pecho, tenía un tono violáceo. Junto al cadáver de Rodolfo, el cadáver de Vicencio parecía menos rígido. Hasta se diría que una leve sonrisa le decoraba la cara. No era una sonrisa de júbilo, más bien era una sonrisa pacífica.

La puerta del recibidor del crematorio se abrió de pronto. Primero apareció Rodolfo y luego Vicencio. Ambos se quedaron muy quietos, mirando sus respectivos cadáveres tendidos sobre la plancha de metal. Rodolfo tenía el semblante petrificado, sus ojos inyectados estudiaban con estupefacción la cicatriz en su pecho. Vicencio, en cambio, parecía menos impresionado de su propio cadáver; no lo miraba con aflicción, sino con un aire compasivo, benévolo. Como si estuviera frente a un amigo muy querido. Sin decirse nada, ambos se acercaron a la plancha de metal. Se quedaron otro rato observando sus cadáveres desnudos, hasta que Rodolfo miró con el rabillo del ojo a Vicencio.

‑Pura pinche pérdida de tiempo ‑dijo Rodolfo temblando de ansiedad‑. Tengo una reunión a las cuatro, y luego otra a las cinco y media. Y se fue el día. Yo no tengo tiempo para estas pendejadas.

‑No creo que vaya a llegar a sus reuniones, mi cuate. ‑exclamó Vicencio sonriendo.

‑¿No? ¡Cómo que no! ‑reviró Rodolfo sin despegar la mirada de su cadáver.

‑No, mi cuate. Del viaje en el que usted y yo estamos, nadie regresa jamás.

Rodolfo enmudeció, sus ojos se movían con incredulidad para todos lados, hasta que se detuvieron en el horno del crematorio.

‑¿Usted y yo no estamos muertos, verdad? ‑Preguntó Rodolfo con la voz transida de espanto.

‑Parece que sí. ‑respondió Vicencio sin alterarse.

‑¿Y usted qué sabe de la muerte? ‑soltó Rodolfo con desdén.

‑Poco.

‑¿A ver, cómo se prepara uno para dejar este mundo? ¿Eh? ¡A ver!

‑La única forma es ensayar una y otra vez su propia muerte. ‑aclaró Vicencio.

‑¿Y eso cómo se hace? ‑volvió a preguntar Rodolfo temblando.

‑Meditando. Meditar es lo más cercano a una muerte feliz. ‑replicó Vicencio.

‑La gente no se muere feliz. ‑interrumpió Rodolfo‑. La gente se muere triste o encabronada, o con miedo, pero no feliz. Nadie se muere feliz.

‑¿Sabe qué era lo primero que yo hacía en la mañana cuando me despertaba? ‑dijo Vicencio como recordando‑. Me sentaba en un tapete y cerraba los ojos. Me quedaba ahí. No hacía otra cosa más que respirar y observar mis pensamientos. Los dejaba pasar frente a mí, como si fueran un río. No juzgaba ni maldecía. Sólo contemplaba. Eso me traía paz. Y esa paz me hacía feliz. Y un día me di cuenta que si seguía meditando, esa felicidad podía acompañarme hasta la muerte. Y aquí estamos. ¿Ha meditado alguna vez?

‑¿Yo? ¿Meditar? No. Yo era un hijo de la chingada. A mí la vida se me fue en ganar dinero y en pelearme con medio mundo.

De repente el tizonero entró por la puerta del crematorio; era un hombre tosco, llevaba traje y corbata y guantes de látex. Fue directo al horno, abrió la puerta y revisó la temperatura en el termómetro. Las llamas estaban en su punto. El tipo giró la cabeza y miró el cadáver inerte de Rodolfo extendido sobre la plancha de metal. Se quedó estudiando la cicatriz que afeaba su pecho, luego, poco a poco, reparó en su cara cubierta de furia. La estudió largamente, hasta que denegó con la cabeza con el gesto contrariado.

Arrimó una enorme charola de metal y, de un movimiento brusco, pero preciso, azotó el cadáver de Rodolfo sobre la charola. Rodolfo temblaba nada más de ver cómo el tizonero manoseaba su cuerpo, como si manoseara un costal de papas. Si hubiera podido habría cogido a golpes a aquel miserable. ¿Pero qué pude hacer el alma de un muerto en el mundo de los vivos? Poco a poco las manos del tizonero comenzaron a empujar la charola hacia la entrada del horno.

‑No quiero que me quemen, no, no… Por favor. Les dije que no quería que me cremaran. ¡Pero son necios! ¡Necios! ‑gimió Rodolfo temblando de espanto‑.

‑No quiero que me quemen, por favor, por favor… ¡Haz algo! ¡Sálvame! ¡Sálvame!

‑Yo no puedo salvarlo, viejón. El único que puede salvarse es usted.

La puerta del horno se cerró y en un parpadeo el cadáver de Rodolfo comenzó a arder envuelto en llamas. Era como un enorme pedazo de carne con ámpulas, el cual se derretía mientras un líquido viscoso emanaba de la piel al rojo vivo. Su cara chamuscándose parecía estar hecha de cera.

¿Y tú no tienes miedo? ‑aulló Rodolfo, retorciendo el cuerpo con horror, como si pudiera sentir la lumbre que envolvía a su cadáver dentro de aquel horno.

‑Yo ya hice las paces con mi cuerpo. ‑soltó Vicencio‑. Ya le agradecí por haber estado conmigo en las buenas y en las malas. Ya le pedí perdón por las veces que lo hice sufrir. Nos seguimos queriendo. Yo creo que estamos en paz.

Entonces el semblante de Rodolfo palideció. Con los ojos suplicantes y profundos miró a Vicencio y preguntó quebrando la voz:

‑¿Y después de esto qué sigue?

‑Una vez que has terminado con tu cuerpo, tendrás que lidiar con tu mente. ‑dijo Vicencio‑ Y esa es la parte complicada. Más vale que hayas aprendido a gobernar tu mente. Más vele que hayas pedido perdón y que hayas perdonado. Si no, aquí comienza el infierno. El verdadero infierno.

En ese momento los ojos de Rodolfo se abrieron; fue sólo un segundo, un flashazo, en el que pudo ver la sala de operaciones tan blanca como una ráfaga de luz. Se vio a sí mismo tendido sobre la mesa llena de aparatos, con el pecho abierto como si fuera un animal, y su corazón desfalleciente apenas bombeando. Y alrededor los doctores y las enfermeras, envueltos en la zozobra, por que el paciente se les está muriendo. Y Vicencio sentado en una silla, mirando. Siempre mirando.

Aunque lo habían maquillado para el velorio, el rostro de Rodolfo tenía tatuada una mueca de furia en la cara, como si hubiera muerto muy enojado. Su cuerpo de piel blanca, con una cicatriz en el pecho, tenía un tono violáceo. Junto al cadáver de Rodolfo, el cadáver de Vicencio parecía menos rígido. Hasta se diría que una leve sonrisa le decoraba la cara. No era una sonrisa de júbilo, más bien era una sonrisa pacífica.

La puerta del recibidor del crematorio se abrió de pronto. Primero apareció Rodolfo y luego Vicencio. Ambos se quedaron muy quietos, mirando sus respectivos cadáveres tendidos sobre la plancha de metal. Rodolfo tenía el semblante petrificado, sus ojos inyectados estudiaban con estupefacción la cicatriz en su pecho. Vicencio, en cambio, parecía menos impresionado de su propio cadáver; no lo miraba con aflicción, sino con un aire compasivo, benévolo. Como si estuviera frente a un amigo muy querido. Sin decirse nada, ambos se acercaron a la plancha de metal. Se quedaron otro rato observando sus cadáveres desnudos, hasta que Rodolfo miró con el rabillo del ojo a Vicencio.

‑Pura pinche pérdida de tiempo ‑dijo Rodolfo temblando de ansiedad‑. Tengo una reunión a las cuatro, y luego otra a las cinco y media. Y se fue el día. Yo no tengo tiempo para estas pendejadas.

‑No creo que vaya a llegar a sus reuniones, mi cuate. ‑exclamó Vicencio sonriendo.

‑¿No? ¡Cómo que no! ‑reviró Rodolfo sin despegar la mirada de su cadáver.

‑No, mi cuate. Del viaje en el que usted y yo estamos, nadie regresa jamás.

Rodolfo enmudeció, sus ojos se movían con incredulidad para todos lados, hasta que se detuvieron en el horno del crematorio.

‑¿Usted y yo no estamos muertos, verdad? ‑Preguntó Rodolfo con la voz transida de espanto.

‑Parece que sí. ‑respondió Vicencio sin alterarse.

‑¿Y usted qué sabe de la muerte? ‑soltó Rodolfo con desdén.

‑Poco.

‑¿A ver, cómo se prepara uno para dejar este mundo? ¿Eh? ¡A ver!

‑La única forma es ensayar una y otra vez su propia muerte. ‑aclaró Vicencio.

‑¿Y eso cómo se hace? ‑volvió a preguntar Rodolfo temblando.

‑Meditando. Meditar es lo más cercano a una muerte feliz. ‑replicó Vicencio.

‑La gente no se muere feliz. ‑interrumpió Rodolfo‑. La gente se muere triste o encabronada, o con miedo, pero no feliz. Nadie se muere feliz.

‑¿Sabe qué era lo primero que yo hacía en la mañana cuando me despertaba? ‑dijo Vicencio como recordando‑. Me sentaba en un tapete y cerraba los ojos. Me quedaba ahí. No hacía otra cosa más que respirar y observar mis pensamientos. Los dejaba pasar frente a mí, como si fueran un río. No juzgaba ni maldecía. Sólo contemplaba. Eso me traía paz. Y esa paz me hacía feliz. Y un día me di cuenta que si seguía meditando, esa felicidad podía acompañarme hasta la muerte. Y aquí estamos. ¿Ha meditado alguna vez?

‑¿Yo? ¿Meditar? No. Yo era un hijo de la chingada. A mí la vida se me fue en ganar dinero y en pelearme con medio mundo.

De repente el tizonero entró por la puerta del crematorio; era un hombre tosco, llevaba traje y corbata y guantes de látex. Fue directo al horno, abrió la puerta y revisó la temperatura en el termómetro. Las llamas estaban en su punto. El tipo giró la cabeza y miró el cadáver inerte de Rodolfo extendido sobre la plancha de metal. Se quedó estudiando la cicatriz que afeaba su pecho, luego, poco a poco, reparó en su cara cubierta de furia. La estudió largamente, hasta que denegó con la cabeza con el gesto contrariado.

Arrimó una enorme charola de metal y, de un movimiento brusco, pero preciso, azotó el cadáver de Rodolfo sobre la charola. Rodolfo temblaba nada más de ver cómo el tizonero manoseaba su cuerpo, como si manoseara un costal de papas. Si hubiera podido habría cogido a golpes a aquel miserable. ¿Pero qué pude hacer el alma de un muerto en el mundo de los vivos? Poco a poco las manos del tizonero comenzaron a empujar la charola hacia la entrada del horno.

‑No quiero que me quemen, no, no… Por favor. Les dije que no quería que me cremaran. ¡Pero son necios! ¡Necios! ‑gimió Rodolfo temblando de espanto‑.

‑No quiero que me quemen, por favor, por favor… ¡Haz algo! ¡Sálvame! ¡Sálvame!

‑Yo no puedo salvarlo, viejón. El único que puede salvarse es usted.

La puerta del horno se cerró y en un parpadeo el cadáver de Rodolfo comenzó a arder envuelto en llamas. Era como un enorme pedazo de carne con ámpulas, el cual se derretía mientras un líquido viscoso emanaba de la piel al rojo vivo. Su cara chamuscándose parecía estar hecha de cera.

¿Y tú no tienes miedo? ‑aulló Rodolfo, retorciendo el cuerpo con horror, como si pudiera sentir la lumbre que envolvía a su cadáver dentro de aquel horno.

‑Yo ya hice las paces con mi cuerpo. ‑soltó Vicencio‑. Ya le agradecí por haber estado conmigo en las buenas y en las malas. Ya le pedí perdón por las veces que lo hice sufrir. Nos seguimos queriendo. Yo creo que estamos en paz.

Entonces el semblante de Rodolfo palideció. Con los ojos suplicantes y profundos miró a Vicencio y preguntó quebrando la voz:

‑¿Y después de esto qué sigue?

‑Una vez que has terminado con tu cuerpo, tendrás que lidiar con tu mente. ‑dijo Vicencio‑ Y esa es la parte complicada. Más vale que hayas aprendido a gobernar tu mente. Más vele que hayas pedido perdón y que hayas perdonado. Si no, aquí comienza el infierno. El verdadero infierno.

En ese momento los ojos de Rodolfo se abrieron; fue sólo un segundo, un flashazo, en el que pudo ver la sala de operaciones tan blanca como una ráfaga de luz. Se vio a sí mismo tendido sobre la mesa llena de aparatos, con el pecho abierto como si fuera un animal, y su corazón desfalleciente apenas bombeando. Y alrededor los doctores y las enfermeras, envueltos en la zozobra, por que el paciente se les está muriendo. Y Vicencio sentado en una silla, mirando. Siempre mirando.