/ viernes 9 de febrero de 2024

La voz del cácaro | La Casa de los Mañosos

Telemundo nos asesta la cuarta temporada de su reality show estrella, mejor conocido como “La Casa de los Famosos”. Zánganos de día y borrachos de noche. Beber, curarse la cruda, conspirar contra alguno de los veintitantos participantes y holgazanear todo el día. De eso se trata. En esta entrega, los productores, a falta de verdaderos famosos, le apostaron a la presencia del incorregible y siempre vapuleado Alfredo Adame, y a la mala leche del cantante Lupillo Rivera. Todo sea por un pedazo de rating y un puñado de dólares.

Más de cincuenta cámaras escondidas y 60 micrófonos graban cada movimiento, las 24 horas del día, los siete días de la semana. Así es como el telespectador puede observar hasta la náusea la vida de holgazanería e indolencia de 23 “celebridades”, que han sido recluidas voluntariamente en una casa fifí. Ese mismo telespectador es el encargado de decidir, según sus simpatías, quién debe ser expulsado de la casa o quién merece permanecer y embolsarse los 200 mil dólares que hay de premio, a cambio de soportar todo tipo de bajezas y humillaciones durante varias semanas.

Como cuando Lupillo, en un acto de gandallez, decide robarle el jugo de naranja con jengibre a Adame. Luego, para completar su maldad, el mismo Lupillo va y comparte el jugo entre sus incondicionales, quienes se desternillan de la risa. Ese Lupillo es bien manchado. O al menos ese es el personaje que la producción le ha encargado desarrollar dentro de la casa. Se trata de crear conflicto. Si no hay conflicto no hay drama. Y si no hay drama, a la gente el programa le importa un comino. Por supuesto la bajeza de Lupillo hace encabronar a Adame. De manera que lo primero que hace el ex modelo oficial de trusas Trueno, tras abrir el refrigerador y descubrir su bote de jugo vacío, es lanzar una maldición. Luego gira el cuerpo y, mirando a la cámara con severidad, acusa que se bebieron su “shot de jengibre”. Saben que es lo único que Adame se mete en las mañanas, y se lo beben. Sinvergüenzas. “Habrá represalias…”, suelta Adame ahí mismo. Y ni tardo ni perezoso, va y encara a los malosos y les canta el tiro. “Se van a armar los putazos”, les dice enfundado en una mini bata que le da un aire padrotón.

Levantar el rating

La apuesta de la producción está en Adame. Es como el padrino del reality. Su personaje ha sido cuidadosamente elaborado. Es medio cábula y medio coqueto. Le tira carrilla a todo el personal. Lupillo es su némesis, su adversario. Por supuesto, el morbo que suscita la pugna entre Adame y Lupillo no alcanza para llenar 24 horas de show. De manera que alrededor de ambos gravita una serie de historias de traiciones e infidelidades entre los

demás participantes, que los llevan a ser parte de escenas sexosas y calenturientas, con alto potencial en términos de rating. El morbo se impone. Es la misma línea de realities tipo Acapulco Shore. La fiesta, el ligue, las bajezas, el tedio, la holgazanería. Algo hay de espontaneidad e improvisación, pero el argumento central del show obedece a un guión previamente elaborado.

El público manda

Adame es la prueba contundente de que el escándalo, sabiéndolo aprovechar, vende. Todos los sainetes en los que lo hemos visto metido, le han servido para algo. Para que la gente lo conozca y los ejecutivos de televisión lo exploten como un producto rentable. Ha sabido administrar el escándalo y ha conquistado un nicho en el mercado del ocio colectivo. Cuanto más lo vapulean y lo sobajan, más lo quiere la audiencia. Es la personificación del güero guapo y buena gente. Por eso todos se aprovechan de él. Pero Adame también posee su parte oscura, representa la incongruencia y la doble moral del latino promedio. ¿O cómo se explica que alguien que, entre otras cosas, es famoso por despreciar a los gays, bese en la boca a otro participante del reality, precisamente un tiktoker de la comunidad LGBT, que se hace llamar La Divaza? Eso sí, luego de besar al susodicho, todos los presentes vitorean y festejan a Adame, como si hubiera realizado una auténtica proeza. De ese nivel son las escenas que acontecen en la casa. De ese tamaño es el culto a la frivolidad televisada.

La casa de los políticos mañosos

Y uno se pregunta por qué esos genios creativos, que tienen la encomienda de inventar shows de televisión chatarra, como el que nos ocupa, no han inventado “La Casa de los Famosos de la Política”. El rating se iría al cielo. Basta imaginar a los habitantes de la casa. López Obrador y Loret de Mola serían los protagónicos, los rivales a vencer. Por supuesto, tanto Xóchitl Gálvez como Claudia Sheinbaum, formarían parte del elenco, al igual que los hermanos Andy y Bobby, y algún ex presidente, digamos Felipe Calderón. También habría un lugar para Brozo y otro para Mike Vigil, ex agente de la DEA. Ya entrados en gastos, tendríamos que invitar a algún narco, para que a la hora de la fiesta saque las botellas de Buchanan’s y la nieve de limón. Ya nomás de relleno y, por no privarnos del gustito, el cuadro lo completaríamos con algunos ministros de la Suprema Corte. Por ejemplo la ministra pirata, Yasmín Esquivel, famosa por plagiar su tesis de licenciatura. Todos ellos monitoreados por cámaras y micrófonos las 24 horas del día, mostrándose a los mexicanos tal como son. Sin ocultar secretos ni monstruosidades.

¿No sería una chulada para el televidente verlos en bata y chanclitas, haciendo politiquería contra el rival más débil? ¿O verlos agandallándose el guión de la mañanera de López Obrador, para hacerlo enfurecer? ¿O confabulando contra Brozo y Loret de Mola por sus reportajes? Todo cabe en la televisión desechable sabiéndolo acomodar. Y sabiéndolo vender. Y es que el público suele alejarse de las cosas que no le gustan y adora los errores que lo enamoran. Aquel que sepa engañarlos será fácilmente su dueño; quien intente desengañarlos será siempre su víctima.


Telemundo nos asesta la cuarta temporada de su reality show estrella, mejor conocido como “La Casa de los Famosos”. Zánganos de día y borrachos de noche. Beber, curarse la cruda, conspirar contra alguno de los veintitantos participantes y holgazanear todo el día. De eso se trata. En esta entrega, los productores, a falta de verdaderos famosos, le apostaron a la presencia del incorregible y siempre vapuleado Alfredo Adame, y a la mala leche del cantante Lupillo Rivera. Todo sea por un pedazo de rating y un puñado de dólares.

Más de cincuenta cámaras escondidas y 60 micrófonos graban cada movimiento, las 24 horas del día, los siete días de la semana. Así es como el telespectador puede observar hasta la náusea la vida de holgazanería e indolencia de 23 “celebridades”, que han sido recluidas voluntariamente en una casa fifí. Ese mismo telespectador es el encargado de decidir, según sus simpatías, quién debe ser expulsado de la casa o quién merece permanecer y embolsarse los 200 mil dólares que hay de premio, a cambio de soportar todo tipo de bajezas y humillaciones durante varias semanas.

Como cuando Lupillo, en un acto de gandallez, decide robarle el jugo de naranja con jengibre a Adame. Luego, para completar su maldad, el mismo Lupillo va y comparte el jugo entre sus incondicionales, quienes se desternillan de la risa. Ese Lupillo es bien manchado. O al menos ese es el personaje que la producción le ha encargado desarrollar dentro de la casa. Se trata de crear conflicto. Si no hay conflicto no hay drama. Y si no hay drama, a la gente el programa le importa un comino. Por supuesto la bajeza de Lupillo hace encabronar a Adame. De manera que lo primero que hace el ex modelo oficial de trusas Trueno, tras abrir el refrigerador y descubrir su bote de jugo vacío, es lanzar una maldición. Luego gira el cuerpo y, mirando a la cámara con severidad, acusa que se bebieron su “shot de jengibre”. Saben que es lo único que Adame se mete en las mañanas, y se lo beben. Sinvergüenzas. “Habrá represalias…”, suelta Adame ahí mismo. Y ni tardo ni perezoso, va y encara a los malosos y les canta el tiro. “Se van a armar los putazos”, les dice enfundado en una mini bata que le da un aire padrotón.

Levantar el rating

La apuesta de la producción está en Adame. Es como el padrino del reality. Su personaje ha sido cuidadosamente elaborado. Es medio cábula y medio coqueto. Le tira carrilla a todo el personal. Lupillo es su némesis, su adversario. Por supuesto, el morbo que suscita la pugna entre Adame y Lupillo no alcanza para llenar 24 horas de show. De manera que alrededor de ambos gravita una serie de historias de traiciones e infidelidades entre los

demás participantes, que los llevan a ser parte de escenas sexosas y calenturientas, con alto potencial en términos de rating. El morbo se impone. Es la misma línea de realities tipo Acapulco Shore. La fiesta, el ligue, las bajezas, el tedio, la holgazanería. Algo hay de espontaneidad e improvisación, pero el argumento central del show obedece a un guión previamente elaborado.

El público manda

Adame es la prueba contundente de que el escándalo, sabiéndolo aprovechar, vende. Todos los sainetes en los que lo hemos visto metido, le han servido para algo. Para que la gente lo conozca y los ejecutivos de televisión lo exploten como un producto rentable. Ha sabido administrar el escándalo y ha conquistado un nicho en el mercado del ocio colectivo. Cuanto más lo vapulean y lo sobajan, más lo quiere la audiencia. Es la personificación del güero guapo y buena gente. Por eso todos se aprovechan de él. Pero Adame también posee su parte oscura, representa la incongruencia y la doble moral del latino promedio. ¿O cómo se explica que alguien que, entre otras cosas, es famoso por despreciar a los gays, bese en la boca a otro participante del reality, precisamente un tiktoker de la comunidad LGBT, que se hace llamar La Divaza? Eso sí, luego de besar al susodicho, todos los presentes vitorean y festejan a Adame, como si hubiera realizado una auténtica proeza. De ese nivel son las escenas que acontecen en la casa. De ese tamaño es el culto a la frivolidad televisada.

La casa de los políticos mañosos

Y uno se pregunta por qué esos genios creativos, que tienen la encomienda de inventar shows de televisión chatarra, como el que nos ocupa, no han inventado “La Casa de los Famosos de la Política”. El rating se iría al cielo. Basta imaginar a los habitantes de la casa. López Obrador y Loret de Mola serían los protagónicos, los rivales a vencer. Por supuesto, tanto Xóchitl Gálvez como Claudia Sheinbaum, formarían parte del elenco, al igual que los hermanos Andy y Bobby, y algún ex presidente, digamos Felipe Calderón. También habría un lugar para Brozo y otro para Mike Vigil, ex agente de la DEA. Ya entrados en gastos, tendríamos que invitar a algún narco, para que a la hora de la fiesta saque las botellas de Buchanan’s y la nieve de limón. Ya nomás de relleno y, por no privarnos del gustito, el cuadro lo completaríamos con algunos ministros de la Suprema Corte. Por ejemplo la ministra pirata, Yasmín Esquivel, famosa por plagiar su tesis de licenciatura. Todos ellos monitoreados por cámaras y micrófonos las 24 horas del día, mostrándose a los mexicanos tal como son. Sin ocultar secretos ni monstruosidades.

¿No sería una chulada para el televidente verlos en bata y chanclitas, haciendo politiquería contra el rival más débil? ¿O verlos agandallándose el guión de la mañanera de López Obrador, para hacerlo enfurecer? ¿O confabulando contra Brozo y Loret de Mola por sus reportajes? Todo cabe en la televisión desechable sabiéndolo acomodar. Y sabiéndolo vender. Y es que el público suele alejarse de las cosas que no le gustan y adora los errores que lo enamoran. Aquel que sepa engañarlos será fácilmente su dueño; quien intente desengañarlos será siempre su víctima.