/ viernes 10 de noviembre de 2023

La voz del cácaro | El General de Acapulco

En los años setenta, cuando era apenas un mocoso, cada vez que había vacaciones me mandaban junto con mis hermanos a Acapulco. En Acapulco aprendí a nadar; en Acapulco conocí un buque de guerra por dentro; en Acapulco escuché por primera vez una sarta de palabrotas y maldiciones nunca había escuchado antes. En Acapulco todo era felicidad. Mis abuelos vivían ahí. El abuelo era general y además era el comandante de la veintisiete Zona Militar. Como quien dice, después del gobernador de Guerrero, era el mero efectivo; sólo que a diferencia de la mayoría de los militares mexicanos, de aquel entonces y de hoy, el abuelo no robaba ni dejaba robar a sus soldados. Era un tipo extraño.

Un domingo, días después de que algún huracán azotara con furia a Acapulco, mi hermano de nueve años y yo, de ocho, acompañamos al abuelo a Chilpancingo. Ya de regreso a Acapulco, se le ocurrió que en vez de entrar al puerto, nos fuéramos para Cruz Grande a comer en el cuartel. Llegamos a Cruz Grande pasado el medio día, nadie sabía que estaríamos ahí. Ni siquiera íbamos en un coche militar, sino en un viejo Mónaco 65, uno de esos lanchones de ocho cilindros con tapones de metal en las ruedas y asientos de terciopelo, que te hacían sudar el trasero como si se te estuviera evaporando. “Hoy, mis chivillos, van a comer lo que comemos los guachos”, nos dijo el abuelo mientras esperábamos a que un soldado nos abriera el portón del cuartel.

Toque de rancho

En cuanto el soldado del portón reconoció al abuelo, se cuadró nervioso. No lo esperaba. “¿Ya comiste, muchacho”, le preguntó el abuelo. “Ya mi general”, respondió el soldado. “Muy bien. No le digas al coronel que estamos aquí, muchacho ‑agregó el abuelo‑, le vamos a dar la sorpresa”. El suave aroma a comida caliente se percibía desde el patio del cuartel. La trompeta acababa de dar el toque de rancho. En el comedor la tropa ya estaba sentada, los de intendencia habían comenzado a servir la sopa con sus enormes cucharones. Y entonces aparecimos en la puerta del comedor: el general y dos mocosos hambrientos. Nomás nos vieron, la tropa dejó de comer; se levantaron y saludaron con la mano en la frente al abuelo. Eran más de veinte soldados.

Él les regresó el saludo. Tráiganos de comer lo del día, muchacho”, le pidió el abuelo a un sargento, era un mulato de piel charolada y correosa, de esos que vienen de la costa chica. Se le quedó mirando al abuelo y le preguntó dejando ver sus dientes blancos: “¿No le gustaría algo en especial para usted o los niños?”. “No, mi cuate, aquí todos somos tropa. ¿O qué, no está buena la comida del día?”, exclamó el abuelo. “Cómo no, mi general”, respondió el sargento muy seguro de sí. “Tráenos lo mismo que le van a dar a todos”, insistió el abuelo.

Los soldados del general

Pocas veces he tenido un hambre tan canija en mi vida, y pocas veces la he saciado de esa manera. Primero fue la sopa humeante de fideo con menudencias; luego llegó una bandeja de metal, de esas que tienen compartimentos, con carne, arroz, frijoles y tortillas. Y una jarra de agua de Jamaica que a mí me parecía gigantesca. Y de postre, un buen trozo de pastel. Se valía repetir. Todos los que estábamos ahí, comíamos lo mismo, desde el cabo hasta el general. Todos en la misma mesa. Yo los miraba. Miraba sus caras morenas y relajadas; esa gente se sentía bien. Sabían que el Jefe de la “Zona”, que era quien administraba el dinero que le entregaba la Defensa, no se lo robaba ni lo derrochaba en pendejadas. Lo usaba para tratar a la tropa con respeto, con dignidad. Esos soldados también sabían que si había alguna bronca, el abuelo iba a saltar por ellos. Pero cuidado de aquel que anduviera de ratero o secuestrando paisanos en la sierra, porque era castigado.

Negociar

Hoy, tras la devastación de Acapulco por el paso catastrófico del huracán Otis, cuando vemos a la turba saqueando las tiendas; llevándose televisiones, licuadoras, lavadoras, hornos de microondas y cualquier cantidad de cosas, ante la mirada indiferente del Ejército y de la Guardia Nacional, que no atinan más que a observar la rapiña, como si fuesen turistas, me pregunto qué habría hecho el abuelo en un caso parecido. Tal vez habría hecho lo mismo que hizo en Mérida y en Apatzingan y en Durango, cada vez que el pueblo se levantaba contra los gobiernos priistas. Negociaba. Y la mayoría de las veces se salía con la suya.

En efecto, primero habría tratado de hablar con la gente, les habría dado varias buenas razones para detener el saqueo. Habría tratado de convencerlos de que con un pueblo organizado es más fácil salir de cualquier bronca. Si eso no funcionaba, la cosa pasaría al siguiente nivel. El nivel del imperio de la ley. A aquel canijo que sea pillado robando o, vendiendo huachicol, se le detiene y se le consigna. Y a las ocho de la noche comienza el toque de queda en todo el puerto, incluida la montaña. Claro que medidas de ese calibre no son populares entre la gente, ni ganan votos; pero crean paz y orden. Y el orden genera confianza.

Zapatero a tus zapatos

¿Con cuánta confianza podría un empresario invertir su dinero en la reconstrucción de un Acapulco que es como una bomba de tiempo? Un Acapulco donde impera la ley del más canijo; donde la población no es solidaria ni consigo misma; donde se cobra el derecho de piso y, la delincuencia organizada, en contubernio con el gobierno del estado, extorsiona a todo aquel que tiene un negocio, desde una enramada en Caleta, hasta un hotel en Punta Diamante. Pareciera que la anhelada reconstrucción causará muchos entuertos. Alguna vez un periodista le preguntó al abuelo si le interesaba convertirse en gobernador de Guerrero. El abuelo lo miró y sonrió. Después le respondió: “Mire, mi cuate, para ser político hay que saber hacer bien tres cosas: mentir con convicción, robar con discreción y empinarse con abnegación. Yo no sé decir mentiras, tampoco se me da eso de robar, y nunca he sido lambiscón. Qué quiere. Yo sólo soy un soldado”.

En los años setenta, cuando era apenas un mocoso, cada vez que había vacaciones me mandaban junto con mis hermanos a Acapulco. En Acapulco aprendí a nadar; en Acapulco conocí un buque de guerra por dentro; en Acapulco escuché por primera vez una sarta de palabrotas y maldiciones nunca había escuchado antes. En Acapulco todo era felicidad. Mis abuelos vivían ahí. El abuelo era general y además era el comandante de la veintisiete Zona Militar. Como quien dice, después del gobernador de Guerrero, era el mero efectivo; sólo que a diferencia de la mayoría de los militares mexicanos, de aquel entonces y de hoy, el abuelo no robaba ni dejaba robar a sus soldados. Era un tipo extraño.

Un domingo, días después de que algún huracán azotara con furia a Acapulco, mi hermano de nueve años y yo, de ocho, acompañamos al abuelo a Chilpancingo. Ya de regreso a Acapulco, se le ocurrió que en vez de entrar al puerto, nos fuéramos para Cruz Grande a comer en el cuartel. Llegamos a Cruz Grande pasado el medio día, nadie sabía que estaríamos ahí. Ni siquiera íbamos en un coche militar, sino en un viejo Mónaco 65, uno de esos lanchones de ocho cilindros con tapones de metal en las ruedas y asientos de terciopelo, que te hacían sudar el trasero como si se te estuviera evaporando. “Hoy, mis chivillos, van a comer lo que comemos los guachos”, nos dijo el abuelo mientras esperábamos a que un soldado nos abriera el portón del cuartel.

Toque de rancho

En cuanto el soldado del portón reconoció al abuelo, se cuadró nervioso. No lo esperaba. “¿Ya comiste, muchacho”, le preguntó el abuelo. “Ya mi general”, respondió el soldado. “Muy bien. No le digas al coronel que estamos aquí, muchacho ‑agregó el abuelo‑, le vamos a dar la sorpresa”. El suave aroma a comida caliente se percibía desde el patio del cuartel. La trompeta acababa de dar el toque de rancho. En el comedor la tropa ya estaba sentada, los de intendencia habían comenzado a servir la sopa con sus enormes cucharones. Y entonces aparecimos en la puerta del comedor: el general y dos mocosos hambrientos. Nomás nos vieron, la tropa dejó de comer; se levantaron y saludaron con la mano en la frente al abuelo. Eran más de veinte soldados.

Él les regresó el saludo. Tráiganos de comer lo del día, muchacho”, le pidió el abuelo a un sargento, era un mulato de piel charolada y correosa, de esos que vienen de la costa chica. Se le quedó mirando al abuelo y le preguntó dejando ver sus dientes blancos: “¿No le gustaría algo en especial para usted o los niños?”. “No, mi cuate, aquí todos somos tropa. ¿O qué, no está buena la comida del día?”, exclamó el abuelo. “Cómo no, mi general”, respondió el sargento muy seguro de sí. “Tráenos lo mismo que le van a dar a todos”, insistió el abuelo.

Los soldados del general

Pocas veces he tenido un hambre tan canija en mi vida, y pocas veces la he saciado de esa manera. Primero fue la sopa humeante de fideo con menudencias; luego llegó una bandeja de metal, de esas que tienen compartimentos, con carne, arroz, frijoles y tortillas. Y una jarra de agua de Jamaica que a mí me parecía gigantesca. Y de postre, un buen trozo de pastel. Se valía repetir. Todos los que estábamos ahí, comíamos lo mismo, desde el cabo hasta el general. Todos en la misma mesa. Yo los miraba. Miraba sus caras morenas y relajadas; esa gente se sentía bien. Sabían que el Jefe de la “Zona”, que era quien administraba el dinero que le entregaba la Defensa, no se lo robaba ni lo derrochaba en pendejadas. Lo usaba para tratar a la tropa con respeto, con dignidad. Esos soldados también sabían que si había alguna bronca, el abuelo iba a saltar por ellos. Pero cuidado de aquel que anduviera de ratero o secuestrando paisanos en la sierra, porque era castigado.

Negociar

Hoy, tras la devastación de Acapulco por el paso catastrófico del huracán Otis, cuando vemos a la turba saqueando las tiendas; llevándose televisiones, licuadoras, lavadoras, hornos de microondas y cualquier cantidad de cosas, ante la mirada indiferente del Ejército y de la Guardia Nacional, que no atinan más que a observar la rapiña, como si fuesen turistas, me pregunto qué habría hecho el abuelo en un caso parecido. Tal vez habría hecho lo mismo que hizo en Mérida y en Apatzingan y en Durango, cada vez que el pueblo se levantaba contra los gobiernos priistas. Negociaba. Y la mayoría de las veces se salía con la suya.

En efecto, primero habría tratado de hablar con la gente, les habría dado varias buenas razones para detener el saqueo. Habría tratado de convencerlos de que con un pueblo organizado es más fácil salir de cualquier bronca. Si eso no funcionaba, la cosa pasaría al siguiente nivel. El nivel del imperio de la ley. A aquel canijo que sea pillado robando o, vendiendo huachicol, se le detiene y se le consigna. Y a las ocho de la noche comienza el toque de queda en todo el puerto, incluida la montaña. Claro que medidas de ese calibre no son populares entre la gente, ni ganan votos; pero crean paz y orden. Y el orden genera confianza.

Zapatero a tus zapatos

¿Con cuánta confianza podría un empresario invertir su dinero en la reconstrucción de un Acapulco que es como una bomba de tiempo? Un Acapulco donde impera la ley del más canijo; donde la población no es solidaria ni consigo misma; donde se cobra el derecho de piso y, la delincuencia organizada, en contubernio con el gobierno del estado, extorsiona a todo aquel que tiene un negocio, desde una enramada en Caleta, hasta un hotel en Punta Diamante. Pareciera que la anhelada reconstrucción causará muchos entuertos. Alguna vez un periodista le preguntó al abuelo si le interesaba convertirse en gobernador de Guerrero. El abuelo lo miró y sonrió. Después le respondió: “Mire, mi cuate, para ser político hay que saber hacer bien tres cosas: mentir con convicción, robar con discreción y empinarse con abnegación. Yo no sé decir mentiras, tampoco se me da eso de robar, y nunca he sido lambiscón. Qué quiere. Yo sólo soy un soldado”.