/ viernes 19 de noviembre de 2021

Utopías del cine y de la realidad

Hace más de cincuenta años, Cantinflas planteó en una de sus películas algo similar a lo que López Obrador expuso la semana a pasada en la ONU: la urgencia de ayudar a los “olvidados” del mundo. Sí. ¿Pero a qué precio?

En “Su Excelencia” (Miguel M. Delgado, México 1967), el inefable Cantinflas hace el papel de “Lopitos”, un burócrata, que tras un golpe de estado, recibe el nombramiento de embajador de la República de los Cocos. El nuevo embajador tendrá que enfrentar el conflicto entre las dos súper potencias del planeta por dominar a la humanidad: “los verdes” y “los colorados”. El momento climático de la película ocurre cuando “Lopitos” tiene la ocasión de dar un discurso ante los “representantes del mundo” (algo así como la ONU). En su discurso ‑extenso y cursilón‑ “Lopitos” aprovecha para hacer una crítica de los modelos económicos socialista y capitalista, imperantes en aquellos tiempos de la guerra fría. Luego, no contento con la regañada que les acaba de meter, el flamante embajador cantinflesco les urge, tanto a “verdes” como a “colorados”, que ayuden a los países débiles.

El discurso de “Lopitos” gurda algunas similitudes con el discurso que el presidente López Obrador dio la semana pasada en Nueva York, ante los Miembros del Consejo de Seguridad de la ONU. Quizá la similitud más evidente es que en ambos casos los ricos tienen la obligación moral de mocharse con los pobres. Son los machuchones los que deben sacar al buey de la barranca, pues.

Pero además de las similitudes, existe una curiosa diferencia. En el discurso que “Lopitos” se avienta en “Su Excelencia”, la caridad es inaceptable (“Es verdad que está en manos de ustedes, los países poderosos de la tierra, verdes y colorados, ayudarnos a nosotros los débiles. Pero no con dádivas, ni con préstamos, ni con alianzas militares. Ayúdenos pagando un precio más justo, más equitativo por nuestras materias primas. Ayúdenos compartiendo con nosotros sus notables adelantos, en la ciencia, en la técnica, pero no para fabricar bombas, sino para acabar con el hambre y la miseria”).

En cambio, en el discurso que López Obrador la caridad es el eje rector. Se trata de bolsear a los ricos para dar dinero a los pobres, mediante un “Plan Mundial de Fraternidad y Bienestar”, el cual podría recaudar ‑según el propio López Obrador‑ un billón de dólares al año con el dinero obtenido del cobro de una contribución voluntaria anual de 0.4% de sus fortunas, a las mil personas más ricas del planeta; así como una aportación similar por parte de las mil corporaciones privadas más importantes por su valor en el mercado mundial. Todo ello más una cooperación de cero 0.2% del PIB de cada uno de los países integrantes del Grupo de los 20, entre los que está México.

El que paga manda

La idea suena atractiva en el papel, sobre todo para las élites del planeta. Menos gente marginada, menos pobres, significaría menos gente descontenta que en un momento dado pudiera generar un conflicto social que atentara contra la propiedad y el capital de las clases medias y las clases altas. No es una injusticia que a quienes se les está pidiendo el dinero, sean los mismos que durante generaciones han acumulado una enorme riqueza a costa de explotar y empobrecer a los más débiles. Que se corte una flor de su jardín, dirían algunos. Lo cierto es que en este mundo la mayoría de las cosas tienen un precio, y ese precio lo fijan los dueños del dinero.

¿Cuánto le costaría a los países pobres que los “ricos del mundo” les soltaran millones miles de millones de dólares? ¿Qué precio tendrían que pagar? Porque seguramente no sería gratis. Nadie creería que Jeff Bezos, dueño de Amazon, o Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, o Warren Buffet, uno de los inversores más exitosos de todos los tiempos, van a aflojar parte de su enorme fortuna sin obtener un beneficio. Claro que no. Son empresarios, piensan como empresarios e hicieron su dinero como empresarios. ¿Qué es lo que los países pobres les pueden ofrecer? Su fuerza de trabajo, su tiempo, su obediencia, su territorio…

Pongamos el caso de Haití, el país más pobre de América. ¿Qué pasaría si de pronto uno de esos machuchones, digamos Jeff Bezos, decidiera darle a Haití, no el 0.4% de su fortuna, sino un poco más, supongamos: 10%? Si consideramos que la fortuna del dueño de “Amazon” es de 177 mil millones de dólares, estaríamos hablando de que él solo estaría aportando más de diecisiete mil millones de dólares. Esa cantidad es mayor al producto interno bruto de Haití, el cual fue de un poco más de 13 mil millones de dólares en 2020. No estamos sugiriendo que Jeff Bezos fuera a convertirse en el “dueño” de Haití, pero obligadamente su dinero le permitiría tener una enorme injerencia en el gobierno de ese país, así como en la vida y destino de millones de seres humanos.

¿Esto significa que un millonario o un grupo de millonarios podrían poner y quitar a los gobernantes de un país, de acuerdo a sus propios intereses y criterios? ¿Podrían obligar a los habitantes de ese país a consumir sus productos y servicios? ¿Surgiría una especie de “clientelismo global” (parecido al mexicano) en el que naciones enteras tendrían que plegarse a los caprichos de los millonarios, a condición de que éstos no se olviden de depositar la “mensualidad”? Probablemente. Por lo menos la tentación sería grande.

Por ahora, tanto en la película de Cantinflas como en la película de López Obrador, la intención de alivianar a los pobres del mundo pareciera una utopía. Para algunos puede ser una ocurrencia más del presidente, para otros ‑“los olvidados”‑ podría representar, al menos, la esperanza de tener una existencia más digna. Quizá a la extensa lista de donadores habría que agregar al crimen organizado y a las iglesias del mundo. Vaya que le deben mucho a los pobres.

Hace más de cincuenta años, Cantinflas planteó en una de sus películas algo similar a lo que López Obrador expuso la semana a pasada en la ONU: la urgencia de ayudar a los “olvidados” del mundo. Sí. ¿Pero a qué precio?

En “Su Excelencia” (Miguel M. Delgado, México 1967), el inefable Cantinflas hace el papel de “Lopitos”, un burócrata, que tras un golpe de estado, recibe el nombramiento de embajador de la República de los Cocos. El nuevo embajador tendrá que enfrentar el conflicto entre las dos súper potencias del planeta por dominar a la humanidad: “los verdes” y “los colorados”. El momento climático de la película ocurre cuando “Lopitos” tiene la ocasión de dar un discurso ante los “representantes del mundo” (algo así como la ONU). En su discurso ‑extenso y cursilón‑ “Lopitos” aprovecha para hacer una crítica de los modelos económicos socialista y capitalista, imperantes en aquellos tiempos de la guerra fría. Luego, no contento con la regañada que les acaba de meter, el flamante embajador cantinflesco les urge, tanto a “verdes” como a “colorados”, que ayuden a los países débiles.

El discurso de “Lopitos” gurda algunas similitudes con el discurso que el presidente López Obrador dio la semana pasada en Nueva York, ante los Miembros del Consejo de Seguridad de la ONU. Quizá la similitud más evidente es que en ambos casos los ricos tienen la obligación moral de mocharse con los pobres. Son los machuchones los que deben sacar al buey de la barranca, pues.

Pero además de las similitudes, existe una curiosa diferencia. En el discurso que “Lopitos” se avienta en “Su Excelencia”, la caridad es inaceptable (“Es verdad que está en manos de ustedes, los países poderosos de la tierra, verdes y colorados, ayudarnos a nosotros los débiles. Pero no con dádivas, ni con préstamos, ni con alianzas militares. Ayúdenos pagando un precio más justo, más equitativo por nuestras materias primas. Ayúdenos compartiendo con nosotros sus notables adelantos, en la ciencia, en la técnica, pero no para fabricar bombas, sino para acabar con el hambre y la miseria”).

En cambio, en el discurso que López Obrador la caridad es el eje rector. Se trata de bolsear a los ricos para dar dinero a los pobres, mediante un “Plan Mundial de Fraternidad y Bienestar”, el cual podría recaudar ‑según el propio López Obrador‑ un billón de dólares al año con el dinero obtenido del cobro de una contribución voluntaria anual de 0.4% de sus fortunas, a las mil personas más ricas del planeta; así como una aportación similar por parte de las mil corporaciones privadas más importantes por su valor en el mercado mundial. Todo ello más una cooperación de cero 0.2% del PIB de cada uno de los países integrantes del Grupo de los 20, entre los que está México.

El que paga manda

La idea suena atractiva en el papel, sobre todo para las élites del planeta. Menos gente marginada, menos pobres, significaría menos gente descontenta que en un momento dado pudiera generar un conflicto social que atentara contra la propiedad y el capital de las clases medias y las clases altas. No es una injusticia que a quienes se les está pidiendo el dinero, sean los mismos que durante generaciones han acumulado una enorme riqueza a costa de explotar y empobrecer a los más débiles. Que se corte una flor de su jardín, dirían algunos. Lo cierto es que en este mundo la mayoría de las cosas tienen un precio, y ese precio lo fijan los dueños del dinero.

¿Cuánto le costaría a los países pobres que los “ricos del mundo” les soltaran millones miles de millones de dólares? ¿Qué precio tendrían que pagar? Porque seguramente no sería gratis. Nadie creería que Jeff Bezos, dueño de Amazon, o Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, o Warren Buffet, uno de los inversores más exitosos de todos los tiempos, van a aflojar parte de su enorme fortuna sin obtener un beneficio. Claro que no. Son empresarios, piensan como empresarios e hicieron su dinero como empresarios. ¿Qué es lo que los países pobres les pueden ofrecer? Su fuerza de trabajo, su tiempo, su obediencia, su territorio…

Pongamos el caso de Haití, el país más pobre de América. ¿Qué pasaría si de pronto uno de esos machuchones, digamos Jeff Bezos, decidiera darle a Haití, no el 0.4% de su fortuna, sino un poco más, supongamos: 10%? Si consideramos que la fortuna del dueño de “Amazon” es de 177 mil millones de dólares, estaríamos hablando de que él solo estaría aportando más de diecisiete mil millones de dólares. Esa cantidad es mayor al producto interno bruto de Haití, el cual fue de un poco más de 13 mil millones de dólares en 2020. No estamos sugiriendo que Jeff Bezos fuera a convertirse en el “dueño” de Haití, pero obligadamente su dinero le permitiría tener una enorme injerencia en el gobierno de ese país, así como en la vida y destino de millones de seres humanos.

¿Esto significa que un millonario o un grupo de millonarios podrían poner y quitar a los gobernantes de un país, de acuerdo a sus propios intereses y criterios? ¿Podrían obligar a los habitantes de ese país a consumir sus productos y servicios? ¿Surgiría una especie de “clientelismo global” (parecido al mexicano) en el que naciones enteras tendrían que plegarse a los caprichos de los millonarios, a condición de que éstos no se olviden de depositar la “mensualidad”? Probablemente. Por lo menos la tentación sería grande.

Por ahora, tanto en la película de Cantinflas como en la película de López Obrador, la intención de alivianar a los pobres del mundo pareciera una utopía. Para algunos puede ser una ocurrencia más del presidente, para otros ‑“los olvidados”‑ podría representar, al menos, la esperanza de tener una existencia más digna. Quizá a la extensa lista de donadores habría que agregar al crimen organizado y a las iglesias del mundo. Vaya que le deben mucho a los pobres.