/ jueves 25 de julio de 2019

Vida cotidiana y narcotráfico en Sinaloa

La vida cotidiana puede entenderse como un proceso de interacciones permanentes, es una red y también un flujo de vínculos diversos y múltiples, que incluyen los simbólicos, emocionales, sociales, económicos, de los cuales ninguna persona está al margen. En ese proceso de interrelaciones constantes que es el fluir de la vida social de las personas (mujeres y hombres) se construye día a día, hora a hora, la vida cotidiana en general y las vidas cotidianas de los colectivos y de cada individuo.

La historia de la vida cotidiana nos enfrenta con testimonios procedentes al menos de dos campos opuestos: el de aquellos que fueron fieles a las normas y el de otros individuos, igualmente comunes, pero cuyos puntos de vista no siempre coincidieron con los dictados por el gobierno o una moral imperante y cuyas prácticas cotidianas pudieron estar en contradicción con lo que ingenuamente aceptaríamos si creyéramos que siempre se cumplían las normas.

En la sierra sinaloense, las prácticas que involucran el oficio de los enervantes continuaban su curso, llevándose a cabo cada vez con mayor naturalidad, los cultivadores involucraban en ello a sus parientes, familiares y vecinos de pueblos aledaños; por su parte, los intermediarios, con posibilidad para destinar recursos económicos, comenzaron a emplear a los habitantes de las comunidades, rentando sus tierras y proporcionando la semilla y demás requerimientos para la siembra, mientras que los traficantes eran los encargados de llevar el enervante hacia los puntos de acopio para su distribución.

El narcotráfico como fenómeno histórico-social, expe­rimentado, visto y sobre todo vivido por una población, particu­larmente la sinaloense, es la trama fundamental que se teje el presente capítulo, en el cual se explica cómo es que dicha actividad se inserta en la cotidianidad de los habitantes alteños. Desde los años cuarenta del siglo XX —nos ubicamos en el norte de México y en particular en Sinaloa—, grupos familiares, vecinales, de ranchería, comunidad y de otro tipo de vínculos laborales y económicos, apro­vechando las circunstancias sociales y políticas y las laxitudes jurí­dicas de su tiempo, fueron perfilando sus derroteros y expectativas ante un negocio en ciernes.

Se requirió iniciativa, visión, y ciertos anclajes públicos, y éstos fueron de distinto nivel municipal, regional, estatal y federal. Las complicidades con las esferas políticas y policíacas fueron lográndose en función de necesidades de pro­tección, complicidad, silencio, disimulo y soslayo para, en las jorna­das de zafra, hacer posible la producción de flores, capullos, goma y derivados, así como el establecimiento paulatino de novedosas redes, itinerarios y rutas de distribución y exportación (entre mulas y trasiegos y trueques hasta de fiado).

Las formas de organización y funcionamiento de los grupos delictivos dedicados al narcotráfico tienen sus reglas, códigos y lenguajes particulares, en donde se entrecruzan lealtades, afectos, complicidades silenciosas, presiones, amenazas abiertas y sutiles, coerciones, agradecimientos y liderazgos que se van forjando, sin embargo, en virtud de necesidades económicas y condiciones de sobrevivencia, paralelas a las políticas gubernamentales.

En esta perspectiva, una configuración fundamental de los grupos transgresores ha tenido que ver precisamente con la de los mecanismos organizativos de su defensa y reproducción, frente a las instituciones y organismos del poder hegemónico que les han perseguido, combatido, controlado y extorsionado. En los poblados y comunidades dedicados a la siembra, el cultivo y la producción de drogas ilegales, la cotidianeidad de sus miembros ha estado, y está, supeditada a una suerte de complicidad primaria, que se traduce en norma elemental de sobrevivencia.

En la lejanía de las zonas rurales se han tejido históricamente patrones elementales de vinculación, integración, interacción y socialización, que se anudan con nuevas pautas para endurecer las prácticas o los hábitos que terminan por constituir rasgos especiales de pertenencia a los grupos o clanes. En este sentido, el hábito del secreto y del guiño implícito fija sus raíces o anuda sus lazos primordiales. Y ya en los posteriores nudos de la cadena de la industria, esta “secrecía” va haciéndose cada vez complicada, en tanto que también se afinan los valores de quienes comparten un mundo de vida y de acciones y sobre todo entre quienes forman parte vital y sectaria de dirección o liderazgo entre las comunidades.


La vida cotidiana puede entenderse como un proceso de interacciones permanentes, es una red y también un flujo de vínculos diversos y múltiples, que incluyen los simbólicos, emocionales, sociales, económicos, de los cuales ninguna persona está al margen. En ese proceso de interrelaciones constantes que es el fluir de la vida social de las personas (mujeres y hombres) se construye día a día, hora a hora, la vida cotidiana en general y las vidas cotidianas de los colectivos y de cada individuo.

La historia de la vida cotidiana nos enfrenta con testimonios procedentes al menos de dos campos opuestos: el de aquellos que fueron fieles a las normas y el de otros individuos, igualmente comunes, pero cuyos puntos de vista no siempre coincidieron con los dictados por el gobierno o una moral imperante y cuyas prácticas cotidianas pudieron estar en contradicción con lo que ingenuamente aceptaríamos si creyéramos que siempre se cumplían las normas.

En la sierra sinaloense, las prácticas que involucran el oficio de los enervantes continuaban su curso, llevándose a cabo cada vez con mayor naturalidad, los cultivadores involucraban en ello a sus parientes, familiares y vecinos de pueblos aledaños; por su parte, los intermediarios, con posibilidad para destinar recursos económicos, comenzaron a emplear a los habitantes de las comunidades, rentando sus tierras y proporcionando la semilla y demás requerimientos para la siembra, mientras que los traficantes eran los encargados de llevar el enervante hacia los puntos de acopio para su distribución.

El narcotráfico como fenómeno histórico-social, expe­rimentado, visto y sobre todo vivido por una población, particu­larmente la sinaloense, es la trama fundamental que se teje el presente capítulo, en el cual se explica cómo es que dicha actividad se inserta en la cotidianidad de los habitantes alteños. Desde los años cuarenta del siglo XX —nos ubicamos en el norte de México y en particular en Sinaloa—, grupos familiares, vecinales, de ranchería, comunidad y de otro tipo de vínculos laborales y económicos, apro­vechando las circunstancias sociales y políticas y las laxitudes jurí­dicas de su tiempo, fueron perfilando sus derroteros y expectativas ante un negocio en ciernes.

Se requirió iniciativa, visión, y ciertos anclajes públicos, y éstos fueron de distinto nivel municipal, regional, estatal y federal. Las complicidades con las esferas políticas y policíacas fueron lográndose en función de necesidades de pro­tección, complicidad, silencio, disimulo y soslayo para, en las jorna­das de zafra, hacer posible la producción de flores, capullos, goma y derivados, así como el establecimiento paulatino de novedosas redes, itinerarios y rutas de distribución y exportación (entre mulas y trasiegos y trueques hasta de fiado).

Las formas de organización y funcionamiento de los grupos delictivos dedicados al narcotráfico tienen sus reglas, códigos y lenguajes particulares, en donde se entrecruzan lealtades, afectos, complicidades silenciosas, presiones, amenazas abiertas y sutiles, coerciones, agradecimientos y liderazgos que se van forjando, sin embargo, en virtud de necesidades económicas y condiciones de sobrevivencia, paralelas a las políticas gubernamentales.

En esta perspectiva, una configuración fundamental de los grupos transgresores ha tenido que ver precisamente con la de los mecanismos organizativos de su defensa y reproducción, frente a las instituciones y organismos del poder hegemónico que les han perseguido, combatido, controlado y extorsionado. En los poblados y comunidades dedicados a la siembra, el cultivo y la producción de drogas ilegales, la cotidianeidad de sus miembros ha estado, y está, supeditada a una suerte de complicidad primaria, que se traduce en norma elemental de sobrevivencia.

En la lejanía de las zonas rurales se han tejido históricamente patrones elementales de vinculación, integración, interacción y socialización, que se anudan con nuevas pautas para endurecer las prácticas o los hábitos que terminan por constituir rasgos especiales de pertenencia a los grupos o clanes. En este sentido, el hábito del secreto y del guiño implícito fija sus raíces o anuda sus lazos primordiales. Y ya en los posteriores nudos de la cadena de la industria, esta “secrecía” va haciéndose cada vez complicada, en tanto que también se afinan los valores de quienes comparten un mundo de vida y de acciones y sobre todo entre quienes forman parte vital y sectaria de dirección o liderazgo entre las comunidades.