/ jueves 2 de septiembre de 2021

Una cuestión de entendimiento de la política y del derecho

Cualquier aproximación conceptual que se haga del gobierno de López Obrador deja al descubierto una serie de acciones y decisiones marcadas exclusivamente por la política o, más bien, por la particular concepción de la política que el presidente tiene. Se podría decir que esto es normal y legítimo, que cualquier gobernante se maneja de acuerdo a su propia manera de entender y practicar la política y no a la de otro más, pero la cuestión aquí se encuentra en el hecho que tal particularidad en la forma de entender y aplicar la política, se basa en un criterio personalista, monolítico, rígido e impermeable a cualquier otra idea preconcebida, incluso a la realidad. Tales acciones y decisiones, en su abrumadora mayoría, no se enmarcan ni se ajustan al respeto y promoción de un Estado de Derecho, sino a un enmascaramiento de decisiones autoritarias revestidas con ropajes jurídicos. Pura política personalista, sin ajustarse a lo que el Derecho establece en el ejercicio del gobierno.

Una política de ensimismamiento, de ansias imperiales de reconocimiento de los demás a una grandeza que siempre se le escamotea, una política que pretende como de marcha de triunfo romano, con corona de laureles, toga picta, pero sin un sirviente que le recuerde al oído lo que según Tertuliano le susurraban al general victorioso: Respice post te! Hominem te esse memento! "¡Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre", para que no cayera en la soberbia de pensarse por encima de las costumbres y de las leyes, ya que la mos maiorum republicana (hechas por los ancestros, conjunto de reglas, costumbres y preceptos que todo ciudadano romano debía respetar) establecían que cualquier alto magistrado con semejantes honores, actuara con humildad y supiera que tal triunfo en la guerra era en servicio al Senado, al pueblo y a los dioses de Roma.

No solo la política y sus factores diversos, también el Derecho debe tomarse en cuenta para gobernar y así institucionalizar su aplicación. De ahí el dicho latino ubi societas ibi ius: donde hay sociedad, hay derecho. Como bien dice Habermas (La necesidad de revisión de la izquierda, Tecnos, 1991) el derecho no puede engendrar por sí mismo una cultura política democrática, sino que siempre dependerá de una cultura democrática que lo fomente, lo facilite y le dé contexto.

Por eso desde el poder público es de toral importancia no solo que la actuación del gobierno y los demás poderes se ajusten a las normas jurídicas que se institucionalizan en el Estado mexicano, sino que estos las desarrollen y las promuevan. Sin embargo, al parecer, al gobierno y a sus aliados no les ha interesado mucho ni las apariencias ni el fondo del respeto al Estado de Derecho. Hay muestras de sobra que no vivimos en un país de leyes, ni gobierno que las haga respetar. Según la organización de la sociedad civil Causa en Común, los feminicidios aumentaron 2%, la trata de personas registró un incremento de 23% de enero a julio de 2021, respecto del mismo periodo de 2020; la violencia familiar aumentó 22%; los registros de narcomenudeo aumentaron 9% y tanto los registros por extorsión como los de robo con violencia tuvieron un aumento de 8% en este periodo. En el segundo trimestre del año la inversión extranjera directa neta (la que llega a México, menos la que sale) fue de 5,120 millones de dólares, mostrando una caída de 51% respecto al primer trimestre. Sin un Estado de derecho confiable y efectivo y con la incertidumbre jurídica que genera la forma de gobernar de López Obrador, los resultados no podrían ser distintos: en el primer semestre de 2021 la inversión extranjera directa en México (nuevas inversiones más reinversiones) fue 20.6% inferior a la del primer semestre de 2020. La crisis del sistema de salud, al máximo. La inseguridad, ni se diga: buena parte del territorio nacional lo controla la delincuencia dedicada al narcotráfico.

Parece que estamos solos y que el gobierno, sin resultados positivos en los rubros importantes y su política de “abrazos y no balazos”, extiende tácitamente su permiso a quienes les conviene vivir al margen del Derecho, como si extendiera permisos de piratería y pillaje como se hizo hace siglos. La piratería ha sido juzgada, desde la antigüedad, como una actividad reprobable, inaceptable en un momento para las potencias e ilícita. En nombre de la “razón de Estado”, durante las guerras por la supremacía marítima libradas entre Inglaterra y España o entre Francia e Inglaterra, los Estados nacionales surgidos en el siglo XVI imponiendo la prevalencia de sus intereses políticos sobre la conciencia jurídica común, autorizaron su actividad, la piratería dejó de tener carácter antijurídico y los piratas obtenían de los soberanos patentes de corso (de ahí el nombre de “corsarios”. La patente de corso era una licencia para perseguir y saquear naves enemigas del Estado que haya expedido la patente), que legitimaban su particular guerra.

López Obrador no hace política propiamente dicha: no dialoga con ningún grupo político que no sea afín a su gobierno, no hace acuerdos con la oposición, no transige, no cavila, no se allega de puntos de vista diversos, ninguna razón ajena lo disuade o convence una vez que ha declarado sus deseos. La política de López Obrador es la de imponer su propia visión del mundo, sus fantasías de la niñez o de la adolescencia, sus fobias personales y su ideología, sin importar el terreno donde esta aterrice, que es el país entero y sus ciudadanos.

Cualquier aproximación conceptual que se haga del gobierno de López Obrador deja al descubierto una serie de acciones y decisiones marcadas exclusivamente por la política o, más bien, por la particular concepción de la política que el presidente tiene. Se podría decir que esto es normal y legítimo, que cualquier gobernante se maneja de acuerdo a su propia manera de entender y practicar la política y no a la de otro más, pero la cuestión aquí se encuentra en el hecho que tal particularidad en la forma de entender y aplicar la política, se basa en un criterio personalista, monolítico, rígido e impermeable a cualquier otra idea preconcebida, incluso a la realidad. Tales acciones y decisiones, en su abrumadora mayoría, no se enmarcan ni se ajustan al respeto y promoción de un Estado de Derecho, sino a un enmascaramiento de decisiones autoritarias revestidas con ropajes jurídicos. Pura política personalista, sin ajustarse a lo que el Derecho establece en el ejercicio del gobierno.

Una política de ensimismamiento, de ansias imperiales de reconocimiento de los demás a una grandeza que siempre se le escamotea, una política que pretende como de marcha de triunfo romano, con corona de laureles, toga picta, pero sin un sirviente que le recuerde al oído lo que según Tertuliano le susurraban al general victorioso: Respice post te! Hominem te esse memento! "¡Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre", para que no cayera en la soberbia de pensarse por encima de las costumbres y de las leyes, ya que la mos maiorum republicana (hechas por los ancestros, conjunto de reglas, costumbres y preceptos que todo ciudadano romano debía respetar) establecían que cualquier alto magistrado con semejantes honores, actuara con humildad y supiera que tal triunfo en la guerra era en servicio al Senado, al pueblo y a los dioses de Roma.

No solo la política y sus factores diversos, también el Derecho debe tomarse en cuenta para gobernar y así institucionalizar su aplicación. De ahí el dicho latino ubi societas ibi ius: donde hay sociedad, hay derecho. Como bien dice Habermas (La necesidad de revisión de la izquierda, Tecnos, 1991) el derecho no puede engendrar por sí mismo una cultura política democrática, sino que siempre dependerá de una cultura democrática que lo fomente, lo facilite y le dé contexto.

Por eso desde el poder público es de toral importancia no solo que la actuación del gobierno y los demás poderes se ajusten a las normas jurídicas que se institucionalizan en el Estado mexicano, sino que estos las desarrollen y las promuevan. Sin embargo, al parecer, al gobierno y a sus aliados no les ha interesado mucho ni las apariencias ni el fondo del respeto al Estado de Derecho. Hay muestras de sobra que no vivimos en un país de leyes, ni gobierno que las haga respetar. Según la organización de la sociedad civil Causa en Común, los feminicidios aumentaron 2%, la trata de personas registró un incremento de 23% de enero a julio de 2021, respecto del mismo periodo de 2020; la violencia familiar aumentó 22%; los registros de narcomenudeo aumentaron 9% y tanto los registros por extorsión como los de robo con violencia tuvieron un aumento de 8% en este periodo. En el segundo trimestre del año la inversión extranjera directa neta (la que llega a México, menos la que sale) fue de 5,120 millones de dólares, mostrando una caída de 51% respecto al primer trimestre. Sin un Estado de derecho confiable y efectivo y con la incertidumbre jurídica que genera la forma de gobernar de López Obrador, los resultados no podrían ser distintos: en el primer semestre de 2021 la inversión extranjera directa en México (nuevas inversiones más reinversiones) fue 20.6% inferior a la del primer semestre de 2020. La crisis del sistema de salud, al máximo. La inseguridad, ni se diga: buena parte del territorio nacional lo controla la delincuencia dedicada al narcotráfico.

Parece que estamos solos y que el gobierno, sin resultados positivos en los rubros importantes y su política de “abrazos y no balazos”, extiende tácitamente su permiso a quienes les conviene vivir al margen del Derecho, como si extendiera permisos de piratería y pillaje como se hizo hace siglos. La piratería ha sido juzgada, desde la antigüedad, como una actividad reprobable, inaceptable en un momento para las potencias e ilícita. En nombre de la “razón de Estado”, durante las guerras por la supremacía marítima libradas entre Inglaterra y España o entre Francia e Inglaterra, los Estados nacionales surgidos en el siglo XVI imponiendo la prevalencia de sus intereses políticos sobre la conciencia jurídica común, autorizaron su actividad, la piratería dejó de tener carácter antijurídico y los piratas obtenían de los soberanos patentes de corso (de ahí el nombre de “corsarios”. La patente de corso era una licencia para perseguir y saquear naves enemigas del Estado que haya expedido la patente), que legitimaban su particular guerra.

López Obrador no hace política propiamente dicha: no dialoga con ningún grupo político que no sea afín a su gobierno, no hace acuerdos con la oposición, no transige, no cavila, no se allega de puntos de vista diversos, ninguna razón ajena lo disuade o convence una vez que ha declarado sus deseos. La política de López Obrador es la de imponer su propia visión del mundo, sus fantasías de la niñez o de la adolescencia, sus fobias personales y su ideología, sin importar el terreno donde esta aterrice, que es el país entero y sus ciudadanos.