/ viernes 24 de junio de 2022

Son Misteriosos los Caminos que Llevan al Cine

Llegamos al aserradero diez minutos antes de las ocho. El ayudante del abuelo aparcó la troca sobre el arcén de la carretera que va de Durango a Mazatlán. La temperatura había subido y el viento helado comenzaba a aplacarse. Los leñadores y los peones iban llegando. Sus caras color de cobre estaban curtidas por el sol rabioso y la chinga de todos los días. Entraban en silencio por la puerta principal del aserradero, eran como un rebaño de ovejas que se reúnen para iniciar la jornada al lado del pastor.

La oficina de don Gilberto, el dueño del aserradero, era totalmente austera, había un escritorio destartalado y dos sillas giratorias. De las paredes descoloridas colgaban sendas cabezas disecadas de una gacela y un jabalí; los ojillos de ambos bichos daban la impresión de estar mirando hacia arriba, como si observaran con furia a quien sea que les haya cortado la cabeza. Don Gilberto era un viejo alto de piel sonrosada y mirada nerviosa.

-Aquí tiene al chivillo, don Gilberto -dijo mi abuelo muy sonriente- ya sabe, está en la edad de la desobediencia, pero tiene muchas ganas de trabajar. ¿Dónde cree que le pueda ser útil?

El viejo se me quedó viendo fijamente, tenía las manos cruzadas detrás de la espalda, como quien observa a alguien en quien no confía.

-A ver, enséñame las manos, pelao.

Abrí las palmas de las manos y las extendí para que el pinche viejo las viera (ya comenzaba a fastidiarme).

-Ya decía yo -exclamó el viejo-, nunca has trabajado en tu vida, ¿verdad?

-Sí. -respondí yo-, hace poco estuve como extra en una película.

-Ese no es trabajo de hombres. Eso es de jotos. -rezongó el viejo pegando una carcajada.

Pinche viejo, ni siquiera me conocía y ya me estaba “joteando”. Además yo no quería chambear en su pinche changarro. A mí me llevaron.

-Ahorita vemos dónde te ponemos. En este aserradero siempre hay algo qué hacer. -dijo el viejo.

Luego levantó el teléfono y le ordenó a un tal don Félix, el capataz, que le llevara a la oficina un casco, unas botas y un par de guantes de carnaza. Eso ya comenzaba a apestar. Cualquier trabajo que implique usar guantes de carnaza es sinónimo de madriza segura.

-Perfecto. -exclamó el abuelo-, ahí se lo dejo para que comience de una buena vez. A las cinco en punto voy a estar aquí para ver cómo le fue al chivillo.

-No tenga cuidado, mi general. Aquí le cuidamos a su chivillo. Y como se ve que le gusta el cine a su chivillo, lo vamos a poner a trabajar en el cine. -replicó el viejo con una sonrisa ladina.

Acabar con el cine

-¿Qué le hiciste a tu abuelo para que te mandara a trabajar a un aserradero? -me preguntó don Félix- mientras caminábamos por el patio, donde los gigantescos troncos de pino permanecían tiesos y apilados unos sobre otros, como si fueran cadáveres.

-Yo no le hice nada -respondí encogiendo los hombros- más bien me porté mal en mi casa y me castigaron. Y me mandaron para acá.

Seguimos caminando hasta detenernos frente a una cabaña hecha con tablones de madera de encino. Era grande, con una ventana.

-¿Qué me ves? -dijo de pronto don Félix.

-Yo no lo estoy viendo. -le repliqué.

-¡Órale, empieza!

-¿Que empiece a qué?

-Empieza a tirar el cine.

-¿El cine?

-Sí, esta cabaña la usábamos como cine. Pura película gabacha. Puro porno del chingón. Aquí vimos Emmanuelle, vimos Garganta Profunda… vimos las del Playboy ¡Uta madre! ¡Qué no vimos! ¡Qué no hicimos! Fíjate bien: vas a quitar cada uno de los tablones y los vas a poner ahí al lado. Y los clavos me los juntas en aquel bote. No son muchos. Deben ser como unos tres mil. Son las nueve, o sea que, quitando la hora de lonchear, te quedan siete horas para acabar el jale. ¡Sobres! ¡A chingarle!

-¿Y cómo voy a quitar tanto pinche clavo, oiga? -le rezongué, la quijada me temblaba.

El viejillo no me contestó. Nomás me entregó un martillo oxidado.

Las manos rotas

Me puse los guantes y comencé a sacar los clavos con el martillo. Para las once de la mañana el sol caía a plomo sobre mi espalda y hombros; sentía como si el cuerpo se me estuviera derritiendo. Por todos lados me escurría el sudor, un sudor pegajoso y salado, que se metía en mis ojos encegueciéndolos. Era infernal. Para el medio día, ya no podía sentir siquiera los dedos de las manos. Me quité los guantes, las palmas de las dos manos estaban desolladas, cubiertas de ampollas y sangre. Me pregunté qué hacía en ese aserradero, cómo había llegado ahí.

Cogí el martillo y seguí. De vez en cuando don Félix iba y se plantaba frente a la cabaña y me acompañaba mientras se fumaba un Delicados. El último tablón del que alguna vez fue el cine porno del aserradero, lo arrimé faltando siete minutos para las cinco. Y así como terminé me dejé caer sobre los tablones.

La piel de mi cara cocida por el sol ardía como si me la hubieran quemado con un soplete. Sentía las manos como si me fueran a estallar; aunque lo dedos me temblaban, no podía moverlos, estaban cubiertos de lamparones de sangre reseca y virutas. Estaba aturdido, sumido en un profundo sopor, sonreía y no hacía otra cosa más que recordar la película de Emmanuelle; podía ver a Sylvia Kristel nadando desnuda y cachonda en aquella alberca de aguas azules. Cuando levanté la mirada vi al abuelo y a don Gilberto. Quién sabe desde qué momento me veían.

-Déjame verte las manos, pelao. -exclamó don Gilberto.

Extendí los brazos y le mostré mis manos; me temblaban, las palmas desolladas, los dedos despellejados. El viejo sonrió malévolo y dijo con su rudeza de leñador: “Llegaste en la mañana con tus manitas de jotito. Y ahora mírate, pelao, ya tienes manos de hombre. ¡Ahí tiene a su chivillo, mi general!” Ese día entendí que la vida es como una película; una película en la que somos el guionista, el productor, el director y el actor. ¿De qué depende que al final nuestra película quede buena, mala o regular? Depende en mucho de cuánto estemos dispuestos a aprender.

Llegamos al aserradero diez minutos antes de las ocho. El ayudante del abuelo aparcó la troca sobre el arcén de la carretera que va de Durango a Mazatlán. La temperatura había subido y el viento helado comenzaba a aplacarse. Los leñadores y los peones iban llegando. Sus caras color de cobre estaban curtidas por el sol rabioso y la chinga de todos los días. Entraban en silencio por la puerta principal del aserradero, eran como un rebaño de ovejas que se reúnen para iniciar la jornada al lado del pastor.

La oficina de don Gilberto, el dueño del aserradero, era totalmente austera, había un escritorio destartalado y dos sillas giratorias. De las paredes descoloridas colgaban sendas cabezas disecadas de una gacela y un jabalí; los ojillos de ambos bichos daban la impresión de estar mirando hacia arriba, como si observaran con furia a quien sea que les haya cortado la cabeza. Don Gilberto era un viejo alto de piel sonrosada y mirada nerviosa.

-Aquí tiene al chivillo, don Gilberto -dijo mi abuelo muy sonriente- ya sabe, está en la edad de la desobediencia, pero tiene muchas ganas de trabajar. ¿Dónde cree que le pueda ser útil?

El viejo se me quedó viendo fijamente, tenía las manos cruzadas detrás de la espalda, como quien observa a alguien en quien no confía.

-A ver, enséñame las manos, pelao.

Abrí las palmas de las manos y las extendí para que el pinche viejo las viera (ya comenzaba a fastidiarme).

-Ya decía yo -exclamó el viejo-, nunca has trabajado en tu vida, ¿verdad?

-Sí. -respondí yo-, hace poco estuve como extra en una película.

-Ese no es trabajo de hombres. Eso es de jotos. -rezongó el viejo pegando una carcajada.

Pinche viejo, ni siquiera me conocía y ya me estaba “joteando”. Además yo no quería chambear en su pinche changarro. A mí me llevaron.

-Ahorita vemos dónde te ponemos. En este aserradero siempre hay algo qué hacer. -dijo el viejo.

Luego levantó el teléfono y le ordenó a un tal don Félix, el capataz, que le llevara a la oficina un casco, unas botas y un par de guantes de carnaza. Eso ya comenzaba a apestar. Cualquier trabajo que implique usar guantes de carnaza es sinónimo de madriza segura.

-Perfecto. -exclamó el abuelo-, ahí se lo dejo para que comience de una buena vez. A las cinco en punto voy a estar aquí para ver cómo le fue al chivillo.

-No tenga cuidado, mi general. Aquí le cuidamos a su chivillo. Y como se ve que le gusta el cine a su chivillo, lo vamos a poner a trabajar en el cine. -replicó el viejo con una sonrisa ladina.

Acabar con el cine

-¿Qué le hiciste a tu abuelo para que te mandara a trabajar a un aserradero? -me preguntó don Félix- mientras caminábamos por el patio, donde los gigantescos troncos de pino permanecían tiesos y apilados unos sobre otros, como si fueran cadáveres.

-Yo no le hice nada -respondí encogiendo los hombros- más bien me porté mal en mi casa y me castigaron. Y me mandaron para acá.

Seguimos caminando hasta detenernos frente a una cabaña hecha con tablones de madera de encino. Era grande, con una ventana.

-¿Qué me ves? -dijo de pronto don Félix.

-Yo no lo estoy viendo. -le repliqué.

-¡Órale, empieza!

-¿Que empiece a qué?

-Empieza a tirar el cine.

-¿El cine?

-Sí, esta cabaña la usábamos como cine. Pura película gabacha. Puro porno del chingón. Aquí vimos Emmanuelle, vimos Garganta Profunda… vimos las del Playboy ¡Uta madre! ¡Qué no vimos! ¡Qué no hicimos! Fíjate bien: vas a quitar cada uno de los tablones y los vas a poner ahí al lado. Y los clavos me los juntas en aquel bote. No son muchos. Deben ser como unos tres mil. Son las nueve, o sea que, quitando la hora de lonchear, te quedan siete horas para acabar el jale. ¡Sobres! ¡A chingarle!

-¿Y cómo voy a quitar tanto pinche clavo, oiga? -le rezongué, la quijada me temblaba.

El viejillo no me contestó. Nomás me entregó un martillo oxidado.

Las manos rotas

Me puse los guantes y comencé a sacar los clavos con el martillo. Para las once de la mañana el sol caía a plomo sobre mi espalda y hombros; sentía como si el cuerpo se me estuviera derritiendo. Por todos lados me escurría el sudor, un sudor pegajoso y salado, que se metía en mis ojos encegueciéndolos. Era infernal. Para el medio día, ya no podía sentir siquiera los dedos de las manos. Me quité los guantes, las palmas de las dos manos estaban desolladas, cubiertas de ampollas y sangre. Me pregunté qué hacía en ese aserradero, cómo había llegado ahí.

Cogí el martillo y seguí. De vez en cuando don Félix iba y se plantaba frente a la cabaña y me acompañaba mientras se fumaba un Delicados. El último tablón del que alguna vez fue el cine porno del aserradero, lo arrimé faltando siete minutos para las cinco. Y así como terminé me dejé caer sobre los tablones.

La piel de mi cara cocida por el sol ardía como si me la hubieran quemado con un soplete. Sentía las manos como si me fueran a estallar; aunque lo dedos me temblaban, no podía moverlos, estaban cubiertos de lamparones de sangre reseca y virutas. Estaba aturdido, sumido en un profundo sopor, sonreía y no hacía otra cosa más que recordar la película de Emmanuelle; podía ver a Sylvia Kristel nadando desnuda y cachonda en aquella alberca de aguas azules. Cuando levanté la mirada vi al abuelo y a don Gilberto. Quién sabe desde qué momento me veían.

-Déjame verte las manos, pelao. -exclamó don Gilberto.

Extendí los brazos y le mostré mis manos; me temblaban, las palmas desolladas, los dedos despellejados. El viejo sonrió malévolo y dijo con su rudeza de leñador: “Llegaste en la mañana con tus manitas de jotito. Y ahora mírate, pelao, ya tienes manos de hombre. ¡Ahí tiene a su chivillo, mi general!” Ese día entendí que la vida es como una película; una película en la que somos el guionista, el productor, el director y el actor. ¿De qué depende que al final nuestra película quede buena, mala o regular? Depende en mucho de cuánto estemos dispuestos a aprender.