/ miércoles 19 de mayo de 2021

Síndrome de Indefensión Aprendida


Debemos mirar siempre por los más pequeños,

ellos son el futuro de la humanidad.

Gabriela Mistral

La realidad que hoy vivimos como sociedad nos impone retos que afectan tanto la vida pública como la privada. La pandemia y el confinamiento en casa, las diversas manifestaciones de violencia contra las mujeres, la educación en línea o, ya en los últimos días, híbrida (presencial - en línea) son, en conjunto, situaciones que nos llevan a replantear la manera en que nos relacionamos como comunidad.

Entre estas se encuentra la visión que se establece a partir del ser adulto, y que suele limitarse a una postura unilateral e imperativa que en ocasiones impone, ordena y vulnera los derechos de niñas, niños y adolescentes: el llamado adultocentrismo nos hace ciegos y sordos a sus necesidades específicas, pretende tener el control de su vida y de la totalidad de las decisiones que les afectan, e incluso puede llegar al maltrato y al abuso infantiles.

Así, una educación que anula la voz de niñas y niños, que impone y obliga por la fuerza, que recurre a distintas formas de violencia –verbal, psicológica, afectiva, física– para hacer valer la autoridad de madres y padres, es una educación que no solo atenta contra los derechos de las y los infantes sino que además los acostumbra a guardar silencio, a aceptar, a normalizar y naturalizar una forma de relacionarse que los sitúa como inferiores, sometidos e incapaces de decidir por sí mismos.

La reiterada imposición de esta forma de relacionarse lleva a lo que se conoce como el Síndrome de Indefensión Aprendida, teorizado por el psicólogo estadounidense Martin Seligman, y que es el comportamiento pasivo de las personas frente a situaciones negativas, proveniente del acostumbrarse a no ser consideradas, a que sus decisiones no influyen o posibilitan cambio alguno.

Esto es, en el fondo, que el ejercicio de la libertad no tiene sentido, ya que será alguien o algo más quien determine que la situación o experiencia negativa cambie o mejore. La actitud pasiva tiene el agravante de que, cuando la persona enfrenta cualquier forma de violencia, termina por aceptar y normalizar el ser víctima, lo asume como algo justificado o incluso merecido, aceptando así situaciones que terminarán por escalar y pueden conducir al asesinato.

Cuando utilizamos este Síndrome para estudiar la violencia de género o la violencia infantil, se entiende la importancia que ejerce la educación en el hogar y la forma en que las familias se relacionan entre sí, ya que es precisamente en el hogar donde esta aceptación pasiva determinará parte del desarrollo tanto de las mujeres como de las niñas, niños y adolescentes.

Involucrar a las y los menores en la toma de decisiones, contribuir a que su voz sea escuchada, atendida, sus inquietudes dialogadas y resueltas, y las decisiones colectivas consensuadas y debatidas, contribuye tanto a formar personas integrales como a educar en aquellos valores y prácticas que requiere la democracia para funcionar: el diálogo, el acuerdo, la participación, el respeto…

La discriminación y marginación hacia las personas desde las primera etapas de vida impacta de manera negativa en las personas adultas: es necesario visibilizar y señalar cómo las prácticas autoritarias desde el hogar contribuyen a formar ciudadanas y ciudadanos autoritarios.


Debemos mirar siempre por los más pequeños,

ellos son el futuro de la humanidad.

Gabriela Mistral

La realidad que hoy vivimos como sociedad nos impone retos que afectan tanto la vida pública como la privada. La pandemia y el confinamiento en casa, las diversas manifestaciones de violencia contra las mujeres, la educación en línea o, ya en los últimos días, híbrida (presencial - en línea) son, en conjunto, situaciones que nos llevan a replantear la manera en que nos relacionamos como comunidad.

Entre estas se encuentra la visión que se establece a partir del ser adulto, y que suele limitarse a una postura unilateral e imperativa que en ocasiones impone, ordena y vulnera los derechos de niñas, niños y adolescentes: el llamado adultocentrismo nos hace ciegos y sordos a sus necesidades específicas, pretende tener el control de su vida y de la totalidad de las decisiones que les afectan, e incluso puede llegar al maltrato y al abuso infantiles.

Así, una educación que anula la voz de niñas y niños, que impone y obliga por la fuerza, que recurre a distintas formas de violencia –verbal, psicológica, afectiva, física– para hacer valer la autoridad de madres y padres, es una educación que no solo atenta contra los derechos de las y los infantes sino que además los acostumbra a guardar silencio, a aceptar, a normalizar y naturalizar una forma de relacionarse que los sitúa como inferiores, sometidos e incapaces de decidir por sí mismos.

La reiterada imposición de esta forma de relacionarse lleva a lo que se conoce como el Síndrome de Indefensión Aprendida, teorizado por el psicólogo estadounidense Martin Seligman, y que es el comportamiento pasivo de las personas frente a situaciones negativas, proveniente del acostumbrarse a no ser consideradas, a que sus decisiones no influyen o posibilitan cambio alguno.

Esto es, en el fondo, que el ejercicio de la libertad no tiene sentido, ya que será alguien o algo más quien determine que la situación o experiencia negativa cambie o mejore. La actitud pasiva tiene el agravante de que, cuando la persona enfrenta cualquier forma de violencia, termina por aceptar y normalizar el ser víctima, lo asume como algo justificado o incluso merecido, aceptando así situaciones que terminarán por escalar y pueden conducir al asesinato.

Cuando utilizamos este Síndrome para estudiar la violencia de género o la violencia infantil, se entiende la importancia que ejerce la educación en el hogar y la forma en que las familias se relacionan entre sí, ya que es precisamente en el hogar donde esta aceptación pasiva determinará parte del desarrollo tanto de las mujeres como de las niñas, niños y adolescentes.

Involucrar a las y los menores en la toma de decisiones, contribuir a que su voz sea escuchada, atendida, sus inquietudes dialogadas y resueltas, y las decisiones colectivas consensuadas y debatidas, contribuye tanto a formar personas integrales como a educar en aquellos valores y prácticas que requiere la democracia para funcionar: el diálogo, el acuerdo, la participación, el respeto…

La discriminación y marginación hacia las personas desde las primera etapas de vida impacta de manera negativa en las personas adultas: es necesario visibilizar y señalar cómo las prácticas autoritarias desde el hogar contribuyen a formar ciudadanas y ciudadanos autoritarios.