/ viernes 8 de abril de 2022

Queen en Puebla: la Historia que da Para Varias Películas

Un sábado de octubre de 1981, una de las bandas de rock más famosas del mundo se presentó en Puebla. En algún momento, las cosas se salieron de control y el caos se apoderó del estadio Ignacio Zaragoza. Entre los miles de asistentes al concierto de Queen, había dos mocosos de catorce años, cuyos ojos, a modo de cámaras de cine, captaron lo ocurrido. Décadas más tarde uno de ellos comenzaría a escribir un guión cinematográfico a modo de memoria. Esta es la crónica de lo que vio y escuchó aquel día. Ese día que Freddie Mercury juró que jamás volvería a cantar en México.



En la lejanía el volcán Popocatépetl se recortaba contra el cielo enrojecido. Abajo, el Estadio Ignacio Zaragoza era un hervidero. La estampida humana, de la que yo era parte, se había apretujado ante la puerta principal del estadio. Puro banda maciza. Mucho punk, también darkis y hippies y gays con el pelo corto y el bigotito ralo, como si fueran copias piratas de Freddie Mercury. La mayoría traía su caguama. Otros más andaban moneando con su bolsita de Resistol 5000. El hornazo a mota impregnaba el aire.


We will Rock You comenzó a escucharse dentro del estadio. Todos lanzamos una exclamación. Yo había quedado atrapado entre un gordo de melena grasosa y un darki de gabardina negra. ¿Y el Genarito, mi primate? Quién sabe. La última vez que lo vi fue cuando nos bajamos del vochito que nos llevó a Puebla y nos echamos a correr para no mocharnos con lo de la gasolina. ¡Y cómo, si no traíamos ni un baro! ¡Por supuesto tampoco teníamos boletos para el concierto! ¡Buddy you are a boy make a big noise…!


¡Portazo…! ¡Portazo…!”, gritó de repente un flaco de piel morena con los pelos parados como erizo. Y así como gritó aquél, nos replegamos para luego abalanzamos en tropel sobre la enorme puerta de lámina, que de manera milagrosa soportó la embestida. Yo era de los que iba hasta adelante. “¡Portazo…! ¡Portazo…!”, exclamó otra vez el pelos parados con su caguama en la mano. La banda volvió a replegarse, y esta vez nos lanzamos como una marejada llevando por delante un enorme bote de metal a modo de ariete. El chigadazo sonó seco, metálico. La puerta se desplomó como si estuviese hecha de cartón. Fui de los primeros en colarse.


“We will, we will rock you”


Frente a mis ojos apareció la multitud. Había miles, estaban por toda la cancha. Más allá, en el extremo opuesto del estadio, las figuras pequeñitas de Freddy Mercury y Brian May relumbran sobre el escenario, iluminadas por los halos de luz azul. La noche había cubierto súbitamente el cielo. De repente nos movimos hacia el centro de la cancha. Éramos un río de gente desbordado. En un parpadeo, todos los que ya estaban ahí, se arrimaron a los costados de la cancha dejando que pasáramos en nuestra carrera frenética hacia el escenario. Genarito iba corriendo entre la bola. Pero no estaba solo, iba de la mano de dos morras. Una era flaca y chaparrita, la otra era igualmente chaparrita, pero bien chichona. Mi primate tenía debilidad por las chichonas.


Pinche Genarito. Quién sabe qué les decía, pero siempre se conseguía una nalguita. “El secreto está en hacerlas reír -aseguraba- les encanta que seas su bufón”. A mi primate no le importaba que estuvieran feitas o bien buenas. Ese wey agarraba parejo. No como yo, que era igual de calenturiento que él, sólo que más mustio. Nos fuimos con la bola. Quién sabe cómo, pero el destino nos colocó hasta mero enfrente, a sólo unos metros del escenario.


Another one bites the dust


Ahora sí. Freddy Mercuy se veía como Dios manda. Su voz surgida de las gigantescas bocinas se escuchaba como un estruendo que te retumbaba en los oídos, y luego se elevaba desde la cancha hasta el graderío en forma de eco. Y entonces sonaba el griterío de la gente. No me la acababa, estaba temblando. Sentía el palpitar enloquecido de mi corazón dentro del pecho. Tenía catorce años. Era mi primer concierto. Me preguntaba qué era lo que hacía que Freddy Mercury jalara tanta banda. Era su actitud. Su energía. Se había apoderado del escenario. Era como si nos mantuviera sumidos en un trance; nos hacía vibrar con su voz aguardentosa y sus ademanes afectados, pero violentos.


Genarito ya estaba muy abrazado de la chichona. Yo me le arrimé a la flaquita. Total. De pronto Freddy Mercury se agachó y de algún lado sacó un sombrero como de revolucionario. De un manotazo se puso el enorme sombrero en la cabeza y siguió cantando. Sonó un silbido, luego otro y otro… En un segundo toda la banda estaba chiflando. Luego de la rechifla comenzaron a llover zapatos en el escenario. ¡Sí, zapatos! Yo nunca había visto tantos pinches zapatos caer en la humanidad de alguien. Además de los cacles, no tardaron en caer pilas, botellas y bolsitas con Resistol 5000.


We are the champions


Detrás de nosotros dos chavos banda se agarraban a golpes y patadas. Las botellas volaban de un lado al otro. Volteé y alargué la mirada: el gentío se sacudía como si fuese una ola gigantesca y compacta, recorriendo con su estrepitoso vaivén toda la cancha. En el escenario, un Freddy Mercury engallado, levantaba los brazos extendidos mostrando el pecho, retando a la banda. Como diciéndoles aquí está su padre, culeros. La multitud fuera de sí le respondía gritando y sacudiendo las manos con los puños crispados. Era la locura.


Y así es como quedó grabado dentro de mi cabeza aquel concierto. Con la imagen de Freddy Mercury con el rostro desencajado esquivando zapatos y botellas. Es como una fotografía que se imprime en mi cerebro cada vez que escucho alguna rolita de Queen. “¡Muchas gracias, Puebla! ¡México thank you for the shoes! ¡Adiós amigos mother fuckers! ¡Good bye, you bunch of tacos!” Más o menos esas fueron las palabras de Freddy Mercury cuando se despidió de México. Al parecer se fue un poquito encabronado. ¿Y la película pa cuándo?

Un sábado de octubre de 1981, una de las bandas de rock más famosas del mundo se presentó en Puebla. En algún momento, las cosas se salieron de control y el caos se apoderó del estadio Ignacio Zaragoza. Entre los miles de asistentes al concierto de Queen, había dos mocosos de catorce años, cuyos ojos, a modo de cámaras de cine, captaron lo ocurrido. Décadas más tarde uno de ellos comenzaría a escribir un guión cinematográfico a modo de memoria. Esta es la crónica de lo que vio y escuchó aquel día. Ese día que Freddie Mercury juró que jamás volvería a cantar en México.



En la lejanía el volcán Popocatépetl se recortaba contra el cielo enrojecido. Abajo, el Estadio Ignacio Zaragoza era un hervidero. La estampida humana, de la que yo era parte, se había apretujado ante la puerta principal del estadio. Puro banda maciza. Mucho punk, también darkis y hippies y gays con el pelo corto y el bigotito ralo, como si fueran copias piratas de Freddie Mercury. La mayoría traía su caguama. Otros más andaban moneando con su bolsita de Resistol 5000. El hornazo a mota impregnaba el aire.


We will Rock You comenzó a escucharse dentro del estadio. Todos lanzamos una exclamación. Yo había quedado atrapado entre un gordo de melena grasosa y un darki de gabardina negra. ¿Y el Genarito, mi primate? Quién sabe. La última vez que lo vi fue cuando nos bajamos del vochito que nos llevó a Puebla y nos echamos a correr para no mocharnos con lo de la gasolina. ¡Y cómo, si no traíamos ni un baro! ¡Por supuesto tampoco teníamos boletos para el concierto! ¡Buddy you are a boy make a big noise…!


¡Portazo…! ¡Portazo…!”, gritó de repente un flaco de piel morena con los pelos parados como erizo. Y así como gritó aquél, nos replegamos para luego abalanzamos en tropel sobre la enorme puerta de lámina, que de manera milagrosa soportó la embestida. Yo era de los que iba hasta adelante. “¡Portazo…! ¡Portazo…!”, exclamó otra vez el pelos parados con su caguama en la mano. La banda volvió a replegarse, y esta vez nos lanzamos como una marejada llevando por delante un enorme bote de metal a modo de ariete. El chigadazo sonó seco, metálico. La puerta se desplomó como si estuviese hecha de cartón. Fui de los primeros en colarse.


“We will, we will rock you”


Frente a mis ojos apareció la multitud. Había miles, estaban por toda la cancha. Más allá, en el extremo opuesto del estadio, las figuras pequeñitas de Freddy Mercury y Brian May relumbran sobre el escenario, iluminadas por los halos de luz azul. La noche había cubierto súbitamente el cielo. De repente nos movimos hacia el centro de la cancha. Éramos un río de gente desbordado. En un parpadeo, todos los que ya estaban ahí, se arrimaron a los costados de la cancha dejando que pasáramos en nuestra carrera frenética hacia el escenario. Genarito iba corriendo entre la bola. Pero no estaba solo, iba de la mano de dos morras. Una era flaca y chaparrita, la otra era igualmente chaparrita, pero bien chichona. Mi primate tenía debilidad por las chichonas.


Pinche Genarito. Quién sabe qué les decía, pero siempre se conseguía una nalguita. “El secreto está en hacerlas reír -aseguraba- les encanta que seas su bufón”. A mi primate no le importaba que estuvieran feitas o bien buenas. Ese wey agarraba parejo. No como yo, que era igual de calenturiento que él, sólo que más mustio. Nos fuimos con la bola. Quién sabe cómo, pero el destino nos colocó hasta mero enfrente, a sólo unos metros del escenario.


Another one bites the dust


Ahora sí. Freddy Mercuy se veía como Dios manda. Su voz surgida de las gigantescas bocinas se escuchaba como un estruendo que te retumbaba en los oídos, y luego se elevaba desde la cancha hasta el graderío en forma de eco. Y entonces sonaba el griterío de la gente. No me la acababa, estaba temblando. Sentía el palpitar enloquecido de mi corazón dentro del pecho. Tenía catorce años. Era mi primer concierto. Me preguntaba qué era lo que hacía que Freddy Mercury jalara tanta banda. Era su actitud. Su energía. Se había apoderado del escenario. Era como si nos mantuviera sumidos en un trance; nos hacía vibrar con su voz aguardentosa y sus ademanes afectados, pero violentos.


Genarito ya estaba muy abrazado de la chichona. Yo me le arrimé a la flaquita. Total. De pronto Freddy Mercury se agachó y de algún lado sacó un sombrero como de revolucionario. De un manotazo se puso el enorme sombrero en la cabeza y siguió cantando. Sonó un silbido, luego otro y otro… En un segundo toda la banda estaba chiflando. Luego de la rechifla comenzaron a llover zapatos en el escenario. ¡Sí, zapatos! Yo nunca había visto tantos pinches zapatos caer en la humanidad de alguien. Además de los cacles, no tardaron en caer pilas, botellas y bolsitas con Resistol 5000.


We are the champions


Detrás de nosotros dos chavos banda se agarraban a golpes y patadas. Las botellas volaban de un lado al otro. Volteé y alargué la mirada: el gentío se sacudía como si fuese una ola gigantesca y compacta, recorriendo con su estrepitoso vaivén toda la cancha. En el escenario, un Freddy Mercury engallado, levantaba los brazos extendidos mostrando el pecho, retando a la banda. Como diciéndoles aquí está su padre, culeros. La multitud fuera de sí le respondía gritando y sacudiendo las manos con los puños crispados. Era la locura.


Y así es como quedó grabado dentro de mi cabeza aquel concierto. Con la imagen de Freddy Mercury con el rostro desencajado esquivando zapatos y botellas. Es como una fotografía que se imprime en mi cerebro cada vez que escucho alguna rolita de Queen. “¡Muchas gracias, Puebla! ¡México thank you for the shoes! ¡Adiós amigos mother fuckers! ¡Good bye, you bunch of tacos!” Más o menos esas fueron las palabras de Freddy Mercury cuando se despidió de México. Al parecer se fue un poquito encabronado. ¿Y la película pa cuándo?