Todos los que hacen política anhelan llegar al poder; De eso también hablan las mujeres con su empoderamiento; al poder como medio para la realización de otros anhelos, ya sea por idealismo o por egoísmo; o al poder por el poder, para disfrutar de una sensación de coraje y valía, que se otorga por el poder.
El Estado, al igual que toda entidad política, es un enlace de dominio de individuos sobre individuos, sostenido mediante la legítima violencia; es decir considerada como tal. Para que se sostenga es necesario que los sujetos acaten la autoridad que pretenden tener quienes a la sazón la ejercen.
En los fundamentos de la legitimidad de un dominio, existen, en principio, tres tipos de justificación interna:
Primero, la legitimidad del perdurable ayer, la validez de un hábito cuyos comienzos se pierden en el tiempo, y la orientación del individuo por hábito, hacia su respeto. Corresponde a la legitimidad tradicional similar a la ejercida por patriarcas y príncipes pertenecientes al patrimonio de antiguo cuño.
Segundo, la facultad de la gracia personal y extraordinaria (carisma), la devoción estrictamente personal, así como la confianza, también personal, en la aptitud tanto para las revelaciones como para las condiciones heroicas y de otro tipo del caudillo, inherentes a un individuo. Tal preponderancia carismática es la que tenían los Profetas y también, en términos de política, han sido utilizados por los guerreros elegidos, los gobernantes por razones plebiscitarias, los demagogos sobresalientes o los jefes de los partidos políticos.
Tercero, una legitimidad respaldada por una base legal, que asume la validez de los preceptos legales, debido a su competencia objetiva basada en las normas establecidas de acuerdo con la razón, más bien en la orientación hacia el cumplimiento de las obligaciones establecidas de conformidad con la ley; un dominio inherente al moderno servidor del Estado y a los poseedores del poder en su totalidad, que lo ejercen a su semejanza.
No hay la menor duda de que, al final, la obediencia de los sujetos está condicionada a motivos imperiosos de temor al espíritu vengativo de los ricos o de los poderes mágicos y de la esperanza de un premio terrenal o en el más allá; al mismo tiempo, hay muchos y muy diversos intereses de por medio.
Ahora, cuando surge la cuestión de las razones de la legitimidad de la obediencia, siempre nos encontramos con el segundo tipo de justificación interna, la facultad de la gracia personal y extraordinaria, el carisma, el dominio meramente personal del caudillo que se resuelve en la subordinación total de los sujetos al carisma.
Ese es el concepto de vocación, en su significado más elevado.
De hecho, rendirse al carisma que emana del Profeta, del Caudillo en la guerra, del Líder en la contienda, o del gran demagogo en la Iglesia o el Parlamento, significa que tal figura está predestinada a ser una guía para los hombres, en quienes la obediencia no se debe, precisamente, a una costumbre o norma legal establecida, sino a la fe puesta en Él, quien, si no resulta un ser miserable, efímero y jactancioso, vive para su trabajo y su obra, y es su persona y sus cualidades intrínsecas las que atrae al grupo de discípulos, al séquito o al partido.
En todos los tiempos y lugares, se ha visto que el liderazgo emerge bajo uno de estos dos aspectos: el de mago o profeta; el del príncipe guerrero, líder de la banda o condotiero (cabecilla o caudillo).
Aquel que admira hasta el punto de que crucifica al que no comparte su admiración, debe ser incluido entre los verdugos de su partido, y no se le debe dar la mano ni aun siendo de su partido. F. Nietzsche.
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