/ viernes 19 de junio de 2020

Oposición y democracia

Robert A. Dahl fue uno de los teóricos que contribuyó de manera decisiva a la formulación de una concepción moderna de la democracia. En opinión de este reconocido politólogo norteamericano, la democracia es un sistema político abierto al debate público, que facilita la oposición, rivalidad y competencia entre el gobierno y sus antagonistas.

A partir de las aportaciones de Dahl, quedó claro que una característica fundamental de todo régimen democrático es la presencia de partidos de oposición que, en el marco del cumplimiento de la ley y de las reglas del juego, compiten por el poder y critican al gobierno, poniendo a consideración de los ciudadanos una oferta política alternativa.

La presencia de una oposición organizada e independiente, y el respeto a su libre actuación y competencia con el gobierno, es un elemento imprescindible del proceso democrático, ya que significa reconocer la pluralidad social y política, así como los derechos legítimos de las minorías.

Una regla de oro en la democracia es el respeto a los derechos de la mayoría. Esta regla nos dice que al partido que obtiene la mayoría de los votos, en una elección limpia y transparente, le corresponde presidir los parlamentos y encabezar los gobiernos.

Pero la democracia es contraria a la “tiranía de la mayoría”. Otro regla de oro en el procedimiento democrático es el respeto a los derechos de las minorías, el primero de los cuales es luchar por la vía legal y pacífica para convertirse en mayoría.

Hay distintos tipos de oposiciones, por su identidad y orientación ideológica, objetivos, nivel de competitividad, peso político y estrategias de lucha. Tenemos, por un lado, la oposición “desleal”, que es aquella que utiliza un discurso populista y radical contra las instituciones, es renuente a la negociación y acuerdo con otras fuerzas políticas y el gobierno, y puede incluso recurrir a métodos violentos.

A la oposición “desleal” solo le interesa alcanzar sus objetivos políticos, aunque ello implique socavar y poner en riesgo la estabilidad y sobrevivencia del propio régimen democrático. El modelo de este tipo de oposición lo encarnan los llamados partidos antisistema.

Existe también la oposición leal, que manifiesta un firme compromiso con el orden constitucional y legal, respeta las reglas del juego, mantiene disposición para construir consensos y asume la corresponsabilidad para preservar la estabilidad de la democracia.

En cualquier caso, no hay que perder de vista que la función principal de la oposición es vigilar y criticar al gobierno. Ninguna oposición puede renunciar a ese cometido, esencial e indispensable en todo régimen democrático.

El presidente de la república Andrés Manuel López Obrador conoce muy bien el papel de la oposición, ya que durante 30 años, como líder de partido y candidato, fue un opositor perseverante, que algunos calificaron de desleal al régimen democrático por impulsar acciones al margen de la ley, descalificar resultados electorales y su convocatoria de “mandar al diablo las instituciones”.

Desde la oposición, López Obrador cuestionó de manera constante y con extrema dureza a los gobiernos encabezados por el PRI y el PAN. Emplazó a Enrique Peña Neto a que renunciara al cargo de presidente de la república y forjó una alianza con otros partidos y actores políticos, no todos de izquierda ni honorables, que lo llevaron finalmente a ganar las elecciones.

A la luz de esa historia, no deja de extrañar la postura que hoy asume el ejecutivo federal cuando desde palacio nacional da a conocer hace días un documento de un supuesto Bloque Opositor Amplio (BOA), con un siniestro plan para derrotar a Morena en las elecciones intermedias de 2021 y revocarle el mandato en la consulta de 2022.

De entrada, hay una evidente falta de seriedad en esta denuncia. Se dice que el referido documento fue enviado a palacio nacional por el “pueblo”, de manera anónima. Y aún así, es inexplicable que el presidente de la república le dé plena credibilidad a un documento, del que nadie ha reclamado su autoría.

Es evidente que se trató de una acción distractora, para buscar desviar la atención de los ciudadanos sobre los estragos que está causando la pandemia del COVID-19 en la salud y economía. Esos son los temas que realmente preocupan a los mexicanos, y no si Morena perderá la mayoría en la cámara de diputados o le revocarán el mandato al presidente. Pero todo parece indicar que cada vez crece más la distancia entre la agenda de la sociedad y las prioridades del ejecutivo federal.

Ahora bien, habría que recordar que Andrés Manuel López Obrador ha vivido con la creencia de que siempre fue víctima de un complot de parte de fuerzas oscuras y retrogradas que se confabulaban para impedir su acceso al poder.

Ya como presidente de la república, López Obrador continúa viendo conjuras y conspiraciones en su contra. En toda crítica, advierte un ánimo golpista. Piensa que intereses perversos buscan unirse para derrocarlo e impedir el proyecto de la Cuarta Transformación.

Para el ejecutivo federal, esta es una lucha entre el bien y el mal; entre ángeles y demonios. De ahí su constante evocación histórica. El presidente se vislumbra cumpliendo una epopeya, como Benito Juárez, luchando contra los conservadores; se ve como Francisco I. Madero, víctima de la incomprensión y la crítica despiadada de la prensa.

El ideal del ejecutivo federal es un “pueblo” unido y sin divisiones, homogéneo, monolítico, con una sola voluntad, hermanado por los mismos valores, opiniones y sueños, conducido por su líder honesto y juicioso.

Pero la sociedad mexicana no puede encajonarse en ese modelo. Somos un país diverso y plural, donde no hay ningún delito en que los partidos de oposición construyan alianzas para participar juntos en un proceso electoral. Esa posibilidad, que hoy alarma al presidente de la república, es una práctica normal en toda democracia.

Como también es normal, que en un régimen democrático la oposición vigile y cuestione a las autoridades en turno, que no deben quejarse de la oposición si ésta lucha en el marco de la ley. Como lo ha dicho Gianfranco Pasquino: “Ningún gobierno debe pedir a la oposición que le deje gobernar, sino demostrar que sabe hacerlo”.

Robert A. Dahl fue uno de los teóricos que contribuyó de manera decisiva a la formulación de una concepción moderna de la democracia. En opinión de este reconocido politólogo norteamericano, la democracia es un sistema político abierto al debate público, que facilita la oposición, rivalidad y competencia entre el gobierno y sus antagonistas.

A partir de las aportaciones de Dahl, quedó claro que una característica fundamental de todo régimen democrático es la presencia de partidos de oposición que, en el marco del cumplimiento de la ley y de las reglas del juego, compiten por el poder y critican al gobierno, poniendo a consideración de los ciudadanos una oferta política alternativa.

La presencia de una oposición organizada e independiente, y el respeto a su libre actuación y competencia con el gobierno, es un elemento imprescindible del proceso democrático, ya que significa reconocer la pluralidad social y política, así como los derechos legítimos de las minorías.

Una regla de oro en la democracia es el respeto a los derechos de la mayoría. Esta regla nos dice que al partido que obtiene la mayoría de los votos, en una elección limpia y transparente, le corresponde presidir los parlamentos y encabezar los gobiernos.

Pero la democracia es contraria a la “tiranía de la mayoría”. Otro regla de oro en el procedimiento democrático es el respeto a los derechos de las minorías, el primero de los cuales es luchar por la vía legal y pacífica para convertirse en mayoría.

Hay distintos tipos de oposiciones, por su identidad y orientación ideológica, objetivos, nivel de competitividad, peso político y estrategias de lucha. Tenemos, por un lado, la oposición “desleal”, que es aquella que utiliza un discurso populista y radical contra las instituciones, es renuente a la negociación y acuerdo con otras fuerzas políticas y el gobierno, y puede incluso recurrir a métodos violentos.

A la oposición “desleal” solo le interesa alcanzar sus objetivos políticos, aunque ello implique socavar y poner en riesgo la estabilidad y sobrevivencia del propio régimen democrático. El modelo de este tipo de oposición lo encarnan los llamados partidos antisistema.

Existe también la oposición leal, que manifiesta un firme compromiso con el orden constitucional y legal, respeta las reglas del juego, mantiene disposición para construir consensos y asume la corresponsabilidad para preservar la estabilidad de la democracia.

En cualquier caso, no hay que perder de vista que la función principal de la oposición es vigilar y criticar al gobierno. Ninguna oposición puede renunciar a ese cometido, esencial e indispensable en todo régimen democrático.

El presidente de la república Andrés Manuel López Obrador conoce muy bien el papel de la oposición, ya que durante 30 años, como líder de partido y candidato, fue un opositor perseverante, que algunos calificaron de desleal al régimen democrático por impulsar acciones al margen de la ley, descalificar resultados electorales y su convocatoria de “mandar al diablo las instituciones”.

Desde la oposición, López Obrador cuestionó de manera constante y con extrema dureza a los gobiernos encabezados por el PRI y el PAN. Emplazó a Enrique Peña Neto a que renunciara al cargo de presidente de la república y forjó una alianza con otros partidos y actores políticos, no todos de izquierda ni honorables, que lo llevaron finalmente a ganar las elecciones.

A la luz de esa historia, no deja de extrañar la postura que hoy asume el ejecutivo federal cuando desde palacio nacional da a conocer hace días un documento de un supuesto Bloque Opositor Amplio (BOA), con un siniestro plan para derrotar a Morena en las elecciones intermedias de 2021 y revocarle el mandato en la consulta de 2022.

De entrada, hay una evidente falta de seriedad en esta denuncia. Se dice que el referido documento fue enviado a palacio nacional por el “pueblo”, de manera anónima. Y aún así, es inexplicable que el presidente de la república le dé plena credibilidad a un documento, del que nadie ha reclamado su autoría.

Es evidente que se trató de una acción distractora, para buscar desviar la atención de los ciudadanos sobre los estragos que está causando la pandemia del COVID-19 en la salud y economía. Esos son los temas que realmente preocupan a los mexicanos, y no si Morena perderá la mayoría en la cámara de diputados o le revocarán el mandato al presidente. Pero todo parece indicar que cada vez crece más la distancia entre la agenda de la sociedad y las prioridades del ejecutivo federal.

Ahora bien, habría que recordar que Andrés Manuel López Obrador ha vivido con la creencia de que siempre fue víctima de un complot de parte de fuerzas oscuras y retrogradas que se confabulaban para impedir su acceso al poder.

Ya como presidente de la república, López Obrador continúa viendo conjuras y conspiraciones en su contra. En toda crítica, advierte un ánimo golpista. Piensa que intereses perversos buscan unirse para derrocarlo e impedir el proyecto de la Cuarta Transformación.

Para el ejecutivo federal, esta es una lucha entre el bien y el mal; entre ángeles y demonios. De ahí su constante evocación histórica. El presidente se vislumbra cumpliendo una epopeya, como Benito Juárez, luchando contra los conservadores; se ve como Francisco I. Madero, víctima de la incomprensión y la crítica despiadada de la prensa.

El ideal del ejecutivo federal es un “pueblo” unido y sin divisiones, homogéneo, monolítico, con una sola voluntad, hermanado por los mismos valores, opiniones y sueños, conducido por su líder honesto y juicioso.

Pero la sociedad mexicana no puede encajonarse en ese modelo. Somos un país diverso y plural, donde no hay ningún delito en que los partidos de oposición construyan alianzas para participar juntos en un proceso electoral. Esa posibilidad, que hoy alarma al presidente de la república, es una práctica normal en toda democracia.

Como también es normal, que en un régimen democrático la oposición vigile y cuestione a las autoridades en turno, que no deben quejarse de la oposición si ésta lucha en el marco de la ley. Como lo ha dicho Gianfranco Pasquino: “Ningún gobierno debe pedir a la oposición que le deje gobernar, sino demostrar que sabe hacerlo”.