/ viernes 8 de octubre de 2021

Memorias de cómo distribuir tu propia película sin un centavo (Segunda parte)

Finalmente “Cinépolis” tomó la decisión de proyectar mi película. De lo generado en taquilla, el exhibidor se quedaría con sesenta por ciento, mientras que el resto (cuarenta por ciento, menos los respectivos impuestos) sería para el productor. Sólo había un pequeño problema: nada más teníamos 2 mil pesos para la publicidad

Son cuarto para las seis de la tarde y hemos vendido menos de sesenta boletos. Y digo “hemos” porque desde la función de las once de la mañana, he estado cerca de la taquilla de “Cinépolis Diana” jalando gente para que entren a ver la película. A la función de las once sólo asistieron tres espectadores. A la de la una treinta, doce. Y a la de las tres, más de treinta. No está tan mal para ser un miércoles lluvioso.

La publicidad y la promoción han quedado a cargo del productor; “Cinépolis” sólo cedió dos carteleras (una ubicada cerca de la taquilla y otra en el vestíbulo del cine) para colocar mi póster junto a los pósters de los demás estrenos, entre los que se encontraba “Harry Potter” y otras tantas, cuyos presupuestos de publicidad suelen ser de millones de dólares. Ahí sí que había un problema, porque el presupuesto publicitario de mi película no sobrepasaba los 2 mil pesos. Apenas alcanzó para imprimir un par de pósters y quinientas tarjetitas promocionales tamaño postal.

Me coloco muy discreto cerca del área donde se encuentran los pósters de los estrenos. En el momento que algún “pichón” se acerca para observar el póster de mi película, lo abordo. Primero lo saludo con una sonrisa franca. Como si nos conociéramos de mucho tiempo atrás. A continuación le entrego la tarjeta promocional. Una vez que está entretenido observando la tarjeta, le recito ‑en menos de quince segundos‑ una breve semblanza de la historia. Entonces le aclaro que soy el guionista, el productor y el director. En ese punto le sugiero que deje a “Harry Potter” para la semana entrante, y que por esta vez apoye a “nuestro cine”. Para cerrar la venta con broche de oro le hago la promesa de que si mi película no le gusta, yo personalmente le devolveré el dinero de su boleto.

Si posees la desfachatez, la paciencia y la labia que se necesitan, de diez intentos que hagas, es muy probable que en tres logres que la gente compre un boleto para ver tu película. Claro, implica talonearle macizo.

Y es que si una película, sin importar que sea mexicana, gringa o vietnamita, no vende el número de boletos necesario para cubrir los gastos fijos de la sala donde es exhibida ‑desde la limpieza de los baños, hasta los sueldos de los empleados, pasando por la luz y el agua, además de una renta‑ entonces sencillamente “no funciona”, y tiene que ser remplazada por otra película que “sí funcione”. Así es de simple. Y así es de dramático, si se piensa en el tremendo esfuerzo que significa hacer un largometraje. Claro está que hay cintas que reciben un trato preferencial por parte del exhibidor, pero por mucho que el exhibidor las mantenga en sus salas, si no meten espectadores, su destino fatal será abandonar la cartelera.

Se va, se va, se fue…

La función está por dar inicio, para ese momento ya han entrado ochenta y dos personas a la sala, la cual tiene una capacidad para ciento diez espectadores. Eso sí que es alentador. Todo va de maravilla, hasta que el gerente del cine se acerca y me dice con fingido pesar que la “dirección de programación” ha decidido sacar mi película, por lo que mañana ‑jueves‑ será su último día de exhibición. ¡Pero cómo, si ya estamos en la segunda semana! Aguantamos el embate del primer fin de semana y ahí vamos, ha salido dinero suficiente para pagar los gastos de la sala. ¿Cuál es el problema? “Tu película ha funcionado bien ‑continúa el gerente‑ pero necesitamos la sala. Hay varios estrenos grandotes que vienen de Warner y Fox… Y necesitamos tener una sala extra para meter más gente”. O sea, gracias por participar. Si no es “Harry Potter” será cualquier otra película gringa, pero por absurdo que suene, el cine mexicano siempre tiene que competir ‑en su propio país‑ con el cine de Hollywood en condiciones de absoluta desigualdad.


El público sabio y bueno

Y entonces, a sabiendas de que las horas de mi película están contadas, hago algo que siempre quise hacer. Espero a que termine la proyección, y al momento que las luces de la sala se encienden, me apersono frente a la enorme pantalla y me presento ante el público como el director de la cinta. Me les quedo viendo y les pregunto qué les ha parecido lo que acaban de ver. Todos permanecen en sus lugares mirándome en silencio como si fuera un bicho raro (que ciertamente lo soy).

‑A mí me gustó, está bien dramática ‑exclama de pronto desde la segunda fila un “chavo emo” con el rostro maquillado.

‑El personaje del chavito está interesante, pero la historia está más o menos ‑dice una señora mofletuda de la séptima fila que guarda un gran parecido con “Paquita la del Barrio”.

‑¿Recomendarían la película? ‑les pregunto, temeroso de escuchar un “no” o un “tal vez” por respuesta.

Algunos permanecen callados, aunque la mayoría responde que sí. Menos mal.

‑¿Hasta cuándo va a estar tu película en cartelera? ‑me cuestiona un hombre de rostro duro y traje color gris Oxford.

‑Mañana es su último día ‑le contesto resignado.

‑Ay, si no está tan mala ‑dice el señor del traje gris Oxford‑, por lo menos está más entretenida que varias que he visto últimamente.

De pronto el manto de la noche ha cubierto la gran ciudad. Avenida Reforma es un río de gente y choches con sus luces encendidas. Me pierdo entre el gentío buscando llegar al “Metro Sevilla” antes de que caiga la lluvia. Quizá debería ir cabizbajo o apesadumbrado por lo que ha sucedido con mi película, pero no, voy sereno, voy sonriente. Con el cine, cada día tengo más claro que la felicidad no está en hacer siempre lo que queremos, sino en querer siempre lo que hacemos.

Finalmente “Cinépolis” tomó la decisión de proyectar mi película. De lo generado en taquilla, el exhibidor se quedaría con sesenta por ciento, mientras que el resto (cuarenta por ciento, menos los respectivos impuestos) sería para el productor. Sólo había un pequeño problema: nada más teníamos 2 mil pesos para la publicidad

Son cuarto para las seis de la tarde y hemos vendido menos de sesenta boletos. Y digo “hemos” porque desde la función de las once de la mañana, he estado cerca de la taquilla de “Cinépolis Diana” jalando gente para que entren a ver la película. A la función de las once sólo asistieron tres espectadores. A la de la una treinta, doce. Y a la de las tres, más de treinta. No está tan mal para ser un miércoles lluvioso.

La publicidad y la promoción han quedado a cargo del productor; “Cinépolis” sólo cedió dos carteleras (una ubicada cerca de la taquilla y otra en el vestíbulo del cine) para colocar mi póster junto a los pósters de los demás estrenos, entre los que se encontraba “Harry Potter” y otras tantas, cuyos presupuestos de publicidad suelen ser de millones de dólares. Ahí sí que había un problema, porque el presupuesto publicitario de mi película no sobrepasaba los 2 mil pesos. Apenas alcanzó para imprimir un par de pósters y quinientas tarjetitas promocionales tamaño postal.

Me coloco muy discreto cerca del área donde se encuentran los pósters de los estrenos. En el momento que algún “pichón” se acerca para observar el póster de mi película, lo abordo. Primero lo saludo con una sonrisa franca. Como si nos conociéramos de mucho tiempo atrás. A continuación le entrego la tarjeta promocional. Una vez que está entretenido observando la tarjeta, le recito ‑en menos de quince segundos‑ una breve semblanza de la historia. Entonces le aclaro que soy el guionista, el productor y el director. En ese punto le sugiero que deje a “Harry Potter” para la semana entrante, y que por esta vez apoye a “nuestro cine”. Para cerrar la venta con broche de oro le hago la promesa de que si mi película no le gusta, yo personalmente le devolveré el dinero de su boleto.

Si posees la desfachatez, la paciencia y la labia que se necesitan, de diez intentos que hagas, es muy probable que en tres logres que la gente compre un boleto para ver tu película. Claro, implica talonearle macizo.

Y es que si una película, sin importar que sea mexicana, gringa o vietnamita, no vende el número de boletos necesario para cubrir los gastos fijos de la sala donde es exhibida ‑desde la limpieza de los baños, hasta los sueldos de los empleados, pasando por la luz y el agua, además de una renta‑ entonces sencillamente “no funciona”, y tiene que ser remplazada por otra película que “sí funcione”. Así es de simple. Y así es de dramático, si se piensa en el tremendo esfuerzo que significa hacer un largometraje. Claro está que hay cintas que reciben un trato preferencial por parte del exhibidor, pero por mucho que el exhibidor las mantenga en sus salas, si no meten espectadores, su destino fatal será abandonar la cartelera.

Se va, se va, se fue…

La función está por dar inicio, para ese momento ya han entrado ochenta y dos personas a la sala, la cual tiene una capacidad para ciento diez espectadores. Eso sí que es alentador. Todo va de maravilla, hasta que el gerente del cine se acerca y me dice con fingido pesar que la “dirección de programación” ha decidido sacar mi película, por lo que mañana ‑jueves‑ será su último día de exhibición. ¡Pero cómo, si ya estamos en la segunda semana! Aguantamos el embate del primer fin de semana y ahí vamos, ha salido dinero suficiente para pagar los gastos de la sala. ¿Cuál es el problema? “Tu película ha funcionado bien ‑continúa el gerente‑ pero necesitamos la sala. Hay varios estrenos grandotes que vienen de Warner y Fox… Y necesitamos tener una sala extra para meter más gente”. O sea, gracias por participar. Si no es “Harry Potter” será cualquier otra película gringa, pero por absurdo que suene, el cine mexicano siempre tiene que competir ‑en su propio país‑ con el cine de Hollywood en condiciones de absoluta desigualdad.


El público sabio y bueno

Y entonces, a sabiendas de que las horas de mi película están contadas, hago algo que siempre quise hacer. Espero a que termine la proyección, y al momento que las luces de la sala se encienden, me apersono frente a la enorme pantalla y me presento ante el público como el director de la cinta. Me les quedo viendo y les pregunto qué les ha parecido lo que acaban de ver. Todos permanecen en sus lugares mirándome en silencio como si fuera un bicho raro (que ciertamente lo soy).

‑A mí me gustó, está bien dramática ‑exclama de pronto desde la segunda fila un “chavo emo” con el rostro maquillado.

‑El personaje del chavito está interesante, pero la historia está más o menos ‑dice una señora mofletuda de la séptima fila que guarda un gran parecido con “Paquita la del Barrio”.

‑¿Recomendarían la película? ‑les pregunto, temeroso de escuchar un “no” o un “tal vez” por respuesta.

Algunos permanecen callados, aunque la mayoría responde que sí. Menos mal.

‑¿Hasta cuándo va a estar tu película en cartelera? ‑me cuestiona un hombre de rostro duro y traje color gris Oxford.

‑Mañana es su último día ‑le contesto resignado.

‑Ay, si no está tan mala ‑dice el señor del traje gris Oxford‑, por lo menos está más entretenida que varias que he visto últimamente.

De pronto el manto de la noche ha cubierto la gran ciudad. Avenida Reforma es un río de gente y choches con sus luces encendidas. Me pierdo entre el gentío buscando llegar al “Metro Sevilla” antes de que caiga la lluvia. Quizá debería ir cabizbajo o apesadumbrado por lo que ha sucedido con mi película, pero no, voy sereno, voy sonriente. Con el cine, cada día tengo más claro que la felicidad no está en hacer siempre lo que queremos, sino en querer siempre lo que hacemos.