/ jueves 27 de enero de 2022

Los prejuicios destruyen

El eminente jurista y filósofo del derecho, el maestro de Turín Norberto Bobbio*, decía que debe distinguirse el prejuicio del error, por dos razones sumamente importantes: porque el prejuicio es un error más tenaz y porque socialmente es más peligroso, ya que no es corregible o es menos fácilmente corregible, toda vez que es una opinión errónea tenida firmemente por verdadera, en el entendido que no toda opinión errónea puede ser considerada un prejuicio.

El error puede ser corregido con mayor conocimiento, a través de argumentos que apelan a nuestra facultad de razonar y de aprender mediante la experiencia. El prejuicio, al provenir también de la ignorancia, no es factible que se enmiende fácilmente porque toda su construcción se basa en elementos no racionales de quien no desea ni necesita de ningún proceso de verificación o puesta en duda de sus creencias. Lo que sigue es un acercamiento a las ideas de Bobbio sobre la naturaleza del prejuicio colectivo (no el individual, que es más o menos fácil de explicar) y su peligrosidad y la manera en que estas se pueden aplicar, a mi juicio, a las situaciones que vivimos en el país.

Un prejuicio es una opinión o conjunto de opiniones, o también una doctrina que es aceptada acrítica y pasivamente por la tradición, por la costumbre o por una autoridad cuyo juicio aceptamos sin discutirlo. Opinión que se acepta sin verificar, por inercia, por respeto o temor, que resiste toda refutación racional. Por eso se dice que el prejuicio pertenece a la esfera de lo no racional, al conjunto de aquellas creencias que no nacen del razonamiento y se sustraen a cualquier refutación fundada sobre un razonamiento.

Si el prejuicio tiene tanta fuerza como para resistir más que cualquier otro error a la refutación racional, es que su fuerza depende generalmente del hecho de que creer como verdadera una opinión falsa corresponde a nuestros deseos, estimula nuestras pasiones, sirve a nuestros intereses. Es una razón práctica.

Bobbio denomina prejuicios colectivos a los compartidos por todo un grupo social y que conciernen a otro grupo social. La peligrosidad de los prejuicios colectivos depende del hecho de que muchos conflictos entre grupos, que incluso pueden degenerar en violencia, derivan del modo distorsionado en el que un grupo social juzga al otro, generando incomprensión, rivalidad, enemistad, desprecio o mofa. Generalmente este juicio distorsionado es recíproco, y tanto de una parte como de la otra es tanto más fuerte cuanto más intensa es la identificación por parte de los miembros individuales con el propio grupo. La identificación con el propio grupo hace sentir al otro como distinto, o, aún más, como hostil.

Los prejuicios de grupo son innumerables, pero los dos históricamente más relevantes son el prejuicio nacional y el prejuicio de clase. No por nada los grandes conflictos que han caracterizado toda la historia de la humanidad, son aquellos derivados de las guerras entre naciones o pueblos (o también etnias), y de la lucha de clases.

No implica discriminación que las personas somos diferentes y desiguales, porque es un juicio de hecho, que puede estar fundado en datos objetivos. Cuando la discriminación ocurre es en el momento en que entramos a los juicios de valor: que de dos grupos distintos, uno sea considerado bueno y el otro malo; uno superior en dotes morales o intelectuales y el otro inferior. Un juicio semejante introduce un criterio de distinción no ya fáctico, sino valorativo, que, como todos los juicios de valor, es relativo, histórica o incluso subjetivamente condicionado.

La consecuencia principal del prejuicio de grupo es la discriminación. Por discriminación se entiende una diferenciación injusta o ilegítima, que va contra el principio fundamental de la justicia, según el cual deben ser tratados de modo igual aquellos que son iguales, en base a criterios comúnmente asumidos en países civilizados, que se recogen, por ejemplo, en los artículos y de nuestra Constitución, que dicen que todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en la misma y en los tratados internacionales, así como que la mujer y el hombre son iguales ante la ley.

Se destacan por Bobbio dos tipos de discriminaciones: aquellas con respecto a las opiniones políticas y aquellas relativas a las condiciones personales y sociales. Ambos prejuicios tienen sus consecuencias, una de ellas es la discriminación jurídica, en la que resulta que muchas veces, en la aplicación que hace el Estado del derecho, no todos somos iguales ante la ley y algunos son excluidos del goce de ciertos derechos (pienso primero en el derecho a la salud de los enfermos de cáncer, que muchos han muerto y que los que aún sobreviven no tienen medicamentos debido al desabasto y escasez provocadas por la ineptitud y negligencia del gobierno; o el derecho a la salud escamoteado a todos aquellos que han fallecido por el desastroso manejo de la pandemia, o los afectados por las secuelas del COVID-19 en su salud, trabajo o negocio; ni qué decir de la negligencia de negar vacunas a los menores).

La discriminación con respecto a las opiniones políticas tendría que ser menos relevante en un Estado democrático que es pluralista por su naturaleza y vive también de este pluralismo, sin embargo, en México vemos que desde la presidencia de la república se promueven valores contrarios como la polarización, la estigmatización de grandes grupos sociales (la derecha, los neoliberales, los conservadores, los neoporfiristas, la “mafia del poder”, lo que llevó al gran Gabriel Zaid a calificar al presidente como “el artista del insulto, del desprecio, de la descalificación”). Otra fase del proceso de discriminación –siguiendo a Bobbio- es la persecución política, aquella en la que se usan todos los medios disponibles para aplastar a una minoría de “desiguales” (con excepción de las clientelas electorales, el no-pueblo, como lo entendemos ahora en México). Sobran ejemplos de persecución política proveniente desde el gobierno, como son los casos de la renuncia del ministro Eduardo Medina Mora; Rosario Robles; Ricardo Anaya; el acoso al INE; a los órganos reguladores; a los organismos constitucionalmente autónomos; el secretario de la Jucopo del Senado José Manuel del Río; los 31 científicos del Conacyt; el asalto autoritario al Cide; el ataque a la UNAM; a la Universidad de Guadalajara y un largo etcétera.

Sinceramente, no creo que los prejuicios puedan eliminarse por completo, ya que la historia de la humanidad nos ha enseñado que donde algunos de los más nefastos se han superado, surgen otros con una celeridad pasmosa. Sin embargo, como los prejuicios nacen en la mente de las personas, es ahí donde deben combatirse, con la educación y el desarrollo de conocimientos, evidenciando la nocividad de toda forma de sectarismo. Para desprenderse de los prejuicios, sugiere Bobbio, las personas tenemos la necesidad en primer lugar de vivir en una sociedad libre, en una democracia en la que las opiniones son libres y por tanto están obligadas a encontrarse y encontrándose a depurarse, no a eliminarse ni destruirse. Los valores contrarios, esto es, el autoritarismo, la antidemocracia y la polarización, sirven solo al populismo que tiene en vilo al país por el gusto de la destrucción.

*Elogio de la templanza y otros escritos morales, Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1997, 245 pp.

El eminente jurista y filósofo del derecho, el maestro de Turín Norberto Bobbio*, decía que debe distinguirse el prejuicio del error, por dos razones sumamente importantes: porque el prejuicio es un error más tenaz y porque socialmente es más peligroso, ya que no es corregible o es menos fácilmente corregible, toda vez que es una opinión errónea tenida firmemente por verdadera, en el entendido que no toda opinión errónea puede ser considerada un prejuicio.

El error puede ser corregido con mayor conocimiento, a través de argumentos que apelan a nuestra facultad de razonar y de aprender mediante la experiencia. El prejuicio, al provenir también de la ignorancia, no es factible que se enmiende fácilmente porque toda su construcción se basa en elementos no racionales de quien no desea ni necesita de ningún proceso de verificación o puesta en duda de sus creencias. Lo que sigue es un acercamiento a las ideas de Bobbio sobre la naturaleza del prejuicio colectivo (no el individual, que es más o menos fácil de explicar) y su peligrosidad y la manera en que estas se pueden aplicar, a mi juicio, a las situaciones que vivimos en el país.

Un prejuicio es una opinión o conjunto de opiniones, o también una doctrina que es aceptada acrítica y pasivamente por la tradición, por la costumbre o por una autoridad cuyo juicio aceptamos sin discutirlo. Opinión que se acepta sin verificar, por inercia, por respeto o temor, que resiste toda refutación racional. Por eso se dice que el prejuicio pertenece a la esfera de lo no racional, al conjunto de aquellas creencias que no nacen del razonamiento y se sustraen a cualquier refutación fundada sobre un razonamiento.

Si el prejuicio tiene tanta fuerza como para resistir más que cualquier otro error a la refutación racional, es que su fuerza depende generalmente del hecho de que creer como verdadera una opinión falsa corresponde a nuestros deseos, estimula nuestras pasiones, sirve a nuestros intereses. Es una razón práctica.

Bobbio denomina prejuicios colectivos a los compartidos por todo un grupo social y que conciernen a otro grupo social. La peligrosidad de los prejuicios colectivos depende del hecho de que muchos conflictos entre grupos, que incluso pueden degenerar en violencia, derivan del modo distorsionado en el que un grupo social juzga al otro, generando incomprensión, rivalidad, enemistad, desprecio o mofa. Generalmente este juicio distorsionado es recíproco, y tanto de una parte como de la otra es tanto más fuerte cuanto más intensa es la identificación por parte de los miembros individuales con el propio grupo. La identificación con el propio grupo hace sentir al otro como distinto, o, aún más, como hostil.

Los prejuicios de grupo son innumerables, pero los dos históricamente más relevantes son el prejuicio nacional y el prejuicio de clase. No por nada los grandes conflictos que han caracterizado toda la historia de la humanidad, son aquellos derivados de las guerras entre naciones o pueblos (o también etnias), y de la lucha de clases.

No implica discriminación que las personas somos diferentes y desiguales, porque es un juicio de hecho, que puede estar fundado en datos objetivos. Cuando la discriminación ocurre es en el momento en que entramos a los juicios de valor: que de dos grupos distintos, uno sea considerado bueno y el otro malo; uno superior en dotes morales o intelectuales y el otro inferior. Un juicio semejante introduce un criterio de distinción no ya fáctico, sino valorativo, que, como todos los juicios de valor, es relativo, histórica o incluso subjetivamente condicionado.

La consecuencia principal del prejuicio de grupo es la discriminación. Por discriminación se entiende una diferenciación injusta o ilegítima, que va contra el principio fundamental de la justicia, según el cual deben ser tratados de modo igual aquellos que son iguales, en base a criterios comúnmente asumidos en países civilizados, que se recogen, por ejemplo, en los artículos y de nuestra Constitución, que dicen que todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en la misma y en los tratados internacionales, así como que la mujer y el hombre son iguales ante la ley.

Se destacan por Bobbio dos tipos de discriminaciones: aquellas con respecto a las opiniones políticas y aquellas relativas a las condiciones personales y sociales. Ambos prejuicios tienen sus consecuencias, una de ellas es la discriminación jurídica, en la que resulta que muchas veces, en la aplicación que hace el Estado del derecho, no todos somos iguales ante la ley y algunos son excluidos del goce de ciertos derechos (pienso primero en el derecho a la salud de los enfermos de cáncer, que muchos han muerto y que los que aún sobreviven no tienen medicamentos debido al desabasto y escasez provocadas por la ineptitud y negligencia del gobierno; o el derecho a la salud escamoteado a todos aquellos que han fallecido por el desastroso manejo de la pandemia, o los afectados por las secuelas del COVID-19 en su salud, trabajo o negocio; ni qué decir de la negligencia de negar vacunas a los menores).

La discriminación con respecto a las opiniones políticas tendría que ser menos relevante en un Estado democrático que es pluralista por su naturaleza y vive también de este pluralismo, sin embargo, en México vemos que desde la presidencia de la república se promueven valores contrarios como la polarización, la estigmatización de grandes grupos sociales (la derecha, los neoliberales, los conservadores, los neoporfiristas, la “mafia del poder”, lo que llevó al gran Gabriel Zaid a calificar al presidente como “el artista del insulto, del desprecio, de la descalificación”). Otra fase del proceso de discriminación –siguiendo a Bobbio- es la persecución política, aquella en la que se usan todos los medios disponibles para aplastar a una minoría de “desiguales” (con excepción de las clientelas electorales, el no-pueblo, como lo entendemos ahora en México). Sobran ejemplos de persecución política proveniente desde el gobierno, como son los casos de la renuncia del ministro Eduardo Medina Mora; Rosario Robles; Ricardo Anaya; el acoso al INE; a los órganos reguladores; a los organismos constitucionalmente autónomos; el secretario de la Jucopo del Senado José Manuel del Río; los 31 científicos del Conacyt; el asalto autoritario al Cide; el ataque a la UNAM; a la Universidad de Guadalajara y un largo etcétera.

Sinceramente, no creo que los prejuicios puedan eliminarse por completo, ya que la historia de la humanidad nos ha enseñado que donde algunos de los más nefastos se han superado, surgen otros con una celeridad pasmosa. Sin embargo, como los prejuicios nacen en la mente de las personas, es ahí donde deben combatirse, con la educación y el desarrollo de conocimientos, evidenciando la nocividad de toda forma de sectarismo. Para desprenderse de los prejuicios, sugiere Bobbio, las personas tenemos la necesidad en primer lugar de vivir en una sociedad libre, en una democracia en la que las opiniones son libres y por tanto están obligadas a encontrarse y encontrándose a depurarse, no a eliminarse ni destruirse. Los valores contrarios, esto es, el autoritarismo, la antidemocracia y la polarización, sirven solo al populismo que tiene en vilo al país por el gusto de la destrucción.

*Elogio de la templanza y otros escritos morales, Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1997, 245 pp.