/ sábado 30 de noviembre de 2019

Leer en tiempos violentos

“En cada rincón de este mundo moderno, todavía hay hombres que creen ser “mejores” que las mujeres y lo afirman hinchando el tórax como gorilas: hombres que maltratan a las mujeres. Hombres que golpean a las mujeres. Hombres que explotan a las mujeres. Hombres que utilizan a las mujeres. Hombres que menosprecian a las mujeres. Hombres que tratan a las mujeres como baratos trozos de carne.”

Joumana Haddad


Siempre debería de ser 25 de noviembre, porque todos los días nos matan.

Desafortunadamente para los seres humanos que somos mujeres en este país, en Sinaloa, en mi ciudad, el verdadero reto inicia: el día en que nacemos. Pasamos la niñez vistiendo colores, diseños predeterminados por la cultura de masas y la sociedad de consumo. Adiestrándote, aprendiendo ciertos estereotipos. La adolescencia, la etapa adulta; es un resumen impositivo de aquello según “debemos ser”, esa “supuesta” prolongación del ser mujer desde la óptica de una cultura machista: dulce, buena, hogareña, abnegada, dócil, sumisa y madre. No se le ocurra a uno decir que no quiere ser madre porque todo el sistema familiar se te avienta encima. Todo el perfil femenino, conforme a una serie de cualidades y ciertos “estándares” que se arraigan desde que eres un bebé. Así que las mujeres pasamos sobreviviendo frente a una sociedad que a pesar de sus avances tecnológicos; sigue tratándonos como propiedad, objetos de placer y uso. La mayoría de estas acciones terminan en: abusos. Es un cáncer incurable, detrás de estos abusos están historias criminales, en la nota roja de un periódico, en la morgue o en vivencias traumáticas enclaustradas eternamente en la memoria y en el cuerpo de una mujer.

Mi padre al igual que muchos hombres en México se formó bajo una idea del patriarca, del macho. Mi preocupación en la niñez y en la adolescencia radicaba en estos aspectos, que están enraizados como una hiedra venenosa en el sistema cultural. Ni siquiera eran mal vistos, sino más bien aceptados en los pueblitos donde viví y en el puerto. Los temores radicaban en el trato que mi padre daba a mi madre, a nosotros sus hijos, en especial a Carmen y Yo por ser mujeres las libertades no eran las mismas de desarrollo como para mi hermano mediano. Nunca nos golpeó físicamente, me gustaría aclarar. Nos agredió de esa “sutil” manera en la no te das cuenta que te están consumiendo el alma. Eran palabras, frases, actitudes y acciones que le costarían el divorcio con mi madre.

Jamás olvidaré cuando tenía once años y un “amigo” de mi padre arribaría a la casa a un horario donde sabía que estaría sola en casa. Empezó a decir cosas que no entendía o no quería escucharlas, refiriéndose a mi cuerpo. Ese día pude defenderme. Lo aventé. Nunca lo acusé con mi padre, porque tuve miedo de ser enjuiciada, pensé que mi padre me culparía a mí de tal acción y no a su amigo. Sentí rabia, porque había tocado mis senos, quería golpearlo, me sentía violentada. En una charla en el baño de mujeres en la secundaria, descubriría que lamentablemente a casi la mayoría de mis amigas les había sucedido una situación parecida con hombres cercanos a sus familias, de algo sí estábamos de acuerdo las chicas: nos molestaba y nos causaba indignación esos adultos manos largas. A mis once años me había encontrado con el lobo de “caperucita”, el lobo de Charles Perrault.

“Puta, estúpida, perra, pendeja, loba, mal nacida, hija de tu chingada madre”. En fin, creo que son algunos adjetivos calificativos que algunas ocasiones algunas de mis exparejas en alguna discusión expresaron por algún desacuerdo, por hacer uso de mis libertades individuales, por determinar mi autonomía, por tener ideas, porque se me ocurrió pensar o por protestar por un mal trato. No negaré que algunas las abandoné rápidamente, las señales acompañadas de jalones, de controles obsesivos y celos enfermizos eran muy evidentes. Increíble pero sucede, siempre hay una relación “amorosa” en la vida de toda mujer catalogada como tóxica o tormentosa. Indudablemente, pensando que era el “amor verdadero” tuve un par de ellas; no sé por qué demonios disculpé tantas veces las agresiones verbales, pensando la estúpida historia de telenovela barata en: “me valorará algún día y cambiará” quiénes en su momento expresaron amarte tanto. Obviamente, nunca cambiaron sus modos de tratos, así que pude zafarme, algunos de manera más rápida y otros un poco más lento. Recordé siempre al final de alguna ruptura amorosa del cómo había terminado los días de mi tía Lucina.

La primer ocasión que conocí la noticia de un feminicidio fue en mi familia. Tendría algunos cinco años fue un suceso que me marcó, se me grabó, un hecho que nunca olvidaré. Ella era la tía que me cuidó con amor, me cantó, jugó conmigo mientras mi madre estudiaba y trabajaba. Lucina, fue muy cercana a mis primeros años de vida. A mi tía la asesinó su pareja hace casi 40 años. El día que Lucina planeó dejarlo para irse con su hermana mayor a Puebla. Esa fecha que se supone sería de su liberación, estaba preparando su equipaje. Recibió la llamada telefónica en casa, su hermana mayor comentaba que estaba lista, la esperaría en la central. Lucina, nunca imaginó que su novio llegaría a esa hora a casa y menos que descolgaría el teléfono (había dos en casa) y que su abusador escucharía la llamada que hablaba del plan de dejarlo. Él, subió las escaleras arrebató el auricular del teléfono golpeándola con tanta rabia, repetidas veces que terminó haciéndole un pozo en la cabeza hasta matarla. No conforme con quitarle la vida, la arrojó desnuda por el balcón. No puedo ni imaginar el desgarramiento de alma que habrán sentido mis tíos, sus hermanos al enterarse y encontrar a Lucina en las condiciones de violencia en las que murió. Todavía se me derraman un par de lágrimas, porque recuerdo el dolor que me causó a mis cinco años la terrible noticia de su muerte. En casi cuatro décadas NO se atrapó al asesino. Nunca existió justicia. Cuando leo una nota relacionada con algún asesinato de alguna mujer, sólo puedo pensar en Lucina, en que existen muchas.

Asesinar mujeres es un hecho cotidiano desde que tengo uso de razón. Gobiernos han pasado de diversas banderas y NO se la ha dado la debida seriedad e importancia, la justicia simplemente NO llega. Cada día se acumulan más huérfanos, más víctimas de la violencia de género, así que NO me importa que en las marchas, que en sus manifestaciones hagan pintas en monumentos. Me identifico con su coraje, con su odio, con sus voces porque al igual que muchas mujeres fui violentada sexualmente hace seis años. Entendí de la peor manera que era vulnerable. Cuando trasgreden tu cuerpo, es una marca permanente, abierta, dolorosa, algo con lo deberás vivir para el resto de tu vida, una cicatriz que nunca se repara.

Podría escribir una infinidad de consignas que aluden a erradicar la violencia contra las mujeres y enunciar muchos ejemplos cercanos con aquellas que convivo en el día a día, podría yo ser la protagonista de alguna historia triste. Me escudaría y arroparía en la historia de cualquiera y manifestaría mi total acuerdo, abanderaría una lucha: pintaría de rojo o lila algún monumento. Es urgente abrir los espacios, otorgarles la voz a ellas, de escucharlas, que las autoridades judiciales nos tomen con la seriedad debida, de ser empática entre nosotras, de recordar a quienes han muerto de forma violenta, aquellas que han sufrido demasiado, a las mujeres que tuvieron que olvidar sus heridas para levantarse. Hoy debemos de ser mexicanas al grito de: “Basta”, porque nuestras muertas, las mujeres abusadas verbal, física y sexualmente pedimos: “Justicia”. Mantenerse en pie de lucha, con una lata de acrílico, tomar la calle, marcar la ciudad entera para que no olviden lo doloroso y peligroso que es en este país ser mujer.

“En cada rincón de este mundo moderno, todavía hay hombres que creen ser “mejores” que las mujeres y lo afirman hinchando el tórax como gorilas: hombres que maltratan a las mujeres. Hombres que golpean a las mujeres. Hombres que explotan a las mujeres. Hombres que utilizan a las mujeres. Hombres que menosprecian a las mujeres. Hombres que tratan a las mujeres como baratos trozos de carne.”

Joumana Haddad


Siempre debería de ser 25 de noviembre, porque todos los días nos matan.

Desafortunadamente para los seres humanos que somos mujeres en este país, en Sinaloa, en mi ciudad, el verdadero reto inicia: el día en que nacemos. Pasamos la niñez vistiendo colores, diseños predeterminados por la cultura de masas y la sociedad de consumo. Adiestrándote, aprendiendo ciertos estereotipos. La adolescencia, la etapa adulta; es un resumen impositivo de aquello según “debemos ser”, esa “supuesta” prolongación del ser mujer desde la óptica de una cultura machista: dulce, buena, hogareña, abnegada, dócil, sumisa y madre. No se le ocurra a uno decir que no quiere ser madre porque todo el sistema familiar se te avienta encima. Todo el perfil femenino, conforme a una serie de cualidades y ciertos “estándares” que se arraigan desde que eres un bebé. Así que las mujeres pasamos sobreviviendo frente a una sociedad que a pesar de sus avances tecnológicos; sigue tratándonos como propiedad, objetos de placer y uso. La mayoría de estas acciones terminan en: abusos. Es un cáncer incurable, detrás de estos abusos están historias criminales, en la nota roja de un periódico, en la morgue o en vivencias traumáticas enclaustradas eternamente en la memoria y en el cuerpo de una mujer.

Mi padre al igual que muchos hombres en México se formó bajo una idea del patriarca, del macho. Mi preocupación en la niñez y en la adolescencia radicaba en estos aspectos, que están enraizados como una hiedra venenosa en el sistema cultural. Ni siquiera eran mal vistos, sino más bien aceptados en los pueblitos donde viví y en el puerto. Los temores radicaban en el trato que mi padre daba a mi madre, a nosotros sus hijos, en especial a Carmen y Yo por ser mujeres las libertades no eran las mismas de desarrollo como para mi hermano mediano. Nunca nos golpeó físicamente, me gustaría aclarar. Nos agredió de esa “sutil” manera en la no te das cuenta que te están consumiendo el alma. Eran palabras, frases, actitudes y acciones que le costarían el divorcio con mi madre.

Jamás olvidaré cuando tenía once años y un “amigo” de mi padre arribaría a la casa a un horario donde sabía que estaría sola en casa. Empezó a decir cosas que no entendía o no quería escucharlas, refiriéndose a mi cuerpo. Ese día pude defenderme. Lo aventé. Nunca lo acusé con mi padre, porque tuve miedo de ser enjuiciada, pensé que mi padre me culparía a mí de tal acción y no a su amigo. Sentí rabia, porque había tocado mis senos, quería golpearlo, me sentía violentada. En una charla en el baño de mujeres en la secundaria, descubriría que lamentablemente a casi la mayoría de mis amigas les había sucedido una situación parecida con hombres cercanos a sus familias, de algo sí estábamos de acuerdo las chicas: nos molestaba y nos causaba indignación esos adultos manos largas. A mis once años me había encontrado con el lobo de “caperucita”, el lobo de Charles Perrault.

“Puta, estúpida, perra, pendeja, loba, mal nacida, hija de tu chingada madre”. En fin, creo que son algunos adjetivos calificativos que algunas ocasiones algunas de mis exparejas en alguna discusión expresaron por algún desacuerdo, por hacer uso de mis libertades individuales, por determinar mi autonomía, por tener ideas, porque se me ocurrió pensar o por protestar por un mal trato. No negaré que algunas las abandoné rápidamente, las señales acompañadas de jalones, de controles obsesivos y celos enfermizos eran muy evidentes. Increíble pero sucede, siempre hay una relación “amorosa” en la vida de toda mujer catalogada como tóxica o tormentosa. Indudablemente, pensando que era el “amor verdadero” tuve un par de ellas; no sé por qué demonios disculpé tantas veces las agresiones verbales, pensando la estúpida historia de telenovela barata en: “me valorará algún día y cambiará” quiénes en su momento expresaron amarte tanto. Obviamente, nunca cambiaron sus modos de tratos, así que pude zafarme, algunos de manera más rápida y otros un poco más lento. Recordé siempre al final de alguna ruptura amorosa del cómo había terminado los días de mi tía Lucina.

La primer ocasión que conocí la noticia de un feminicidio fue en mi familia. Tendría algunos cinco años fue un suceso que me marcó, se me grabó, un hecho que nunca olvidaré. Ella era la tía que me cuidó con amor, me cantó, jugó conmigo mientras mi madre estudiaba y trabajaba. Lucina, fue muy cercana a mis primeros años de vida. A mi tía la asesinó su pareja hace casi 40 años. El día que Lucina planeó dejarlo para irse con su hermana mayor a Puebla. Esa fecha que se supone sería de su liberación, estaba preparando su equipaje. Recibió la llamada telefónica en casa, su hermana mayor comentaba que estaba lista, la esperaría en la central. Lucina, nunca imaginó que su novio llegaría a esa hora a casa y menos que descolgaría el teléfono (había dos en casa) y que su abusador escucharía la llamada que hablaba del plan de dejarlo. Él, subió las escaleras arrebató el auricular del teléfono golpeándola con tanta rabia, repetidas veces que terminó haciéndole un pozo en la cabeza hasta matarla. No conforme con quitarle la vida, la arrojó desnuda por el balcón. No puedo ni imaginar el desgarramiento de alma que habrán sentido mis tíos, sus hermanos al enterarse y encontrar a Lucina en las condiciones de violencia en las que murió. Todavía se me derraman un par de lágrimas, porque recuerdo el dolor que me causó a mis cinco años la terrible noticia de su muerte. En casi cuatro décadas NO se atrapó al asesino. Nunca existió justicia. Cuando leo una nota relacionada con algún asesinato de alguna mujer, sólo puedo pensar en Lucina, en que existen muchas.

Asesinar mujeres es un hecho cotidiano desde que tengo uso de razón. Gobiernos han pasado de diversas banderas y NO se la ha dado la debida seriedad e importancia, la justicia simplemente NO llega. Cada día se acumulan más huérfanos, más víctimas de la violencia de género, así que NO me importa que en las marchas, que en sus manifestaciones hagan pintas en monumentos. Me identifico con su coraje, con su odio, con sus voces porque al igual que muchas mujeres fui violentada sexualmente hace seis años. Entendí de la peor manera que era vulnerable. Cuando trasgreden tu cuerpo, es una marca permanente, abierta, dolorosa, algo con lo deberás vivir para el resto de tu vida, una cicatriz que nunca se repara.

Podría escribir una infinidad de consignas que aluden a erradicar la violencia contra las mujeres y enunciar muchos ejemplos cercanos con aquellas que convivo en el día a día, podría yo ser la protagonista de alguna historia triste. Me escudaría y arroparía en la historia de cualquiera y manifestaría mi total acuerdo, abanderaría una lucha: pintaría de rojo o lila algún monumento. Es urgente abrir los espacios, otorgarles la voz a ellas, de escucharlas, que las autoridades judiciales nos tomen con la seriedad debida, de ser empática entre nosotras, de recordar a quienes han muerto de forma violenta, aquellas que han sufrido demasiado, a las mujeres que tuvieron que olvidar sus heridas para levantarse. Hoy debemos de ser mexicanas al grito de: “Basta”, porque nuestras muertas, las mujeres abusadas verbal, física y sexualmente pedimos: “Justicia”. Mantenerse en pie de lucha, con una lata de acrílico, tomar la calle, marcar la ciudad entera para que no olviden lo doloroso y peligroso que es en este país ser mujer.

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