La gente suele pensar que un espía es alguien que posee armas y habilidades extraordinarias. Tal vez eso ocurre en las películas de James Bond o de El Santo. Pero en la vida real, al menos en México, hacerle al espía requiere olfato, toneladas de paciencia y un poco de filosofía. Y mucho más cuando se espía desde un avión. Esta es la crónica de un piloto espía en llamas.
Un avión Airbus 330 de DHL cruzó por arriba del Cessna de la FGR. Pasó como un relámpago monstruoso, lanzando el rugido de sus poderosas turbinas y luego desapareció detrás de un banco de nubes. El Cessna mantuvo la trayectoria y la altitud, después giró en círculo. Debajo del Cessna, un gigantesco carguero DC-10 comenzó a descender del cielo sobre la pista del aeropuerto Miguel Hidalgo de Guadalajara. El “torrero” observaba desde la torre de control con unos binoculares. En condiciones normales, Ni el Cessna, ni ningún otro avión, debía volar por ahí. Pero ese vuelo se tenía que hacer, era la única forma de ubicar a dos narcos, de los pesados, que en esos momentos se andaban moviendo cerca del aeropuerto de Guadalajara. Tenía casi una semana que Iban de un lugar a otro, pero nunca se quedaban por mucho tiempo. Nomás hacían el jale y desaparecían, como los fantasmas. La única forma de toparlos era rastreando la señal de sus teléfonos celulares desde el cielo.
Volar un avión pequeño en 360 grados no supone riesgo. El peligro comienza cuando se está en el perímetro de un aeropuerto internacional, en medio de las trayectorias de decenas de aviones que llegan y salen cada cinco minutos. Tanto los pilotos de esos aviones, como N, el piloto del Cessna, debían ser muy “finos” en sus maniobras. Cualquier descuido podía desencadenar un encontronazo. N había sido comisionado porque el jale ocupaba de alguien con muchas horas de vuelo, y el temple para gobernar “la máquina” y mantener todo el tiempo la misma altitud, de estrictos doscientos pies, con respecto a los aviones que cruzaban por arriba del Cessna.
Eso además de que el Cessna debía evitar a toda costa meterse en el flujo de viento que dejaban los aviones “pesados” tras su paso hacia las nubes.
Paseo por las nubes
Llegado a un cierto punto el Cessna debía dar vuelta y volver atrás para no salir de las coordenadas que “inteligencia” le había asignado. Así, hasta que en tierra alguno de los mañosos usara su teléfono y se pudiera rastrear la señal del celular desde el aire, con el equipo de espionaje que era un préstamo de la embajada gringa. Así fue como en 1993 la DEA torció a Pablo Escobar, el zar de la cocaína. Lo espiaron desde aire y le cayeron. Los rayos del sol se colaron a través a de las ventanillas del Cessna, iluminando la cabina y a sus tripulantes. Junto a N, en el asiento del copiloto, iba un comandante y, detrás de ambos, un agente que llevaba una cachucha de béisbol. Era un tipo moreno y corpulento, su físico contrastaba con su actitud silenciosa y su mirada esquiva. El fulano no hacía nada, iba con el cinturón de seguridad apretado, temblando con las manos sudorosas, mientras el comandante observaba la pantalla de una lap top, esperando que apareciera la señal del celular de alguno de los malandros. El comandante volteaba una y otra vez para mirar al de la cachucha. En su cara había un gesto preocupado. No se dio cuenta
-¿Qué le pasa a su cuate? -le preguntó N al comandante.
-No sé, capi. Yo creo que se le bajó la presión. Nunca me había tocado volar con él.
De pronto el de la cachucha se quedó inmóvil, sus ojos se pusieron en blanco. En una fracción de segundo su rostro mudó de color. Se tornó muy pálido, casi transparente. De un movimiento se llevó las manos crispadas al pecho y comenzó a dar jadeos. “No puedo respirar, ayúdenme por favor”, decía con la voz entrecortada, mientras su boca se abría tratando de jalar aire con desesperación. Estaba empapado de sudor.
-Vamos a suspender el vuelo. Vamos para abajo. Pero tiene que calmarse amigo. -advirtió N y luego dijo algo por el radio del avión.
El “torrero” del aeropuerto de Guadalajara le indicó a N que podía aterrizar en una de las pistas. El agente iba despatarrado en su asiento con los brazos caídos, su pecho se contraía y se expandía como si se estuviera convulsionando. Había que bajar de inmediato. El Cessna continuó con su trayectoria sin aumentar la velocidad. En la lejanía apareció de repente entre la bruma la pista del aeropuerto. Al mismo tiempo, en otra de las pistas, una decena de aviones, en posición de despegue, esperaban formados, uno tras otro, a que la torre les autorizara la salida. N presionó con suavidad la palanca de mando y comenzó a descender el Cessna muy despacio. Con gentiliza. A su lado, el comandante lo observaba con el semblante desfigurado de ansiedad, como si con los ojos desorbitados lo urgiera para que el avión tocara la pista cuanto antes. N ni siquiera lo miraba, tampoco reparaba en el agente. Se mantenía impasible, sereno, con los ojos al frente. Cuando el avión tocó tierra, rodó sobre la pista muy despacio, hasta que se detuvo en el hangar de la FGR. El agente fue bajado de inmediato. Todavía estaba con vida cuando se lo llevaron. El comandante se acercó a N.
-¿Le puedo hacer una pregunta, capitán? -dijo el comandante sin ocultar que estaba estupefacto.
-Dígame, amigo. -respondió N.
-¿Por qué fuimos tan despacio a la hora de bajar el avión? Ese hombre pudo haber muerto. -dijo el comandante con gravedad, como si hiciera un reproche.
Una sonrisa afloró en el rostro de N. Luego sólo le contestó al comandante:
-¿Sabe qué dicen los chinos? Los chinos dicen: “No corras. Es mejor ir despacio. No hay dónde ir. Todo viaje comienza y termina en uno mismo”. O lo que es lo mismo, lo rápido simula lo mal hecho. Ahora déjeme preguntarle algo a usted: ¿qué prefiere, un hombre muerto o tres hombres muertos y un avión en llamas?