/ sábado 15 de agosto de 2020

La seducción del ensayo

La fuerza del ensayo reside en la improvisación, dice Evodio Escalante. En escribir algo de pronto sin una gran preparación sobre el tema. En abandonar los planes y dejarse llevar. Permitir que broten las palabras y se vayan acomodando como por asociación, intuición, por su textura. A diferencia del tratado, de las tesis académicas, cuyo faro es el método, el orden del razonamiento, en el ensayo lo que reúne a las palabras y las enlaza es su disposición para sugerir, para fascinar y atraer al lector. “Libres de toda necesidad demostrativa, las palabras hacen como que argumentan y como que nos convencen cuando lo único que pretenden es desplegar una seducción”. Más que silogismos: guiños, miradas, olores, insinuación. El ensayo es un cuerpo que siente y piensa, que palpita y transpira en sus páginas con cada lectura. Las palabras están en perpetuo movimiento. Sobre los ensayos de Montaigne Emerson expresó: “Cortad esas palabras y sangrarán: son vasculares, están vivas”. Por esa vitalidad, por esa frescura, volvemos a ellas. Un buen ensayo intensifica la vida.

No es que el ensayista no se prepare antes de escribir. Al ensayo lo preceden vivencias, conversaciones y muchas lecturas, de las que se desprenden notas, diarios, esbozos, listas y toda clase de escrituras marginales. Pero cuando ensaya, más que seguir los trazos de un plan, el ensayista se aventura, improvisa, toma caminos inesperados y los desanda con autonomía. Divaga, incluso se pierde. Da vueltas. Avanza y retrocede. Se le acusa de disperso y, a veces, de falto de verdad. Pero el ensayista nunca se equivoca, “el mundo del ensayo no es el del error sino el del errar” (Gregorio Kaminsky). Quien busque ciencia que la pesque donde esté, decía el padre del ensayo. Las opiniones del ensayista no dan la medida de las cosas, sino la de su juicio. No es el conocimiento lo que nos cautiva de un ensayo, sino que ese conocimiento esté disuelto por el encanto de la escritura. Releemos ensayos como “Excursiones a pie” (Hazlitt) o “En defensa de los ociosos” (Stevenson) por el placer que nos procuran. Tienen razón Virginia Woolf: aquello que nos impulsa a tomar un volumen de ensayos de nuestro librero es sentir satisfacción. “En un ensayo todo ha de someterse a tal fin. Debe hechizarnos con la primera palabra y solo debemos despertar, renovados, con la última […] El ensayo debe envolvernos y echar su cortina sobre el mundo."

El ensayo es seductor. Un animal que se mueve a tientas para cazarnos. “El ensayo es como la serpiente”, escribe Chesterton, “suave, graciosa y de movimiento fácil, y también ondulante y errabundo”. Como la serpiente, el ensayo también es tentativo: tienta, prueba, examina. Al menor descuido, ataca mortalmente y se escabulle. Abundante en ardides: el ensayo es arte de la evasión. Literatura de la escapatoria. A esta tradición, si se quiere egotista, elusiva e impresionista, pertenecen los 44 ensayos breves reunidos en el libro Por la tangente. De ensayos y ensayistas (Taurus, 2020), de Jesús Silva-Herzog Márquez, y esto se declara desde el primer texto, “La serpiente del ensayo”: “El ensayista se entrega a las orillas: no intenta demostrar nada, apenas mostrar. El ensayo es la fuga de la tangente: rozar el globo y huir”. Estos ensayos palpan y punzan con su aguda pluma. No demuestran nada, pero pretenden mostrarlo todo sin pedanterías. El autor entiende, con Virginia Woolf, que el lector común –ese que no lee como profesional ni por obligación, sino que curiosea en los libros, que salta de una página a otra sin más propósito que el disfrute de la lectura— es a la vez maestro y modelo del ensayista. Ese lector libre de prejuicios literarios y de la pesada carga de la erudición, es el guía de quien ensaya. El lector común no da cátedras: conversa en los cafés. Tampoco oficia lecciones: habla de libros mientras pasea. Aborrece a los pedantes: “Hombres de memoria llena y el juicio hueco”, escribe Jesús. El ensayo, desde su origen, es escritura de la conversación. Montaigne inventa el ensayo para continuar el diálogo y la amistad con el amigo muerto (Étienne de La Boétie); por eso el tono epistolar de los Ensayos. El estudio en los libros le parecía un movimiento lánguido comparado con el arte de conversar. Su invención renovó las maneras de leer y escribir.

Los libros, ha dicho Peter Sloterdijk, son voluminosas cartas a los amigos; y siempre hay destinatarios a la caza de ellas. Los libros son posibilidad de un intercambio epistolar, “seducción a la lejanía”, fundadores de amistad intelectual. En “El ensayista como cartero”, Jesús rescata la idea que George Steiner tenía de su trabajo. Sin talento para la creación (“carezco por completo de la inocencia y la sencillez de un gran creador”), Steiner se entregó al ensayo, a la crítica, al comentario. Se empeñó en ser un buen cartero. Llevar las cartas de Shakespeare, Tolstoi y Dostoievski, por ejemplo, y colocarlas ante los lectores. Labor secundaria pero fundamental. “El ensayo”, anota Jesús, “es entendido como el servicio postal de la cultura: depositar el mensaje en el buzón correcto, llevar informes de la belleza y del saber a quien los necesite, poner en contacto texto y lector”. Me parece que la misma labor desempeña Jesús Silva-Herzog Márquez en esta colección variopinta de ensayos. Con una prosa transparente, de oraciones concisas y bien trabajadas, el autor nos entrega las cartas de ensayistas, filósofos y poetas. Están aquí las piezas de combate que escribía con sus puños William Hazlitt, la crítica de Czesław Miłosz a los dogmas de la ideología, el imperativo del placer como principio rector de la lectura y la escritura ensayísticas, los aforismos de Gómez Dávila, el humor de W. H. Auden como vacuna contra la soberbia, el demoledor de nuestra vanidades que fue Swift, la risa lúcida de Hanna Arendt, los cortísimos ensayos de Julio Torri, la mirada de una filósofa sobre dos artes: “En Picasso, observa Zambrano, la pintura es descarga eléctrica y el dibujo es río vivo. La quietud de lo que fluye. El dibujante no atrapa: acaricia. No apresa, hace volar”, el artista de la queja en que se convirtió Rousseau, o el retrato de dos intensidades literarias, dos lenguajes, dos casas de la palabra frente a frente: Alfonso Reyes y Octavio Paz: “Palabra tersa o punzante; escritura conciliadora o belicosa. Crema que alivia o ácido que corroe", por solo mencionar algunos de los textos reunidos. Autor también de un excelente libro de retratos, La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política (FCE, 2006), Jesús suele enriquecer y salpicar sus ensayos (H. L. Mencken, Unamuno, Swift, Rousseau, Diderot) con el aderezo de esa figura, pintando con gracia y rapidez sus rasgos.

El ensayismo, coincido con Brian Dillon, no es sólo la práctica de una forma literaria, sino una actitud hacia esa forma, a su espíritu de aventura y su naturaleza inacabada. Es una manera de pensar, escribir y vivir. La personalidad lo impregna todo. En estos ensayos reconocemos la forma y el estilo aventurero, serpentino y tentador del ensayista. Escritos que nacieron de la admiración. El ensayo, nos dice Jesús, es “deleite que no pretende lecciones”.

La fuerza del ensayo reside en la improvisación, dice Evodio Escalante. En escribir algo de pronto sin una gran preparación sobre el tema. En abandonar los planes y dejarse llevar. Permitir que broten las palabras y se vayan acomodando como por asociación, intuición, por su textura. A diferencia del tratado, de las tesis académicas, cuyo faro es el método, el orden del razonamiento, en el ensayo lo que reúne a las palabras y las enlaza es su disposición para sugerir, para fascinar y atraer al lector. “Libres de toda necesidad demostrativa, las palabras hacen como que argumentan y como que nos convencen cuando lo único que pretenden es desplegar una seducción”. Más que silogismos: guiños, miradas, olores, insinuación. El ensayo es un cuerpo que siente y piensa, que palpita y transpira en sus páginas con cada lectura. Las palabras están en perpetuo movimiento. Sobre los ensayos de Montaigne Emerson expresó: “Cortad esas palabras y sangrarán: son vasculares, están vivas”. Por esa vitalidad, por esa frescura, volvemos a ellas. Un buen ensayo intensifica la vida.

No es que el ensayista no se prepare antes de escribir. Al ensayo lo preceden vivencias, conversaciones y muchas lecturas, de las que se desprenden notas, diarios, esbozos, listas y toda clase de escrituras marginales. Pero cuando ensaya, más que seguir los trazos de un plan, el ensayista se aventura, improvisa, toma caminos inesperados y los desanda con autonomía. Divaga, incluso se pierde. Da vueltas. Avanza y retrocede. Se le acusa de disperso y, a veces, de falto de verdad. Pero el ensayista nunca se equivoca, “el mundo del ensayo no es el del error sino el del errar” (Gregorio Kaminsky). Quien busque ciencia que la pesque donde esté, decía el padre del ensayo. Las opiniones del ensayista no dan la medida de las cosas, sino la de su juicio. No es el conocimiento lo que nos cautiva de un ensayo, sino que ese conocimiento esté disuelto por el encanto de la escritura. Releemos ensayos como “Excursiones a pie” (Hazlitt) o “En defensa de los ociosos” (Stevenson) por el placer que nos procuran. Tienen razón Virginia Woolf: aquello que nos impulsa a tomar un volumen de ensayos de nuestro librero es sentir satisfacción. “En un ensayo todo ha de someterse a tal fin. Debe hechizarnos con la primera palabra y solo debemos despertar, renovados, con la última […] El ensayo debe envolvernos y echar su cortina sobre el mundo."

El ensayo es seductor. Un animal que se mueve a tientas para cazarnos. “El ensayo es como la serpiente”, escribe Chesterton, “suave, graciosa y de movimiento fácil, y también ondulante y errabundo”. Como la serpiente, el ensayo también es tentativo: tienta, prueba, examina. Al menor descuido, ataca mortalmente y se escabulle. Abundante en ardides: el ensayo es arte de la evasión. Literatura de la escapatoria. A esta tradición, si se quiere egotista, elusiva e impresionista, pertenecen los 44 ensayos breves reunidos en el libro Por la tangente. De ensayos y ensayistas (Taurus, 2020), de Jesús Silva-Herzog Márquez, y esto se declara desde el primer texto, “La serpiente del ensayo”: “El ensayista se entrega a las orillas: no intenta demostrar nada, apenas mostrar. El ensayo es la fuga de la tangente: rozar el globo y huir”. Estos ensayos palpan y punzan con su aguda pluma. No demuestran nada, pero pretenden mostrarlo todo sin pedanterías. El autor entiende, con Virginia Woolf, que el lector común –ese que no lee como profesional ni por obligación, sino que curiosea en los libros, que salta de una página a otra sin más propósito que el disfrute de la lectura— es a la vez maestro y modelo del ensayista. Ese lector libre de prejuicios literarios y de la pesada carga de la erudición, es el guía de quien ensaya. El lector común no da cátedras: conversa en los cafés. Tampoco oficia lecciones: habla de libros mientras pasea. Aborrece a los pedantes: “Hombres de memoria llena y el juicio hueco”, escribe Jesús. El ensayo, desde su origen, es escritura de la conversación. Montaigne inventa el ensayo para continuar el diálogo y la amistad con el amigo muerto (Étienne de La Boétie); por eso el tono epistolar de los Ensayos. El estudio en los libros le parecía un movimiento lánguido comparado con el arte de conversar. Su invención renovó las maneras de leer y escribir.

Los libros, ha dicho Peter Sloterdijk, son voluminosas cartas a los amigos; y siempre hay destinatarios a la caza de ellas. Los libros son posibilidad de un intercambio epistolar, “seducción a la lejanía”, fundadores de amistad intelectual. En “El ensayista como cartero”, Jesús rescata la idea que George Steiner tenía de su trabajo. Sin talento para la creación (“carezco por completo de la inocencia y la sencillez de un gran creador”), Steiner se entregó al ensayo, a la crítica, al comentario. Se empeñó en ser un buen cartero. Llevar las cartas de Shakespeare, Tolstoi y Dostoievski, por ejemplo, y colocarlas ante los lectores. Labor secundaria pero fundamental. “El ensayo”, anota Jesús, “es entendido como el servicio postal de la cultura: depositar el mensaje en el buzón correcto, llevar informes de la belleza y del saber a quien los necesite, poner en contacto texto y lector”. Me parece que la misma labor desempeña Jesús Silva-Herzog Márquez en esta colección variopinta de ensayos. Con una prosa transparente, de oraciones concisas y bien trabajadas, el autor nos entrega las cartas de ensayistas, filósofos y poetas. Están aquí las piezas de combate que escribía con sus puños William Hazlitt, la crítica de Czesław Miłosz a los dogmas de la ideología, el imperativo del placer como principio rector de la lectura y la escritura ensayísticas, los aforismos de Gómez Dávila, el humor de W. H. Auden como vacuna contra la soberbia, el demoledor de nuestra vanidades que fue Swift, la risa lúcida de Hanna Arendt, los cortísimos ensayos de Julio Torri, la mirada de una filósofa sobre dos artes: “En Picasso, observa Zambrano, la pintura es descarga eléctrica y el dibujo es río vivo. La quietud de lo que fluye. El dibujante no atrapa: acaricia. No apresa, hace volar”, el artista de la queja en que se convirtió Rousseau, o el retrato de dos intensidades literarias, dos lenguajes, dos casas de la palabra frente a frente: Alfonso Reyes y Octavio Paz: “Palabra tersa o punzante; escritura conciliadora o belicosa. Crema que alivia o ácido que corroe", por solo mencionar algunos de los textos reunidos. Autor también de un excelente libro de retratos, La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política (FCE, 2006), Jesús suele enriquecer y salpicar sus ensayos (H. L. Mencken, Unamuno, Swift, Rousseau, Diderot) con el aderezo de esa figura, pintando con gracia y rapidez sus rasgos.

El ensayismo, coincido con Brian Dillon, no es sólo la práctica de una forma literaria, sino una actitud hacia esa forma, a su espíritu de aventura y su naturaleza inacabada. Es una manera de pensar, escribir y vivir. La personalidad lo impregna todo. En estos ensayos reconocemos la forma y el estilo aventurero, serpentino y tentador del ensayista. Escritos que nacieron de la admiración. El ensayo, nos dice Jesús, es “deleite que no pretende lecciones”.

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