/ jueves 16 de junio de 2022

La educación universitaria de calidad en México

En entregas anteriores, he sostenido que para que los ciudadanos de nuestro país pudieran ver, en el lapso de una generación, un cambio radical en la calidad sus vidas, se requieren dos condiciones indispensables: 1) un importante y sostenido crecimiento económico, y; 2) un sistema educativo de calidad.

No es que sea lo único que se necesite para mejorar la vida de los mexicanos. Es urgente que nuestro país ofrezca un sistema de salud universal, construya un Estado de bienestar, recupere el monopolio de la violencia legítima frente a la delincuencia organizada, etc. Sin embargo, mi argumento es que algunos de esos servicios no serán, por un lado, financiables, ni el mercado laboral ni los salarios mejorarán, por otro lado, sin una economía vigorosa. Por esa razón, en las dos columnas anteriores, he hablado del mediocre crecimiento económico de México y, en particular, de Sinaloa, y he ofrecido un panorama, basado en cifras, de los problemas de pobreza y desigualdad que enfrenta nuestro país.

En esta ocasión, hablaré del segundo requisito: el sistema educativo. Para ello, lo dividiré en dos entregas. En el presente artículo, se abordarán los desafíos que enfrenta la educación mexicana de cara al siglo XXI. Y, en la siguiente entrega, ofreceré un diagnóstico apoyado en datos a propósito de la situación que guarda la educación universitaria, en particular, en Sinaloa, dentro del contexto nacional.

La educación universitaria en Sinaloa –con sus excepciones– sigue siendo mayormente memorística. Muchos profesores usamos todavía los exámenes de cuestionario, los cuales no suponen sino la memorización de información que el estudiante reproduce en su hoja de respuesta. Al no ser usada en escenarios prácticos ni resolver problemas, la información no resulta significativa y, por lo tanto, se olvida pronto. Peor aún, más allá del mero uso de la memoria, el alumno no desarrolla ninguna habilidad nueva.

La educación memorística en sí misma no es terrible. Fue un modelo útil en las sociedades industriales en que se requería aprender labores repetitivas. La memoria sigue siendo útil para ensayar las notas, escalas y acordes en un piano o aprender los versos de un poema. Sin embargo, para la actual sociedad del conocimiento se requiere de mentes innovadoras y críticas orientadas a resolver problemas.

También es necesario dejar de tratar a los jóvenes universitarios como niños. He visto a estudiantes de enfermería hacer maquetitas del cuarto de un hospital: con la cama, con el paciente, con el suero, etc., como si eso implicase colocar o anticipar al estudiante real y seriamente a su escenario profesional. Alumnos de otras carreras me han comentado que en algunas clases les piden hacer manualidades; otros que entregan sus cuadernos y en cada página el profesor universitario pone una pequeña rúbrica (equiparable a la “estrellita” del kínder), o incluso, simulacros jurídicos en los que no escenifican los alegatos de una audiencia, sino que teatralizan la comisión de un delito, la cual termina –todos riendo– en bufonada y apología grotescas e inútiles de la cultura de la violencia y el narco.

La educación universitaria de calidad, que México y Sinaloa requieren, basada en el pensamiento crítico y la resolución de problemas, presupone el desarrollo de habilidades intelectuales en los estudiantes. Estas habilidades intelectuales, de las cuales hablaré en un momento más, redundan a su vez en el desarrollo de otro tipo de habilidad que podemos denominar simplemente la habilidad para comunicar con otros seres humanos.

Las habilidades intelectuales, pues, a las que me refiero son tan simples y básicas como cruciales: saber hablar, saber comprender textos y saber escribir muy bien. Parece absurdo insistir en tales habilidades, pero es bien sabido que los universitarios enfrentamos o hemos enfrentado ese tipo de problemas que se arrastran desde la primaria hasta la licenciatura, y del cual los estudiantes solo son las víctimas de un sistema educativo deficiente.

Saber hablar en público, comprender y escribir textos incrementan nuestras habilidades de comunicación, nos vuelve sujetos más rigurosos y analíticos. Un enunciado terriblemente mal escrito no solo evidencia una mala ortografía sino una serie de debilidades educativas que, acompañado de la incapacidad para comprender un texto, así como una expresión verbal muy pobre, hará más difícil el desempeño profesional de un joven que carece de contactos y palancas.

El éxito profesional involucra muchos factores: desde los contactos y el apoyo familiar hasta los golpes de suerte. Pero si un joven –como la gran mayoría– no tiene palancas ni un negocio familiar, tendrá que salir adelante con base en sus propias habilidades. En los trabajos que requieren una formación universitaria, será todavía más complicado destacar–sin palancas ni negocio familiar– si nos expresamos con torpeza excesiva.

No es casualidad que haya casos de jóvenes –sin contactos ni prosperidad familiar– que logran salir adelante gracias a sus habilidades de comunicación. Es lo que, en el lenguaje popular, llamamos personas desenvueltas, extrovertidas, comunicativas, sociables. Habrá quien diga que está de acuerdo conmigo, pero que esas habilidades de comunicación no las enseñan las universidades. Quien piense eso, se equivoca. Claro que las universidades enseñan eso y su calidad reside en ello: las mejores universidades del mundo poseen a alumnos que son excelentes oradores, con espíritu crítico, con capacidades de pensamiento abstracto y de análisis para discutir los textos que leen y rebatir ideas por escrito.

Mi experiencia académica me ha llevado accidental e inesperadamente por caminos muy diversos. Terminé viviendo en el extranjero donde trabajé como profesor de español con niños de primaria y, después, de secundaria y preparatoria. Asimismo, tuve la oportunidad de obtener becas para estudiar posgrados también en el extranjero y en la Ciudad de México con experiencias doctorales en diversos países. Lo comento simplemente porque, desde que tenía 22 años y hasta la fecha, he observado con extrema curiosidad cómo se enseña en otros lugares.

En el extranjero, los profesores claro que imparten la cátedra tradicional y, por lo tanto, transmiten conocimiento, como ocurre en México. Pero más que eso, en aquellos países, el profesor ejerce la función de un director de orquesta: los alumnos son entrenados en el ejercicio del debate y el profesor es simplemente el moderador. El reto del sistema educativo es sencillo, pero titánico a la vez: desde pequeños a los estudiantes se les acostumbra a discutir temas, discrepar respetuosamente y expresar sus opiniones.

La buena educación universitaria se caracteriza por asignar lecturas. Los cursos se tratan de leer, leer y leer. En clase se analiza y debate cada lectura. Prácticamente así cada día. Se asigna un trabajo escrito semestralmente por asignatura. Y los exámenes consisten en la elaboración, el día de la evaluación durante varias horas en el aula, de un ensayo que suponga un problema o caso práctico, y el alumno lo resuelve o analiza, según sea el caso. En el examen se valora el conocimiento del alumno, su capacidad de análisis y, sobre todo, de redacción. Así pues, se ejercita la comprensión lectora, el debate y la escritura.

En muchas universidades mexicanas no hacemos sino hablar del modelo por competencias. A los profesores se nos explica una y otra vez qué es y el cambio de paradigma que supone, pero no pasamos a lo concreto. Creo que cualquier universidad puede transformar radicalmente su modelo educativo, pero ello requiere tomar claramente consciencia de su nueva propuesta educativa y girar una instrucción de forma transversal: 1) todo profesor debe asignar a sus alumnos una o dos lecturas breves, pero cruciales para la materia (es importante saber dosificar las lecturas, pues si todos los profesores dejan lecturas y en exceso, la dinámica se volverá imposible); 2) el profesor no debe desentenderse de la lectura asignada: debe discutirla con los alumnos, facilitar la polémica y el debate, y por último profundizar, explicar y echar luz en los pasajes más complejos; 3) evitar los exámenes de cuestionario y, en cambio, emplear evaluaciones que supongan un ejercicio de redacción a manera de análisis o ensayo respecto de un caso práctico o una situación que suponga un problema; 4) asignar un proyecto final en forma de trabajo de investigación, o bien, un ensayo que cumpla con estándares mínimos de rigurosidad metodológica. En suma, lo que debemos hacer es convertir a nuestras universidades en instituciones cuyos alumnos sean lectores. Leer, leer y leer.

Quizás usted tenga alguna discrepancia respecto de lo aquí propuesto, pero nada me alegraría más que justamente discrepar, intercambiar opiniones y abrir la discusión. Aquí se escapan muchas cosas más que por razones de espacio no puedo abordar: por ejemplo, toda universidad debe proponer al estudiante algunas técnicas de estudio que considere más convenientes; por otro lado, también debe enseñarle no solo conocimientos, sino técnicas de aprendizaje, es decir, poco a poco autonomía para aprender por cuenta propia.

Y perdone, estimado lector, la obviedad: se aprende a debatir, debatiendo; el alumno aprenderá a escribir, escribiendo. En el país de la intolerancia a la crítica, se desarrollará el espíritu crítico en el estudiante, criticando, si el profesor dedica un poco de tiempo a criticar la realidad, la sociedad y la política de nuestro país. El alumno se interesará más sobre los asuntos públicos de México si se le habla de asuntos públicos; si se le da la oportunidad de hablar, decir sus opiniones y de ser escuchado.

En entregas anteriores, he sostenido que para que los ciudadanos de nuestro país pudieran ver, en el lapso de una generación, un cambio radical en la calidad sus vidas, se requieren dos condiciones indispensables: 1) un importante y sostenido crecimiento económico, y; 2) un sistema educativo de calidad.

No es que sea lo único que se necesite para mejorar la vida de los mexicanos. Es urgente que nuestro país ofrezca un sistema de salud universal, construya un Estado de bienestar, recupere el monopolio de la violencia legítima frente a la delincuencia organizada, etc. Sin embargo, mi argumento es que algunos de esos servicios no serán, por un lado, financiables, ni el mercado laboral ni los salarios mejorarán, por otro lado, sin una economía vigorosa. Por esa razón, en las dos columnas anteriores, he hablado del mediocre crecimiento económico de México y, en particular, de Sinaloa, y he ofrecido un panorama, basado en cifras, de los problemas de pobreza y desigualdad que enfrenta nuestro país.

En esta ocasión, hablaré del segundo requisito: el sistema educativo. Para ello, lo dividiré en dos entregas. En el presente artículo, se abordarán los desafíos que enfrenta la educación mexicana de cara al siglo XXI. Y, en la siguiente entrega, ofreceré un diagnóstico apoyado en datos a propósito de la situación que guarda la educación universitaria, en particular, en Sinaloa, dentro del contexto nacional.

La educación universitaria en Sinaloa –con sus excepciones– sigue siendo mayormente memorística. Muchos profesores usamos todavía los exámenes de cuestionario, los cuales no suponen sino la memorización de información que el estudiante reproduce en su hoja de respuesta. Al no ser usada en escenarios prácticos ni resolver problemas, la información no resulta significativa y, por lo tanto, se olvida pronto. Peor aún, más allá del mero uso de la memoria, el alumno no desarrolla ninguna habilidad nueva.

La educación memorística en sí misma no es terrible. Fue un modelo útil en las sociedades industriales en que se requería aprender labores repetitivas. La memoria sigue siendo útil para ensayar las notas, escalas y acordes en un piano o aprender los versos de un poema. Sin embargo, para la actual sociedad del conocimiento se requiere de mentes innovadoras y críticas orientadas a resolver problemas.

También es necesario dejar de tratar a los jóvenes universitarios como niños. He visto a estudiantes de enfermería hacer maquetitas del cuarto de un hospital: con la cama, con el paciente, con el suero, etc., como si eso implicase colocar o anticipar al estudiante real y seriamente a su escenario profesional. Alumnos de otras carreras me han comentado que en algunas clases les piden hacer manualidades; otros que entregan sus cuadernos y en cada página el profesor universitario pone una pequeña rúbrica (equiparable a la “estrellita” del kínder), o incluso, simulacros jurídicos en los que no escenifican los alegatos de una audiencia, sino que teatralizan la comisión de un delito, la cual termina –todos riendo– en bufonada y apología grotescas e inútiles de la cultura de la violencia y el narco.

La educación universitaria de calidad, que México y Sinaloa requieren, basada en el pensamiento crítico y la resolución de problemas, presupone el desarrollo de habilidades intelectuales en los estudiantes. Estas habilidades intelectuales, de las cuales hablaré en un momento más, redundan a su vez en el desarrollo de otro tipo de habilidad que podemos denominar simplemente la habilidad para comunicar con otros seres humanos.

Las habilidades intelectuales, pues, a las que me refiero son tan simples y básicas como cruciales: saber hablar, saber comprender textos y saber escribir muy bien. Parece absurdo insistir en tales habilidades, pero es bien sabido que los universitarios enfrentamos o hemos enfrentado ese tipo de problemas que se arrastran desde la primaria hasta la licenciatura, y del cual los estudiantes solo son las víctimas de un sistema educativo deficiente.

Saber hablar en público, comprender y escribir textos incrementan nuestras habilidades de comunicación, nos vuelve sujetos más rigurosos y analíticos. Un enunciado terriblemente mal escrito no solo evidencia una mala ortografía sino una serie de debilidades educativas que, acompañado de la incapacidad para comprender un texto, así como una expresión verbal muy pobre, hará más difícil el desempeño profesional de un joven que carece de contactos y palancas.

El éxito profesional involucra muchos factores: desde los contactos y el apoyo familiar hasta los golpes de suerte. Pero si un joven –como la gran mayoría– no tiene palancas ni un negocio familiar, tendrá que salir adelante con base en sus propias habilidades. En los trabajos que requieren una formación universitaria, será todavía más complicado destacar–sin palancas ni negocio familiar– si nos expresamos con torpeza excesiva.

No es casualidad que haya casos de jóvenes –sin contactos ni prosperidad familiar– que logran salir adelante gracias a sus habilidades de comunicación. Es lo que, en el lenguaje popular, llamamos personas desenvueltas, extrovertidas, comunicativas, sociables. Habrá quien diga que está de acuerdo conmigo, pero que esas habilidades de comunicación no las enseñan las universidades. Quien piense eso, se equivoca. Claro que las universidades enseñan eso y su calidad reside en ello: las mejores universidades del mundo poseen a alumnos que son excelentes oradores, con espíritu crítico, con capacidades de pensamiento abstracto y de análisis para discutir los textos que leen y rebatir ideas por escrito.

Mi experiencia académica me ha llevado accidental e inesperadamente por caminos muy diversos. Terminé viviendo en el extranjero donde trabajé como profesor de español con niños de primaria y, después, de secundaria y preparatoria. Asimismo, tuve la oportunidad de obtener becas para estudiar posgrados también en el extranjero y en la Ciudad de México con experiencias doctorales en diversos países. Lo comento simplemente porque, desde que tenía 22 años y hasta la fecha, he observado con extrema curiosidad cómo se enseña en otros lugares.

En el extranjero, los profesores claro que imparten la cátedra tradicional y, por lo tanto, transmiten conocimiento, como ocurre en México. Pero más que eso, en aquellos países, el profesor ejerce la función de un director de orquesta: los alumnos son entrenados en el ejercicio del debate y el profesor es simplemente el moderador. El reto del sistema educativo es sencillo, pero titánico a la vez: desde pequeños a los estudiantes se les acostumbra a discutir temas, discrepar respetuosamente y expresar sus opiniones.

La buena educación universitaria se caracteriza por asignar lecturas. Los cursos se tratan de leer, leer y leer. En clase se analiza y debate cada lectura. Prácticamente así cada día. Se asigna un trabajo escrito semestralmente por asignatura. Y los exámenes consisten en la elaboración, el día de la evaluación durante varias horas en el aula, de un ensayo que suponga un problema o caso práctico, y el alumno lo resuelve o analiza, según sea el caso. En el examen se valora el conocimiento del alumno, su capacidad de análisis y, sobre todo, de redacción. Así pues, se ejercita la comprensión lectora, el debate y la escritura.

En muchas universidades mexicanas no hacemos sino hablar del modelo por competencias. A los profesores se nos explica una y otra vez qué es y el cambio de paradigma que supone, pero no pasamos a lo concreto. Creo que cualquier universidad puede transformar radicalmente su modelo educativo, pero ello requiere tomar claramente consciencia de su nueva propuesta educativa y girar una instrucción de forma transversal: 1) todo profesor debe asignar a sus alumnos una o dos lecturas breves, pero cruciales para la materia (es importante saber dosificar las lecturas, pues si todos los profesores dejan lecturas y en exceso, la dinámica se volverá imposible); 2) el profesor no debe desentenderse de la lectura asignada: debe discutirla con los alumnos, facilitar la polémica y el debate, y por último profundizar, explicar y echar luz en los pasajes más complejos; 3) evitar los exámenes de cuestionario y, en cambio, emplear evaluaciones que supongan un ejercicio de redacción a manera de análisis o ensayo respecto de un caso práctico o una situación que suponga un problema; 4) asignar un proyecto final en forma de trabajo de investigación, o bien, un ensayo que cumpla con estándares mínimos de rigurosidad metodológica. En suma, lo que debemos hacer es convertir a nuestras universidades en instituciones cuyos alumnos sean lectores. Leer, leer y leer.

Quizás usted tenga alguna discrepancia respecto de lo aquí propuesto, pero nada me alegraría más que justamente discrepar, intercambiar opiniones y abrir la discusión. Aquí se escapan muchas cosas más que por razones de espacio no puedo abordar: por ejemplo, toda universidad debe proponer al estudiante algunas técnicas de estudio que considere más convenientes; por otro lado, también debe enseñarle no solo conocimientos, sino técnicas de aprendizaje, es decir, poco a poco autonomía para aprender por cuenta propia.

Y perdone, estimado lector, la obviedad: se aprende a debatir, debatiendo; el alumno aprenderá a escribir, escribiendo. En el país de la intolerancia a la crítica, se desarrollará el espíritu crítico en el estudiante, criticando, si el profesor dedica un poco de tiempo a criticar la realidad, la sociedad y la política de nuestro país. El alumno se interesará más sobre los asuntos públicos de México si se le habla de asuntos públicos; si se le da la oportunidad de hablar, decir sus opiniones y de ser escuchado.