/ sábado 7 de diciembre de 2019

Escribir es una tarea infernal

“Me fascina la anécdota de aquel hombre a quien su mujer le pidió que escribiera un justificante para su hijo que había faltado a la escuela. Mientras ella se apura en los preparativos para salir con el niño rumbo al colegio, el hombre lucha en la mesa del comedor con el justificante: quita una coma, vuelva a ponerla, tacha la frase y escribe una nueva, hasta que la mujer, que está esperando en la puerta, pierde la paciencia, le arranca la hoja de las manos y, sin sentarse, garabatea unas líneas, pone su firma y sale corriendo. Era sólo un justificante escolar, pero para el marido, que era un conocido escritor, no había textos inofensivos y aun el más intrascendente de ellos planteaba problemas de eficacia y de estilo. Quise escribir el justificante perfecto, confesó el hombre en una entrevista. En efecto, escritor es aquel que se enfrenta como nadie al fracaso de escribir y hace de ese fracaso, por decirlo así, su misión, mientras los demás, sencillamente, redactan”

Fabio Morábito


Tiene razón el poeta: solo los escritores tienen de verdad un problema con la escritura. Ese es el principal, cuando no el único, motivo que los desvela y angustia, que los obliga a pasar despiertos cientos de noches hasta el amanecer o a encerrarse durante el día mientras afuera la vida de los otros pasa. Así se trate de un recado escolar, todo texto implica un desafío para el escritor: ¿cómo empezar, qué palabras elegir, cuál es el tono correcto del texto, cómo escribir con eficacia lo que realmente se desea comunicar?, ¿no hay una traición inevitable cuando el pensamiento se traslada a la palabra escrita, acaso no nos alejamos de la perfección de lo pensado? En El libro del desasosiego (1982) Fernando Pessoa confesó que recostado, en meditación, esculpía frases enteras y perfectas, palabra por palabra, tramas de dramas se le narraban con precisión en sus ensueños y sentía el movimiento métrico de grandes poemas, pero si pasaba del lugar donde meditaba esos artefactos perfectos a la mesa en la que los escribiría las palabras de repente huían y los dramas morían. “Fui más genio en los sueños y menos en la vida. Mi tragedia es esta. Fui el corredor que cayó a un paso de la meta, tras haber ocupado la primera posición durante toda la carrera”, afirmó el gran poeta portugués.


Escribir es fracasar. El objetivo del escritor: fracasar cada día mejor. “Es imposible explicar cómo se escribe un buen libro. Pero esto es lo que hace que la profesión de escritor sea apasionante: la constante posibilidad de fracasar”, apuntó Patricia Highsmith. Se dice que La Fontaine reescribió hasta diez veces sus fábulas; Chateaubriand rehacía las mismas veces una página; Buffon transcribió dieciocho veces Las Épocas de la naturaleza y llegó a decir que todos los días aprendía a escribir; Flaubert se obstinaba hasta cinco días para lograr una buena frase; y Wilde, bromeando, escribió: “Estoy extenuado, trabajé todo el día: por la mañana puse una coma; por la noche, la quité”. Escribir es una tarea infernal, se quejaba Tomás Segovia. Y Adolfo Bioy Casares expresó que para escribir bien había que escribir mucho. Existe el mito de que Shakespeare no corregía, pero esto solo alimenta el mito de Shakespeare. Detrás de una obra de arte literaria están las cientos o miles de palabras que fueron arrojadas al fuego o a la papelera. “Necesito escribir y escribir. Es el único camino para conseguir una forma y un estilo”, leemos en los Diarios de ese gigante literario que fue Tolstoi. Se escribe y se reescribe porque una y otra vez se fracasa, no se logra la expresión literaria perfecta, se lucha por un sustantivo, un adjetivo preciso, por poner o quitar una coma, por esa maravilla que son los dos puntos, por las elipsis que permiten el punto y coma, por alargar o terminar de una buena vez con el párrafo, por encontrar incluso una melodía en las oraciones, y esto lo saben todos los escritores, para quienes la vida está hecha de palabras, de literatura, es el cristal con el que la miran.


“El estilo, que es algo que me tomo a pecho, me sacude los nervios horriblemente. Me lleno de despecho, me carcomo. Hay días en que me pone enfermo, y de noche tengo fiebre. Cada vez me siento más incapaz de expresar la idea. ¡Qué manía tan rara, pasarse la vida consumiéndose a propósito de palabras y sudando todo el día para redondear frases! Hay veces, es cierto, que se goza sin medida: pero ¡con cuántos desánimos y amarguras se paga ese placer”, se lamentaba ese maniático del estilo que fue Gustave Flaubert, cuya novela Madame Bovary es un portento de la prosa, un resultado genial de esa pugna con las palabras, extenuante y desigual, que el autor registró muy bien en las páginas de su Correspondance. Para el francés, escribir era como una droga: alivio y perjuicio para sus nervios al mismo tiempo. Perseguía como un obsesivo no solo “le mot juste”, sino la musicalidad en las oraciones, por eso gustaba de leerlas en voz alta hasta que las aprobara su oído. Escribir mal era una traición al idioma y a sí mismo. En eso se le fue la vida. “Escribir es como una droga. Se empieza por puro placer y acabas organizando tu vida como los drogadictos, en torno a tu vicio” (Antonio Lobo Antunes).


La gente feliz es feliz y punto, no se detiene a cavilar sobre su felicidad o su existencia. No consigo imaginar a personas sencillas y alegres preocupadas de pronto por el cosmos o el estilo y la corrección de las oraciones; ansiosas por crear un personaje o encontrar una buena frase. Un individuo feliz no hubiera podido escribir (porque no lo habría experimentado) lo siguiente: “…si pudieses asistir a lo que en mí ocurre, me compadecerías al ver las humillaciones que hacen sufrir los adjetivos y los ultrajes con que me abruman los ‘que’ relativos” (Flaubert). Solo un gran escritor, alguien que no sabe escribir y por eso escribe y escribe todos los días, pudo haber anotado, con ese tono, lo anterior.


Otro gran escritor, cuyas fuerzas estuvieron destinadas a la escritura literaria, cuando no estaba en las compañías de seguros para las que trabajó, fue el enfermizo Franz Kafka. Se oponía a sobrevalorar sus escritos, porque eso le impediría alcanzar lo que realmente deseaba escribir en estado de máxima concentración, por ejemplo, una obra maestra como La metamorfosis (1915). “Cuando mi organismo se dio cuenta que el escribir era el enfoque más provechoso de mi ser, todos mis esfuerzos tendieron hacia allí y abandonaron todas las facultades relativas a los placeres del sexo, de la comida, de la bebida, de la reflexión filosófica, de la música. Yo iba adelganzando en todas estas direcciones. Era algo necesario, puesto que en conjunto mis fuerzas eran tan débiles, que sólo unidas podían utilizarse para escribir.”


¡Y todo por la escritura!




“Me fascina la anécdota de aquel hombre a quien su mujer le pidió que escribiera un justificante para su hijo que había faltado a la escuela. Mientras ella se apura en los preparativos para salir con el niño rumbo al colegio, el hombre lucha en la mesa del comedor con el justificante: quita una coma, vuelva a ponerla, tacha la frase y escribe una nueva, hasta que la mujer, que está esperando en la puerta, pierde la paciencia, le arranca la hoja de las manos y, sin sentarse, garabatea unas líneas, pone su firma y sale corriendo. Era sólo un justificante escolar, pero para el marido, que era un conocido escritor, no había textos inofensivos y aun el más intrascendente de ellos planteaba problemas de eficacia y de estilo. Quise escribir el justificante perfecto, confesó el hombre en una entrevista. En efecto, escritor es aquel que se enfrenta como nadie al fracaso de escribir y hace de ese fracaso, por decirlo así, su misión, mientras los demás, sencillamente, redactan”

Fabio Morábito


Tiene razón el poeta: solo los escritores tienen de verdad un problema con la escritura. Ese es el principal, cuando no el único, motivo que los desvela y angustia, que los obliga a pasar despiertos cientos de noches hasta el amanecer o a encerrarse durante el día mientras afuera la vida de los otros pasa. Así se trate de un recado escolar, todo texto implica un desafío para el escritor: ¿cómo empezar, qué palabras elegir, cuál es el tono correcto del texto, cómo escribir con eficacia lo que realmente se desea comunicar?, ¿no hay una traición inevitable cuando el pensamiento se traslada a la palabra escrita, acaso no nos alejamos de la perfección de lo pensado? En El libro del desasosiego (1982) Fernando Pessoa confesó que recostado, en meditación, esculpía frases enteras y perfectas, palabra por palabra, tramas de dramas se le narraban con precisión en sus ensueños y sentía el movimiento métrico de grandes poemas, pero si pasaba del lugar donde meditaba esos artefactos perfectos a la mesa en la que los escribiría las palabras de repente huían y los dramas morían. “Fui más genio en los sueños y menos en la vida. Mi tragedia es esta. Fui el corredor que cayó a un paso de la meta, tras haber ocupado la primera posición durante toda la carrera”, afirmó el gran poeta portugués.


Escribir es fracasar. El objetivo del escritor: fracasar cada día mejor. “Es imposible explicar cómo se escribe un buen libro. Pero esto es lo que hace que la profesión de escritor sea apasionante: la constante posibilidad de fracasar”, apuntó Patricia Highsmith. Se dice que La Fontaine reescribió hasta diez veces sus fábulas; Chateaubriand rehacía las mismas veces una página; Buffon transcribió dieciocho veces Las Épocas de la naturaleza y llegó a decir que todos los días aprendía a escribir; Flaubert se obstinaba hasta cinco días para lograr una buena frase; y Wilde, bromeando, escribió: “Estoy extenuado, trabajé todo el día: por la mañana puse una coma; por la noche, la quité”. Escribir es una tarea infernal, se quejaba Tomás Segovia. Y Adolfo Bioy Casares expresó que para escribir bien había que escribir mucho. Existe el mito de que Shakespeare no corregía, pero esto solo alimenta el mito de Shakespeare. Detrás de una obra de arte literaria están las cientos o miles de palabras que fueron arrojadas al fuego o a la papelera. “Necesito escribir y escribir. Es el único camino para conseguir una forma y un estilo”, leemos en los Diarios de ese gigante literario que fue Tolstoi. Se escribe y se reescribe porque una y otra vez se fracasa, no se logra la expresión literaria perfecta, se lucha por un sustantivo, un adjetivo preciso, por poner o quitar una coma, por esa maravilla que son los dos puntos, por las elipsis que permiten el punto y coma, por alargar o terminar de una buena vez con el párrafo, por encontrar incluso una melodía en las oraciones, y esto lo saben todos los escritores, para quienes la vida está hecha de palabras, de literatura, es el cristal con el que la miran.


“El estilo, que es algo que me tomo a pecho, me sacude los nervios horriblemente. Me lleno de despecho, me carcomo. Hay días en que me pone enfermo, y de noche tengo fiebre. Cada vez me siento más incapaz de expresar la idea. ¡Qué manía tan rara, pasarse la vida consumiéndose a propósito de palabras y sudando todo el día para redondear frases! Hay veces, es cierto, que se goza sin medida: pero ¡con cuántos desánimos y amarguras se paga ese placer”, se lamentaba ese maniático del estilo que fue Gustave Flaubert, cuya novela Madame Bovary es un portento de la prosa, un resultado genial de esa pugna con las palabras, extenuante y desigual, que el autor registró muy bien en las páginas de su Correspondance. Para el francés, escribir era como una droga: alivio y perjuicio para sus nervios al mismo tiempo. Perseguía como un obsesivo no solo “le mot juste”, sino la musicalidad en las oraciones, por eso gustaba de leerlas en voz alta hasta que las aprobara su oído. Escribir mal era una traición al idioma y a sí mismo. En eso se le fue la vida. “Escribir es como una droga. Se empieza por puro placer y acabas organizando tu vida como los drogadictos, en torno a tu vicio” (Antonio Lobo Antunes).


La gente feliz es feliz y punto, no se detiene a cavilar sobre su felicidad o su existencia. No consigo imaginar a personas sencillas y alegres preocupadas de pronto por el cosmos o el estilo y la corrección de las oraciones; ansiosas por crear un personaje o encontrar una buena frase. Un individuo feliz no hubiera podido escribir (porque no lo habría experimentado) lo siguiente: “…si pudieses asistir a lo que en mí ocurre, me compadecerías al ver las humillaciones que hacen sufrir los adjetivos y los ultrajes con que me abruman los ‘que’ relativos” (Flaubert). Solo un gran escritor, alguien que no sabe escribir y por eso escribe y escribe todos los días, pudo haber anotado, con ese tono, lo anterior.


Otro gran escritor, cuyas fuerzas estuvieron destinadas a la escritura literaria, cuando no estaba en las compañías de seguros para las que trabajó, fue el enfermizo Franz Kafka. Se oponía a sobrevalorar sus escritos, porque eso le impediría alcanzar lo que realmente deseaba escribir en estado de máxima concentración, por ejemplo, una obra maestra como La metamorfosis (1915). “Cuando mi organismo se dio cuenta que el escribir era el enfoque más provechoso de mi ser, todos mis esfuerzos tendieron hacia allí y abandonaron todas las facultades relativas a los placeres del sexo, de la comida, de la bebida, de la reflexión filosófica, de la música. Yo iba adelganzando en todas estas direcciones. Era algo necesario, puesto que en conjunto mis fuerzas eran tan débiles, que sólo unidas podían utilizarse para escribir.”


¡Y todo por la escritura!




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