/ viernes 1 de julio de 2022

Entre Productores de Cine te Veas

Mundo Armenta, mejor conocido en los bajos fondos como el Rey de Garibaldi, era uno de esos productores surgidos de la vieja escuela, la escuela del videohome. Acostumbrado a rodar películas sin guión, y peor aun, casi sin dinero, sus proyectos solían convertirse en un caos. Lo asombroso es que de una forma u otra, siempre lograba terminar sus películas. Inclusive las vendía en países como Israel o la India. Cintas como El Torton Negro y Mi Pueblo Querido se cuentan entre sus éxitos; en ambas los actores no sólo no cobraron, sino que tuvieron que pagar por actuar

Hay tres cualidades que definen al productor de videohomes: su labia para vender sueños; su frialdad para endeudarse hasta el cuello y su fino olfato para reconocer la oportunidad de darle un buen sablazo al prójimo. Es eso de dar sablazos, Armenta era un maestro consumado. Como me dijo una vez: “Los chingadazos de la vida fueron los que me hicieron atrabancado, borracho y ladino. ¿Uno qué culpa tiene?” Entre otras chambas, Armenta fue aprendiz de boxeador, bolero, guarura, cantante de ranchero, guionista, productor y actor. Además alguna vez estuvo preso; según decía, con él se había cometido una terrible arbitrariedad, pues era inocente. Andaba siempre con tejana negra y bota vaquera; el personaje que se había confeccionado de sí mismo era una extraña mezcla entre el Piporro, Vicente Fernández y Lorenzo de Monteclaro. Por supuesto en todas las películas que había escrito y producido, él era el protagonista. Poseía un ego monumental.

¡Vámonos!

-Oiga, mi dire -me dijo con zozobra uno de los asistentes de producción-, el Inge dio la orden de que ya no nos sirvan de cenar. Ahora hasta quiere que le paguemos lo de hoy.

-¿Cuánto se le debe de lo de hoy? -pregunté.

-Con lo del desayuno y la comida son más de quince mil pesos.

-¿Dónde está Mundo Armenta? -le volví a preguntar al asistente.

-Quién sabe, dire, nadie lo ha visto desde el medio día.

El trato que Armenta, en su papel de productor, había hecho con el Inge, el dueño del restaurante donde estábamos filmando una serie, era que durante los días que estuviéramos en la ciudad de Oaxaca, nos llenarían la tripa con comida del menú del restaurante, eso incluía al crew y a los actores, en total, quince barrigas qué alimentar. Todo a cambio de que en varios episodios de la serie, aparecieran incidentalmente algunas botellas del mezcal que el Inge producía en una destilería clandestina del centro de Oaxaca. Todo había ido bien, hasta unos buenos mezcales se había discutido el Inge. Pero algo pasó, que de pronto se puso rejego.

-Le habla Mundo Armenta, mi dire. -me dijo de pronto el asistente y me acercó un celular.

-¿Ya cenaron? -me exclamó Armenta. Se escuchaba como si anduviera medio pedo, cosa que no sería rara, si se considera que Armenta era lo que él mismo llamaba un “borracho de contentillo”.

-¡No! ¿Qué no te dijeron? -le respondí yo-, el Inge ya no quiere darnos de cenar. Es más, está pidiendo que le paguemos lo del desayuno y la comida de hoy. ¿Dónde estás?

-¿Ya acabaron de filmar?

-Sí. -exclamé yo.

-¿Ya subieron todo el equipo a las camionetas?

-Sí.

-Prepárame a la gente y súbemelos a las camionetas. En dos minutos paso por ustedes.

-¿Y le vas a pagar al Inge? -solté yo.

-¡A güevo!

En efecto, nuestro flamante productor andaba a medios chiles. Eso sí, apareció en menos de dos minutos. Venía acompañado de dos fulanos. Quién sabe de qué tugurio los sacó, pero según él eran actores y andaban buscando una oportunidad. Si Yalitza Aparicio pudo, ¿ellos por qué no? De hecho, le habían pagado los tragos a Armenta, además de darle una lana en efectivo para formalizar las cosas. “Ahorita vengo, nomás hablo con el Inge y nos vamos”, me dijo Armenta arrastrando las palabras. Luego entró al restaurante con su donaire de productor de Hollywood. Lo raro fue que así como entró, salió a los dos minutos. Sólo que ahora venía presuroso. Casi corría. “¡Vámonos…! ¡Vámonos…! ¡Vámonos a la chingada…!”, me decía tratando de parecer muy tranquilo, muy jovial. Y así nos fuimos de aquel lugar, sin hacer mucho ruido y sin decir buenas noches.

Filosofía de productor

La mayor parte del crew regresó a Chilangolandia en autobús, los demás lo hicimos en la camioneta de Armenta, una vieja Van que no podía rodar a más de noventa kilómetros por hora, so pena de que la banda del motor fuera a reventarse. Saliendo de una curva se nos apreció un puente peatonal que cruzaba por arriba de la autopista. Sobre el puente caminaba una pareja de viejos con sus bastones, seguidos por un rebaño de chivas, tan tristes y desnutridas como ellos.

Armenta frenó bruscamente y estacionó la Van a lado del camino. Luego me pidió que lo acompañara. Subimos al puente y abordamos a los dos viejos. Eran bajitos, las ropas mugrientas igual que la piel morena, ajada y seca, por tantas fatigas; los pies huesudos y los huaraches gastados, cubiertos de tierra. El viejo casi no tenía dientes, la vieja apenas podía ver con los ojos cubiertos de cataratas.

-¿Cómo está mi gente bonita? -exclamó Armenta sonriendo y descubriéndose la cabeza con respeto.

Los dos viejos no hablaban, nomás nos veían con curiosidad, como si fuéramos dos bichos raros, como si no comprendieran qué diablos hacíamos ahí (yo tampoco). De pronto Armenta sacó su billetera y extrajo todos los billetes que encontró. Luego puso los billetes en la mano arrugada del viejo y dijo visiblemente conmovido:

-Esa feria es para que se eche un taco aquí con la señora, con mi madrecita. Dios me bendiga a mis viejitos chulos.

El par de viejos no dijeron palabra, simplemente se guardaron el dinero y echaron a andar arrastrando los pies, seguidos por sus animales.

-Dime una cosa -le dije de pronto a Armenta-, ¿le pagaste al Inge los quince mil pesos?

El “Rey de Garibaldi” se me quedó mirando por un instante, como si meditara la respuesta. Después contestó con aire filosofal: “Muchas veces, para ser buenos, tenemos que dejar de ser honrados. Eso lo sabe hasta un productor de cine”.

Mundo Armenta, mejor conocido en los bajos fondos como el Rey de Garibaldi, era uno de esos productores surgidos de la vieja escuela, la escuela del videohome. Acostumbrado a rodar películas sin guión, y peor aun, casi sin dinero, sus proyectos solían convertirse en un caos. Lo asombroso es que de una forma u otra, siempre lograba terminar sus películas. Inclusive las vendía en países como Israel o la India. Cintas como El Torton Negro y Mi Pueblo Querido se cuentan entre sus éxitos; en ambas los actores no sólo no cobraron, sino que tuvieron que pagar por actuar

Hay tres cualidades que definen al productor de videohomes: su labia para vender sueños; su frialdad para endeudarse hasta el cuello y su fino olfato para reconocer la oportunidad de darle un buen sablazo al prójimo. Es eso de dar sablazos, Armenta era un maestro consumado. Como me dijo una vez: “Los chingadazos de la vida fueron los que me hicieron atrabancado, borracho y ladino. ¿Uno qué culpa tiene?” Entre otras chambas, Armenta fue aprendiz de boxeador, bolero, guarura, cantante de ranchero, guionista, productor y actor. Además alguna vez estuvo preso; según decía, con él se había cometido una terrible arbitrariedad, pues era inocente. Andaba siempre con tejana negra y bota vaquera; el personaje que se había confeccionado de sí mismo era una extraña mezcla entre el Piporro, Vicente Fernández y Lorenzo de Monteclaro. Por supuesto en todas las películas que había escrito y producido, él era el protagonista. Poseía un ego monumental.

¡Vámonos!

-Oiga, mi dire -me dijo con zozobra uno de los asistentes de producción-, el Inge dio la orden de que ya no nos sirvan de cenar. Ahora hasta quiere que le paguemos lo de hoy.

-¿Cuánto se le debe de lo de hoy? -pregunté.

-Con lo del desayuno y la comida son más de quince mil pesos.

-¿Dónde está Mundo Armenta? -le volví a preguntar al asistente.

-Quién sabe, dire, nadie lo ha visto desde el medio día.

El trato que Armenta, en su papel de productor, había hecho con el Inge, el dueño del restaurante donde estábamos filmando una serie, era que durante los días que estuviéramos en la ciudad de Oaxaca, nos llenarían la tripa con comida del menú del restaurante, eso incluía al crew y a los actores, en total, quince barrigas qué alimentar. Todo a cambio de que en varios episodios de la serie, aparecieran incidentalmente algunas botellas del mezcal que el Inge producía en una destilería clandestina del centro de Oaxaca. Todo había ido bien, hasta unos buenos mezcales se había discutido el Inge. Pero algo pasó, que de pronto se puso rejego.

-Le habla Mundo Armenta, mi dire. -me dijo de pronto el asistente y me acercó un celular.

-¿Ya cenaron? -me exclamó Armenta. Se escuchaba como si anduviera medio pedo, cosa que no sería rara, si se considera que Armenta era lo que él mismo llamaba un “borracho de contentillo”.

-¡No! ¿Qué no te dijeron? -le respondí yo-, el Inge ya no quiere darnos de cenar. Es más, está pidiendo que le paguemos lo del desayuno y la comida de hoy. ¿Dónde estás?

-¿Ya acabaron de filmar?

-Sí. -exclamé yo.

-¿Ya subieron todo el equipo a las camionetas?

-Sí.

-Prepárame a la gente y súbemelos a las camionetas. En dos minutos paso por ustedes.

-¿Y le vas a pagar al Inge? -solté yo.

-¡A güevo!

En efecto, nuestro flamante productor andaba a medios chiles. Eso sí, apareció en menos de dos minutos. Venía acompañado de dos fulanos. Quién sabe de qué tugurio los sacó, pero según él eran actores y andaban buscando una oportunidad. Si Yalitza Aparicio pudo, ¿ellos por qué no? De hecho, le habían pagado los tragos a Armenta, además de darle una lana en efectivo para formalizar las cosas. “Ahorita vengo, nomás hablo con el Inge y nos vamos”, me dijo Armenta arrastrando las palabras. Luego entró al restaurante con su donaire de productor de Hollywood. Lo raro fue que así como entró, salió a los dos minutos. Sólo que ahora venía presuroso. Casi corría. “¡Vámonos…! ¡Vámonos…! ¡Vámonos a la chingada…!”, me decía tratando de parecer muy tranquilo, muy jovial. Y así nos fuimos de aquel lugar, sin hacer mucho ruido y sin decir buenas noches.

Filosofía de productor

La mayor parte del crew regresó a Chilangolandia en autobús, los demás lo hicimos en la camioneta de Armenta, una vieja Van que no podía rodar a más de noventa kilómetros por hora, so pena de que la banda del motor fuera a reventarse. Saliendo de una curva se nos apreció un puente peatonal que cruzaba por arriba de la autopista. Sobre el puente caminaba una pareja de viejos con sus bastones, seguidos por un rebaño de chivas, tan tristes y desnutridas como ellos.

Armenta frenó bruscamente y estacionó la Van a lado del camino. Luego me pidió que lo acompañara. Subimos al puente y abordamos a los dos viejos. Eran bajitos, las ropas mugrientas igual que la piel morena, ajada y seca, por tantas fatigas; los pies huesudos y los huaraches gastados, cubiertos de tierra. El viejo casi no tenía dientes, la vieja apenas podía ver con los ojos cubiertos de cataratas.

-¿Cómo está mi gente bonita? -exclamó Armenta sonriendo y descubriéndose la cabeza con respeto.

Los dos viejos no hablaban, nomás nos veían con curiosidad, como si fuéramos dos bichos raros, como si no comprendieran qué diablos hacíamos ahí (yo tampoco). De pronto Armenta sacó su billetera y extrajo todos los billetes que encontró. Luego puso los billetes en la mano arrugada del viejo y dijo visiblemente conmovido:

-Esa feria es para que se eche un taco aquí con la señora, con mi madrecita. Dios me bendiga a mis viejitos chulos.

El par de viejos no dijeron palabra, simplemente se guardaron el dinero y echaron a andar arrastrando los pies, seguidos por sus animales.

-Dime una cosa -le dije de pronto a Armenta-, ¿le pagaste al Inge los quince mil pesos?

El “Rey de Garibaldi” se me quedó mirando por un instante, como si meditara la respuesta. Después contestó con aire filosofal: “Muchas veces, para ser buenos, tenemos que dejar de ser honrados. Eso lo sabe hasta un productor de cine”.