/ jueves 19 de agosto de 2021

El Escudo de Aquiles

En esta semana, el presidente de México se dirigió así a sus compatriotas que él identifica como la clase media: “Egoísta, clasista, racista y ladina”, “a veces son peores que los que tienen más dinero”. Para alguien que dice cuidar su alta investidura, lo menos que se puede decir es que es impropia la manera en que se expresa. Gabriel Zaid ha escrito que López Obrador “es un artista del insulto, del desprecio, de la descalificación”. Sus términos son despectivos, su afán es humillante y descalificatorio y su ánimo refleja enfado, animosidad, ojeriza, rencor, una pedestre insolencia que pretende violentar a quienes dirige su último exabrupto (palabra que viene del verbo latino abrumpo, “desgarrar; interrumpir violentamente”). Desde esta perspectiva semántica, este tipo de violencia se presenta como un acto de des-precio, como el resultado de haber “disminuido el precio” de una persona, un grupo de ellas, una situación, una institución u otra cosa. El menosprecio refleja desconsideración, que es como se le dice a la falta de respeto y a la dignidad de las personas. No se respetan las normas de convivencia social, igual que no se respeta en las decisiones importantes del gobierno a la Constitución, las leyes o al Estado de Derecho en su conjunto.

Y es que no hay que acostumbrarse a la política del escupitajo en la vida pública. Somos herederos de una cultura occidental civilizatoria. Los antiguos griegos creían que la hibris que cada uno poseía -la violencia y la insolencia-, y que era imposible de dominar en el carácter, requería, para defenderse de ella, que se agruparan en la polis y para ello establecieron el ideal de la sofrosine, la sabiduría o temperancia, el arte que tendía a limitar todo ánimo de violencia. Sobre los individuos estaba la polis, a sus leyes debían someterse todos.

Siglos antes de Sócrates y Platón, la filosofía griega se inicia en tierras jónicas (hoy en día, la parte continental de lo que fue Jonia pertenece a Turquía y la parte insular pertenece a Grecia), la región en la antigüedad de más alta civilización durante los siglos VIII y VII, donde nacieron los poemas homéricos y donde Hesíodo componía el poema Los trabajos y los días, que describe el amor por la tierra de la vida campesina, pero que en realidad –relata el gran Ramón Xirau en su Introducción a la Historia de la Filosofía- el poema surge de la disputa por la herencia de las tierras paternas entre Hesíodo y su hermano. Hesíodo discute sobre la justicia de su herencia y le dice a su hermano: “Atiende a la justicia y olvida la violencia. Tal es el uso que ha ordenado Zeus a los hombres: los peces y los animales salvajes y los pájaros alados pueden comerse unos a otros, puesto que entre ellos no existe el derecho. Pero a los hombres les confirió la justicia, el más alto de los bienes”. Implícitamente, Hesíodo nos dice que no debe confundirse la justicia con el derecho del más fuerte.

Por su parte, el mundo homérico es un mundo de orden y de armonía, valores deseables por la comunidad. El mundo urbano comienza por la ciudad en paz (la polis), con lo que se muestra lo primordial de este tipo de existencia para el ser humano, frente a la cual el mundo de la guerra se ofrece como real, pero secundario, de ahí que el Escudo de Aquiles que Homero describe en la Odisea no es un relato sólo del cosmos sino también, y sobre todo, de la realidad de la polis. La tierra, que Homero concibe como un disco y lo asemeja con la forma y los diseños contenidos en el escudo del héroe Aquiles, tiene por centro a Grecia y otras regiones y costas mediterráneas y, en el envés del disco, al otro lado de la tierra, donde viven los misteriosos Quimérides, “escondidos en la niebla y las nubes”, envueltos en una “noche perniciosa”. En torno al disco están las aguas del río Océano. El cielo, bóveda estrellada, rodea la superficie de la tierra y está sostenido por una serie de majestuosas y equilibradas columnas. Se entiende entonces, que el Escudo comienza presentando el marco más amplio y determinante de todas las empresas humanas, y las vicisitudes que discurren sobre la tierra, entre el cielo y el mar. Frente a éstas vicisitudes, y como es inevitable en la convivencia humana, se desarrolla un juicio, cuyos principios jurídicos, por distantes que se hallen de los nuestros, se fundan en la idea de la resolución normativa de los conflictos, a la cual le es esencial el recurso a un árbitro entre las partes. Así, pues, la homérica ciudad en paz no se presenta de ningún modo como una ciudad libre del conflicto, aunque sí como una comunidad que resuelve el conflicto mediante mecanismos de administración de justicia. Se completa así la descripción de los diferentes ámbitos del mundo humano presentes en el escudo. Que en el Escudo mismo se muestre, junto con la ciudad en paz, la ciudad en guerra, viene a confirmar la pertinencia de este doble registro, en el que ya los comentaristas antiguos podían leer las dos fuerzas primordiales y opuestas (Amor versus Discordia). El Escudo no esconde el conflicto, la bajeza humana ni las tribulaciones, pero representa la creencia protectora en el Derecho y la civilidad.

Pero también, a la manera de Blaise Pascal, es cierto que el hombre no es ni ange ni bệte. Aunque a veces, con López Obrador, uno está tentado a decantarse por uno de los dos términos.

En esta semana, el presidente de México se dirigió así a sus compatriotas que él identifica como la clase media: “Egoísta, clasista, racista y ladina”, “a veces son peores que los que tienen más dinero”. Para alguien que dice cuidar su alta investidura, lo menos que se puede decir es que es impropia la manera en que se expresa. Gabriel Zaid ha escrito que López Obrador “es un artista del insulto, del desprecio, de la descalificación”. Sus términos son despectivos, su afán es humillante y descalificatorio y su ánimo refleja enfado, animosidad, ojeriza, rencor, una pedestre insolencia que pretende violentar a quienes dirige su último exabrupto (palabra que viene del verbo latino abrumpo, “desgarrar; interrumpir violentamente”). Desde esta perspectiva semántica, este tipo de violencia se presenta como un acto de des-precio, como el resultado de haber “disminuido el precio” de una persona, un grupo de ellas, una situación, una institución u otra cosa. El menosprecio refleja desconsideración, que es como se le dice a la falta de respeto y a la dignidad de las personas. No se respetan las normas de convivencia social, igual que no se respeta en las decisiones importantes del gobierno a la Constitución, las leyes o al Estado de Derecho en su conjunto.

Y es que no hay que acostumbrarse a la política del escupitajo en la vida pública. Somos herederos de una cultura occidental civilizatoria. Los antiguos griegos creían que la hibris que cada uno poseía -la violencia y la insolencia-, y que era imposible de dominar en el carácter, requería, para defenderse de ella, que se agruparan en la polis y para ello establecieron el ideal de la sofrosine, la sabiduría o temperancia, el arte que tendía a limitar todo ánimo de violencia. Sobre los individuos estaba la polis, a sus leyes debían someterse todos.

Siglos antes de Sócrates y Platón, la filosofía griega se inicia en tierras jónicas (hoy en día, la parte continental de lo que fue Jonia pertenece a Turquía y la parte insular pertenece a Grecia), la región en la antigüedad de más alta civilización durante los siglos VIII y VII, donde nacieron los poemas homéricos y donde Hesíodo componía el poema Los trabajos y los días, que describe el amor por la tierra de la vida campesina, pero que en realidad –relata el gran Ramón Xirau en su Introducción a la Historia de la Filosofía- el poema surge de la disputa por la herencia de las tierras paternas entre Hesíodo y su hermano. Hesíodo discute sobre la justicia de su herencia y le dice a su hermano: “Atiende a la justicia y olvida la violencia. Tal es el uso que ha ordenado Zeus a los hombres: los peces y los animales salvajes y los pájaros alados pueden comerse unos a otros, puesto que entre ellos no existe el derecho. Pero a los hombres les confirió la justicia, el más alto de los bienes”. Implícitamente, Hesíodo nos dice que no debe confundirse la justicia con el derecho del más fuerte.

Por su parte, el mundo homérico es un mundo de orden y de armonía, valores deseables por la comunidad. El mundo urbano comienza por la ciudad en paz (la polis), con lo que se muestra lo primordial de este tipo de existencia para el ser humano, frente a la cual el mundo de la guerra se ofrece como real, pero secundario, de ahí que el Escudo de Aquiles que Homero describe en la Odisea no es un relato sólo del cosmos sino también, y sobre todo, de la realidad de la polis. La tierra, que Homero concibe como un disco y lo asemeja con la forma y los diseños contenidos en el escudo del héroe Aquiles, tiene por centro a Grecia y otras regiones y costas mediterráneas y, en el envés del disco, al otro lado de la tierra, donde viven los misteriosos Quimérides, “escondidos en la niebla y las nubes”, envueltos en una “noche perniciosa”. En torno al disco están las aguas del río Océano. El cielo, bóveda estrellada, rodea la superficie de la tierra y está sostenido por una serie de majestuosas y equilibradas columnas. Se entiende entonces, que el Escudo comienza presentando el marco más amplio y determinante de todas las empresas humanas, y las vicisitudes que discurren sobre la tierra, entre el cielo y el mar. Frente a éstas vicisitudes, y como es inevitable en la convivencia humana, se desarrolla un juicio, cuyos principios jurídicos, por distantes que se hallen de los nuestros, se fundan en la idea de la resolución normativa de los conflictos, a la cual le es esencial el recurso a un árbitro entre las partes. Así, pues, la homérica ciudad en paz no se presenta de ningún modo como una ciudad libre del conflicto, aunque sí como una comunidad que resuelve el conflicto mediante mecanismos de administración de justicia. Se completa así la descripción de los diferentes ámbitos del mundo humano presentes en el escudo. Que en el Escudo mismo se muestre, junto con la ciudad en paz, la ciudad en guerra, viene a confirmar la pertinencia de este doble registro, en el que ya los comentaristas antiguos podían leer las dos fuerzas primordiales y opuestas (Amor versus Discordia). El Escudo no esconde el conflicto, la bajeza humana ni las tribulaciones, pero representa la creencia protectora en el Derecho y la civilidad.

Pero también, a la manera de Blaise Pascal, es cierto que el hombre no es ni ange ni bệte. Aunque a veces, con López Obrador, uno está tentado a decantarse por uno de los dos términos.