/ viernes 15 de abril de 2022

El día que la Frontera Cayó…

En Tijuana la cerca de metal (el bordo) que divide la frontera de México con la de Estados Unidos es tierra de nadie, una especie de limbo, donde cualquier cosa puede ocurrir en el momento menos esperado. Una mañana, un tipo vestido con penacho y taparrabos, hizo una especie de milagro: logró que la raza cruzara al otro lado sin pasaporte y sin visa. El extraño suceso se convertiría en leyenda y luego en una película.

El sol caía a plomo. Un eco grave retumbó de pronto por la ladera de la loma, la cual descendía hasta desembocar en la cerca de metal. Todos volteamos. Entre el gentío apareció de repente un tipo con pinta de guerrero mexica soplando un caracol marino. Se hacía llamar el Champion. Vaya elemento. Era chaparro y flaco como un fideo. Un penacho medio desplumado adornaba su cabeza de melena grasosa. Caminaba con el pecho muy henchido, mostrando la cara de piel cobriza pintarrajeada de negro igual que el contorno de sus ojos. Un taparrabos cubría su cadera, dejando ver un cinto del que colgaban cráneos y fémures humanos hechos de cartón-piedra.

A su paso, algunos lo saludaban tímidamente. Era puro pueblo. Los pobres de los pobres. Muchos eran mexicanos, otros venían de Centroamérica. Estaban sucios y hambreados. Nomás traían lo que llevaban puesto. Aparecieron en el bordo desde la madrugada, todos con el mismo sueño en la cabeza: pasar al otro lado a como diera lugar. ¿Qué hacía yo ahí? Llevaba horas caminando por la carretera Panamericana, buscando llegar al aeropuerto de Tijuana.

Una nube de polvo se levantó de repente del otro lado de la cerca de metal, sobre una vereda que serpenteaba alargándose hacia el norte. Cuando el polvo se disipó aparecieron varias trocas de la Border Patrol con las luces de las torretas encendidas. Fueron y se aparcaron a unos pasos de la cerca de metal. Lentamente los marshalls (algunos tenían cara de paisanos) fueron descendiendo con aire peliculesco. Cada uno tría un rifle y un radio. Se quedaron quietos wachando hacia el lado mexicano con los binoculares.

Si el muro de Berlín cayó, ¿éste por qué no?

Un viejillo de cabeza gris y aspecto de borrachín se acercó al Champion y le entregó un megáfono. El Champion cogió el megáfono, y al tiempo que sus ojos negros apuntaban por arriba de la cerca de metal, mirando fijamente a los marshalls, exclamó con voz poderosa (una voz que contrastaba con su tamaño): “Díganme, raza, ¿quieren pasar al otro lado?” No hubo respuesta. Todos permanecieron mudos mirando al extraño personaje. El Champion frunció el ceño y volvió a rugir agitando su cuerpecillo:

-¡No los oigo, mi gente! ¿Quieren cruzar al otro lado?

-¡Sí…! -respondieron algunos.

-¿Saben por qué estoy aquí, mi gente? -preguntó el Champion-, estoy aquí para pasarlos al otro lado. ¡Hoy voy a hacer el milagro! ¿Cuánta fe tienen hoy?

-¡Mucha fe! -dijo uno.

-¡Mucha fe! -exclamaron otros más.

-¡Mucha fe! ¡Mucha fe! ¡Mucha fe! -comenzó a corear la multitud.

Y es que aquel fulano causaba un efecto muy poderoso entre toda la raza. De pronto ya los tenía como apendejados, mirándolo y gritando. Al mismo tiempo el viejillo caminaba pidiéndole su mochada a todos los que encontraba en su camino. “Los milagros cuestan. Coopera, carnal. Ponle una pesetita o un dolarito”, les decía acercándoles un extraño bote decorado con la imagen de la diosa azteca Coatlicue. Puro pinche cuento. Una estafa. Era el momento de largarse de ahí y seguir hacia el aeropuerto.

Fue cuando el Champion volvió a preguntar empuñando el megáfono: “¿Vamos a pasar al otro lado?” “¡Vamos a pasar!”, le respondió el gentío eufórico. “¿Vamos a tirar ese muro que nos avergüenza?” “¡Lo vamos a tirar! ¡Lo vamos a tirar!”, continuó vociferando la turba. “Si el muro de Berlín cayó, ¿éste por qué no?”, rugió entonces con los brazos extendidos como si fuera una especie de Mesías. La quijada le temblaba.

Puto el que no cruce

Luego sacó una resortera de su faldón acompañada de un balín del tamaño de una nuez. Primero apuntó con la resortera hacia el lado gringo; después estiró al máximo la liga de hule y finalmente soltó el chingadazo. El balín salió disparado como un relámpago y fue y se incrustó en el parabrisas de una de las trocas de la Borer Patrol haciéndolo pedazos. Los marshalls fueron y se colocaron detrás de las trocas.

El Champion cargó la resortera y volvió a disparar. Esta vez el balín alcanzó la puerta de otra troca y le hizo un boquete. Los Marshalls se subieron y echaron en reversa. Fue cuando la raza comenzó a trepar por la cerca de metal. Escalaban la cerca y se deslizaban bajando por el otro lado. Ya que estaban en territorio gringo se echaban a correr por las veredas que surcaban la loma. Parecían pollos. Pollos en fuga. “¡Puto el que no cruce! ¡Puto el que no cruce!”, les vociferaba el Champion por el megáfono temblando y extendiendo sus brazos huesudos cubiertos de tatuajes. Miraba con estupefacción. Estaba enloquecido, fuera de sí. Una troca de la Border Patrol se detuvo repentinamente; luego giró con brusquedad y se enfiló de vuelta hacia la cerca de metal haciendo sonar la sirena y levantando el polvo.

No lo hubiera hecho. En un segundo comenzó a caerle una lluvia piedras lanzadas desde el lado mexicano por toda la raza. Las piedras cruzaban por arriba de la cerca y caían sobre la troca abollando la lámina y despedazando los cristales de las puertas. Hasta los faros reventaron. Fue cuando busqué al Champion entre el gentío, pero ya no estaba ahí. Tampoco el viejillo. ¿En qué momento se esfumaron? Quién sabe. Se fueron como llegaron. Como los fantasmas.

Caminé y caminé por la Panamericana hasta llegar al aeropuerto. En una servilleta dibujé al Champion y al viejillo. Años después encontré el dibujo y escribí un guión de cine. Luego se filmaría la película. Aún me pregunto qué habrá sido de esos dos. No, no hacían milagros exactamente, pero sabían hacer algo todavía mejor. Sabían usar a los pobres. Y el que sabe hacer eso puede llegar lejos. Algunos llegan a presidentes.

En Tijuana la cerca de metal (el bordo) que divide la frontera de México con la de Estados Unidos es tierra de nadie, una especie de limbo, donde cualquier cosa puede ocurrir en el momento menos esperado. Una mañana, un tipo vestido con penacho y taparrabos, hizo una especie de milagro: logró que la raza cruzara al otro lado sin pasaporte y sin visa. El extraño suceso se convertiría en leyenda y luego en una película.

El sol caía a plomo. Un eco grave retumbó de pronto por la ladera de la loma, la cual descendía hasta desembocar en la cerca de metal. Todos volteamos. Entre el gentío apareció de repente un tipo con pinta de guerrero mexica soplando un caracol marino. Se hacía llamar el Champion. Vaya elemento. Era chaparro y flaco como un fideo. Un penacho medio desplumado adornaba su cabeza de melena grasosa. Caminaba con el pecho muy henchido, mostrando la cara de piel cobriza pintarrajeada de negro igual que el contorno de sus ojos. Un taparrabos cubría su cadera, dejando ver un cinto del que colgaban cráneos y fémures humanos hechos de cartón-piedra.

A su paso, algunos lo saludaban tímidamente. Era puro pueblo. Los pobres de los pobres. Muchos eran mexicanos, otros venían de Centroamérica. Estaban sucios y hambreados. Nomás traían lo que llevaban puesto. Aparecieron en el bordo desde la madrugada, todos con el mismo sueño en la cabeza: pasar al otro lado a como diera lugar. ¿Qué hacía yo ahí? Llevaba horas caminando por la carretera Panamericana, buscando llegar al aeropuerto de Tijuana.

Una nube de polvo se levantó de repente del otro lado de la cerca de metal, sobre una vereda que serpenteaba alargándose hacia el norte. Cuando el polvo se disipó aparecieron varias trocas de la Border Patrol con las luces de las torretas encendidas. Fueron y se aparcaron a unos pasos de la cerca de metal. Lentamente los marshalls (algunos tenían cara de paisanos) fueron descendiendo con aire peliculesco. Cada uno tría un rifle y un radio. Se quedaron quietos wachando hacia el lado mexicano con los binoculares.

Si el muro de Berlín cayó, ¿éste por qué no?

Un viejillo de cabeza gris y aspecto de borrachín se acercó al Champion y le entregó un megáfono. El Champion cogió el megáfono, y al tiempo que sus ojos negros apuntaban por arriba de la cerca de metal, mirando fijamente a los marshalls, exclamó con voz poderosa (una voz que contrastaba con su tamaño): “Díganme, raza, ¿quieren pasar al otro lado?” No hubo respuesta. Todos permanecieron mudos mirando al extraño personaje. El Champion frunció el ceño y volvió a rugir agitando su cuerpecillo:

-¡No los oigo, mi gente! ¿Quieren cruzar al otro lado?

-¡Sí…! -respondieron algunos.

-¿Saben por qué estoy aquí, mi gente? -preguntó el Champion-, estoy aquí para pasarlos al otro lado. ¡Hoy voy a hacer el milagro! ¿Cuánta fe tienen hoy?

-¡Mucha fe! -dijo uno.

-¡Mucha fe! -exclamaron otros más.

-¡Mucha fe! ¡Mucha fe! ¡Mucha fe! -comenzó a corear la multitud.

Y es que aquel fulano causaba un efecto muy poderoso entre toda la raza. De pronto ya los tenía como apendejados, mirándolo y gritando. Al mismo tiempo el viejillo caminaba pidiéndole su mochada a todos los que encontraba en su camino. “Los milagros cuestan. Coopera, carnal. Ponle una pesetita o un dolarito”, les decía acercándoles un extraño bote decorado con la imagen de la diosa azteca Coatlicue. Puro pinche cuento. Una estafa. Era el momento de largarse de ahí y seguir hacia el aeropuerto.

Fue cuando el Champion volvió a preguntar empuñando el megáfono: “¿Vamos a pasar al otro lado?” “¡Vamos a pasar!”, le respondió el gentío eufórico. “¿Vamos a tirar ese muro que nos avergüenza?” “¡Lo vamos a tirar! ¡Lo vamos a tirar!”, continuó vociferando la turba. “Si el muro de Berlín cayó, ¿éste por qué no?”, rugió entonces con los brazos extendidos como si fuera una especie de Mesías. La quijada le temblaba.

Puto el que no cruce

Luego sacó una resortera de su faldón acompañada de un balín del tamaño de una nuez. Primero apuntó con la resortera hacia el lado gringo; después estiró al máximo la liga de hule y finalmente soltó el chingadazo. El balín salió disparado como un relámpago y fue y se incrustó en el parabrisas de una de las trocas de la Borer Patrol haciéndolo pedazos. Los marshalls fueron y se colocaron detrás de las trocas.

El Champion cargó la resortera y volvió a disparar. Esta vez el balín alcanzó la puerta de otra troca y le hizo un boquete. Los Marshalls se subieron y echaron en reversa. Fue cuando la raza comenzó a trepar por la cerca de metal. Escalaban la cerca y se deslizaban bajando por el otro lado. Ya que estaban en territorio gringo se echaban a correr por las veredas que surcaban la loma. Parecían pollos. Pollos en fuga. “¡Puto el que no cruce! ¡Puto el que no cruce!”, les vociferaba el Champion por el megáfono temblando y extendiendo sus brazos huesudos cubiertos de tatuajes. Miraba con estupefacción. Estaba enloquecido, fuera de sí. Una troca de la Border Patrol se detuvo repentinamente; luego giró con brusquedad y se enfiló de vuelta hacia la cerca de metal haciendo sonar la sirena y levantando el polvo.

No lo hubiera hecho. En un segundo comenzó a caerle una lluvia piedras lanzadas desde el lado mexicano por toda la raza. Las piedras cruzaban por arriba de la cerca y caían sobre la troca abollando la lámina y despedazando los cristales de las puertas. Hasta los faros reventaron. Fue cuando busqué al Champion entre el gentío, pero ya no estaba ahí. Tampoco el viejillo. ¿En qué momento se esfumaron? Quién sabe. Se fueron como llegaron. Como los fantasmas.

Caminé y caminé por la Panamericana hasta llegar al aeropuerto. En una servilleta dibujé al Champion y al viejillo. Años después encontré el dibujo y escribí un guión de cine. Luego se filmaría la película. Aún me pregunto qué habrá sido de esos dos. No, no hacían milagros exactamente, pero sabían hacer algo todavía mejor. Sabían usar a los pobres. Y el que sabe hacer eso puede llegar lejos. Algunos llegan a presidentes.