/ viernes 26 de junio de 2020

El desmantelamiento del estado mexicano



La trayectoria política de Andrés Manuel López Obrador, su adhesión al desgastado credo del nacionalismo revolucionario y su declarada afinidad con los gobiernos populistas de América Latina, llevaron a suponer que como presidente de la república reanimaría las políticas de corte estatista.

Pero el pronóstico falló. Al más puro estilo neoliberal - que todos los días critica desde su púlpito mañanero - y anclado en la narrativa de la austeridad y el combate a la corrupción, el titular del ejecutivo federal impulsa un riesgoso proyecto de desmantelamiento del estado mexicano.

Al iniciar la presente administración, desaparecieron las delegaciones del gobierno federal en los estados de la república. En su lugar se establecieron las Coordinaciones de Programas para el Desarrollo, una figura extraña que no ha terminado por implantarse, ni ha demostrado sus beneficios.

Seguramente muchas delegaciones federales no se justificaban, pero otras eran vitales para la coordinación intergubernamental y la atención a los ciudadanos. Pero no hubo criterio. Se dictó una medida general y se procedió con el machete al recorte. No se presentó un estudio detallado, o al menos no se conoció, que dejara en claro, estado por estado y caso por caso, qué delegaciones tendrían que suprimirse y cuáles por su utilidad social deberían mantenerse. No se explicó tampoco el nuevo modelo de gestión pública derivado de la cancelación de las delegaciones federales y la creación de los llamados “superdelegados”.

¿Cuál es el resultado práctico de todo esto? Una notable disminución de la presencia del gobierno federal en los estados. Como era lógico pensarlo, los Coordinadores de Programas para el Desarrollo no pueden atender todos los temas, pero además no cuentan con facultades resolutivas. Hoy, muchas oficinas federales en las entidades de la república son verdaderos cascarones vacíos. En los estados, la acción del gobierno federal no se ve ni siente.

Este proceso de desmantelamiento institucional, no se ha detenido. En el marco de la pandemia del COVID-19, el presidente López Obrador ordenó la extinción de todos los fideicomisos públicos sin estructura orgánica y que sus recursos (250 mil millones de pesos) se concentren en la tesorería de la federación, para fortalecer los programas sociales, apuntalar a PEMEX ante la caída en los precios del petróleo y pagar deuda pública.

Una vez más, los argumentos para dictar tal medida han sido la austeridad y el combate a la corrupción. Al respecto, podemos decir que los fideicomisos son instrumentos totalmente legales para administra los recursos públicos, con una visión de mediano y largo plazo, independientemente del cambio de gobiernos. Es cierto que en México algunos fideicomisos no han sido manejados con transparencia, ni de manera adecuada. Ante ello, se imponía la revisión pormenorizada de cada uno de los casos y su reordenamiento o eventual cancelación. Pero vino de nuevo el recorte general.

Con ello, se deja sin certeza presupuestal a beneficiarios del Fondo Nacional de Infraestructura, emprendedores, a las escuelas de excelencia para abatir el rezago educativo, artistas y creadores, a la investigación científica y deportistas de alto rendimiento.

Más recientemente, y con el mismo pretexto de ahorrar presupuesto, Andrés Manuel López Obrador ha planteado la desaparición de importantes organismos y dependencias de la administración pública federal, como el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED) y el Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (SIPINNA), porque en su opinión “demandan muchos recursos y no tienen beneficios para la población”.

Resulta por demás preocupante y lamentable, que a más de año y medio de su gestión, el presidente de la república reconozca que no estaba enterado de la existencia del CONAPRED y del SIPINNA, a pesar de la relevancia de las tareas que cumplen dichas instituciones. Al parecer, la visión del gobierno del ejecutivo federal se limita a los programas sociales clientelares, PEMEX, CFE y sus obras faraónicas.

El desmantelamiento del estado mexicano, se acentúa con el decreto publicado el pasado 22 de mayo por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público en el que ordena a las entidades y dependencias de la administración pública federal no ejercer el 75% del presupuesto disponible en el 2020 en las partidas de servicios generales y materiales y suministros.

Lo anterior significa, en los hechos, paralizar una buena parte del gobierno federal en lo que resta del año. Hay dependencias que corren el riesgo de desaparecer, como la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, los tribunales agrarios, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), entre otras, que con este ajuste draconiano no tendrán condiciones para funcionar y desarrollar sus programas y actividades esenciales.

El desmantelamiento institucional que hemos reseñado es muy grave, porque las instituciones forman parte del patrimonio fundamental de una sociedad. Si algunas instituciones no están dando los resultados esperados se puede intentar reformarlas, pero no desaparecerlas solo porque se deduce que representan el “viejo régimen” corrupto y los intereses de los “conservadores” y “neoliberales”.

Habría que decir, en honor a la verdad, que no hay engaños, ni sorpresas. Como presidente de la república, López Obrador hace lo que propuso durante años como líder opositor y candidato. Lo dijo y lo está cumpliendo: “Al diablo con sus instituciones”.

Nos hemos referido aquí a organismos y dependencias del gobierno federal, cuya asfixia financiera o desaparición provocará un déficit institucional y una contracción de políticas públicas en áreas estratégicas para el desarrollo nacional y la atención a los ciudadanos.

Pero si esto es preocupante, más grave es la embestida contra los organismos constitucionales autónomos. Primero fue Ricardo Monreal, coordinador de los senadores de Morena, que propuso fusionar la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) y la Comisión Reguladora de Energía (CRE). Acto seguido, el propio presidente de la república ha planteado revisar el trabajo desempeñado por organismos autónomos, como la COFECE; el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI); la CRE y el Instituto Nacional Electoral (INE).

Nadie puede oponerse a que se evalúe, con objetividad, el trabajo y los resultados de éstas y de todas las instituciones públicas. Lo que no gusta aquí es el “modito” del mensaje de Andrés Manuel López Obrador, que de entrada descalifica a los referidos organismos autónomos, ya que en su opinión “no han hecho nada en favor del pueblo”, “demandan muchos recursos” y “solo han servido para coptar, comprar voluntades, maicear a críticos del gobierno y dar empleo a los allegados”.

Lo menos que podemos decir, es que se trata de una visión prejuiciada e injusta. Por supuesto que el desempeño de las comisiones e institutos autónomos no ha sido perfecto, ni está exento de cuestionamientos. Pero nadie puede negar sus aportes. Estos organismos forman parte del patrimonio institucional de México.

Además de cumplir tareas públicas especializadas, las comisiones e institutos autónomos juegan un papel fundamental en nuestro sistema democrático, como contrapesos necesarios en el ejercicio del poder. Pero, justamente, el gobierno de la Cuarta Transformación es alérgico a todo lo que signifique autonomía, independencia y ejercicio compartido del poder.

Y aquí no vale el argumento de la austeridad y el ahorro de recursos. Los 8 organismos autónomos previstos en la constitución absorben apenas el 0.94% del presupuesto federal. Realmente, el tema es político. La meta de la 4T es el poder absoluto. Buscan restaurar el viejo hiperpresidencialismo, sin límites ni contrapesos. Van por el control de todo. Ya lo demostraron con el nombramiento de una presidenta a modo en la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Su objetivo es conquistar y colonizar todos los espacios del estado. Si ello ocurre, iniciará un peligroso deterioro de la democracia mexicana.



La trayectoria política de Andrés Manuel López Obrador, su adhesión al desgastado credo del nacionalismo revolucionario y su declarada afinidad con los gobiernos populistas de América Latina, llevaron a suponer que como presidente de la república reanimaría las políticas de corte estatista.

Pero el pronóstico falló. Al más puro estilo neoliberal - que todos los días critica desde su púlpito mañanero - y anclado en la narrativa de la austeridad y el combate a la corrupción, el titular del ejecutivo federal impulsa un riesgoso proyecto de desmantelamiento del estado mexicano.

Al iniciar la presente administración, desaparecieron las delegaciones del gobierno federal en los estados de la república. En su lugar se establecieron las Coordinaciones de Programas para el Desarrollo, una figura extraña que no ha terminado por implantarse, ni ha demostrado sus beneficios.

Seguramente muchas delegaciones federales no se justificaban, pero otras eran vitales para la coordinación intergubernamental y la atención a los ciudadanos. Pero no hubo criterio. Se dictó una medida general y se procedió con el machete al recorte. No se presentó un estudio detallado, o al menos no se conoció, que dejara en claro, estado por estado y caso por caso, qué delegaciones tendrían que suprimirse y cuáles por su utilidad social deberían mantenerse. No se explicó tampoco el nuevo modelo de gestión pública derivado de la cancelación de las delegaciones federales y la creación de los llamados “superdelegados”.

¿Cuál es el resultado práctico de todo esto? Una notable disminución de la presencia del gobierno federal en los estados. Como era lógico pensarlo, los Coordinadores de Programas para el Desarrollo no pueden atender todos los temas, pero además no cuentan con facultades resolutivas. Hoy, muchas oficinas federales en las entidades de la república son verdaderos cascarones vacíos. En los estados, la acción del gobierno federal no se ve ni siente.

Este proceso de desmantelamiento institucional, no se ha detenido. En el marco de la pandemia del COVID-19, el presidente López Obrador ordenó la extinción de todos los fideicomisos públicos sin estructura orgánica y que sus recursos (250 mil millones de pesos) se concentren en la tesorería de la federación, para fortalecer los programas sociales, apuntalar a PEMEX ante la caída en los precios del petróleo y pagar deuda pública.

Una vez más, los argumentos para dictar tal medida han sido la austeridad y el combate a la corrupción. Al respecto, podemos decir que los fideicomisos son instrumentos totalmente legales para administra los recursos públicos, con una visión de mediano y largo plazo, independientemente del cambio de gobiernos. Es cierto que en México algunos fideicomisos no han sido manejados con transparencia, ni de manera adecuada. Ante ello, se imponía la revisión pormenorizada de cada uno de los casos y su reordenamiento o eventual cancelación. Pero vino de nuevo el recorte general.

Con ello, se deja sin certeza presupuestal a beneficiarios del Fondo Nacional de Infraestructura, emprendedores, a las escuelas de excelencia para abatir el rezago educativo, artistas y creadores, a la investigación científica y deportistas de alto rendimiento.

Más recientemente, y con el mismo pretexto de ahorrar presupuesto, Andrés Manuel López Obrador ha planteado la desaparición de importantes organismos y dependencias de la administración pública federal, como el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED) y el Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (SIPINNA), porque en su opinión “demandan muchos recursos y no tienen beneficios para la población”.

Resulta por demás preocupante y lamentable, que a más de año y medio de su gestión, el presidente de la república reconozca que no estaba enterado de la existencia del CONAPRED y del SIPINNA, a pesar de la relevancia de las tareas que cumplen dichas instituciones. Al parecer, la visión del gobierno del ejecutivo federal se limita a los programas sociales clientelares, PEMEX, CFE y sus obras faraónicas.

El desmantelamiento del estado mexicano, se acentúa con el decreto publicado el pasado 22 de mayo por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público en el que ordena a las entidades y dependencias de la administración pública federal no ejercer el 75% del presupuesto disponible en el 2020 en las partidas de servicios generales y materiales y suministros.

Lo anterior significa, en los hechos, paralizar una buena parte del gobierno federal en lo que resta del año. Hay dependencias que corren el riesgo de desaparecer, como la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, los tribunales agrarios, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), entre otras, que con este ajuste draconiano no tendrán condiciones para funcionar y desarrollar sus programas y actividades esenciales.

El desmantelamiento institucional que hemos reseñado es muy grave, porque las instituciones forman parte del patrimonio fundamental de una sociedad. Si algunas instituciones no están dando los resultados esperados se puede intentar reformarlas, pero no desaparecerlas solo porque se deduce que representan el “viejo régimen” corrupto y los intereses de los “conservadores” y “neoliberales”.

Habría que decir, en honor a la verdad, que no hay engaños, ni sorpresas. Como presidente de la república, López Obrador hace lo que propuso durante años como líder opositor y candidato. Lo dijo y lo está cumpliendo: “Al diablo con sus instituciones”.

Nos hemos referido aquí a organismos y dependencias del gobierno federal, cuya asfixia financiera o desaparición provocará un déficit institucional y una contracción de políticas públicas en áreas estratégicas para el desarrollo nacional y la atención a los ciudadanos.

Pero si esto es preocupante, más grave es la embestida contra los organismos constitucionales autónomos. Primero fue Ricardo Monreal, coordinador de los senadores de Morena, que propuso fusionar la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) y la Comisión Reguladora de Energía (CRE). Acto seguido, el propio presidente de la república ha planteado revisar el trabajo desempeñado por organismos autónomos, como la COFECE; el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI); la CRE y el Instituto Nacional Electoral (INE).

Nadie puede oponerse a que se evalúe, con objetividad, el trabajo y los resultados de éstas y de todas las instituciones públicas. Lo que no gusta aquí es el “modito” del mensaje de Andrés Manuel López Obrador, que de entrada descalifica a los referidos organismos autónomos, ya que en su opinión “no han hecho nada en favor del pueblo”, “demandan muchos recursos” y “solo han servido para coptar, comprar voluntades, maicear a críticos del gobierno y dar empleo a los allegados”.

Lo menos que podemos decir, es que se trata de una visión prejuiciada e injusta. Por supuesto que el desempeño de las comisiones e institutos autónomos no ha sido perfecto, ni está exento de cuestionamientos. Pero nadie puede negar sus aportes. Estos organismos forman parte del patrimonio institucional de México.

Además de cumplir tareas públicas especializadas, las comisiones e institutos autónomos juegan un papel fundamental en nuestro sistema democrático, como contrapesos necesarios en el ejercicio del poder. Pero, justamente, el gobierno de la Cuarta Transformación es alérgico a todo lo que signifique autonomía, independencia y ejercicio compartido del poder.

Y aquí no vale el argumento de la austeridad y el ahorro de recursos. Los 8 organismos autónomos previstos en la constitución absorben apenas el 0.94% del presupuesto federal. Realmente, el tema es político. La meta de la 4T es el poder absoluto. Buscan restaurar el viejo hiperpresidencialismo, sin límites ni contrapesos. Van por el control de todo. Ya lo demostraron con el nombramiento de una presidenta a modo en la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Su objetivo es conquistar y colonizar todos los espacios del estado. Si ello ocurre, iniciará un peligroso deterioro de la democracia mexicana.