/ jueves 21 de abril de 2022

De demócratas y de enemigos de la República

De demócratas y de enemigos de la República

¿Por qué hemos de apoyar la democracia en el gobierno del Estado? Se pregunta Robert A. Dahl* cuestionando que los líderes de los regímenes no democráticos generalmente han tratado de justificar su dominación invocando la antigua y persistente pretensión de que la mayoría de las personas simplemente no son competentes para participar en el gobierno del Estado, y que la mayoría saldría ganando si se limitaran a confiar la tarea del gobierno a una minoría o quizá a una única persona, así que cuando no bastaron los argumentos, se recurrió a la coerción en sus muy variadas presentaciones. Dahl contesta la pregunta, afirmando que la democracia posee al menos diez ventajas en comparación con cualquier otra alternativa factible. Una de ellas es que la democracia ayuda a evitar el gobierno de autócratas crueles y depravados.

Pasando por alto esos detalles sutiles de lo que significan e importan los procesos democráticos que se desarrollan en sede legislativa o el concepto constitucional que representa la figura de la inmunidad parlamentaria del artículo 61, el lunes 18, López Obrador declaró que sabía por adelantado lo que ocurrió el domingo en la Cámara de Diputados con su regresiva contrarreforma eléctrica (donde debido a los votos de los diputados de oposición, no obtuvo la mayoría calificada necesaria para su aprobación constitucional) "gracias a los traidores a la patria" –así los calificó-, por lo que adelantándose, preparó la reforma a la Ley Minera, que busca "nacionalizar el litio". Enseguida, todo el bloque oficialista se volcó a repetir por todas partes la consigna. Mario Delgado, presidente de Morena, junto a la Secretaria General del partido, Citlalli Hernández, han anunciado que comenzarán una campaña nacional para armar una lista y marcar públicamente a todos los diputados que votaron en contra de la malograda contrarreforma obradorista. Citlalli Hernández, también senadora, dijo en tono lapidario que su partido va a “informar con nombre, apellido, rostro y partido en cada distrito, que los diputados que tenían que haber representado a ese sector de la población traicionaron a la patria”.

Carteles en la calle llamando al linchamiento, publicaciones en las redes sociales con el nombre y rostro de los diputados de oposición con la leyenda “traidores de la patria”, agresiones públicas, acoso, agresión y hostigamiento de los propios diputados de Morena hacia los legisladores de oposición, que forzaron a suspender la sesión parlamentaria de media semana. Es la manera con que marcaba el fascismo a sus oponentes políticos. La energía destructiva de los nazis también estuvo centrada de la misma manera en contra de sus adversarios políticos, haciéndolos víctimas de la violencia, el acoso y la opresión.

Tácticas morenistas que se asemejan a las de los jemeres rojos de Pol Pot, radicales comunistas con un nacionalismo y agrarismo a ultranza con un odio profundo hacia las clases pudientes, hacia la injerencia extranjera en Camboya –principalmente de los vietnamitas y los occidentales– y extrañamente hacia los habitantes de las ciudades, “la cuna de todos los males que afectaban al país”, que eliminaron sistemáticamente a las personas que ellos consideraban como reaccionarias, a través de la delación y del acoso.

“Traición a la patria”, clama López Obrador contra los diputados que no votaron como eran sus deseos, metamorfoseándose en algún héroe nacional de la historia de estampitas con la que es dado a fantasear. Como ya nos lo dijera hace mucho Jorge Ibargüengoitia* en sus Instrucciones para vivir en México, lo que pasa es que, en busca de la simplificación, se ha tratado de ver la Revolución mexicana como un western, con malos y buenos, triunfadores y vencidos y en donde la virtud se impone al final. Pero querer ver la Revolución como western es no entenderla, decía el guanajuatense. “Es cierto que fue un movimiento popular, pero no todos los revolucionarios eran igual de ‘pueblo’”. En sus Instrucciones Ibargüengoitia especula si Villa (el Pancho de la Revolución) hubiera ganado y habla sobre los dos defectos que pasan con los cumpleaños, así como con las revoluciones: son inevitables y acumulativos y además, van deformando la personalidad del que los festeja. Las revoluciones –anota Ibargüengoitia- se hacen viejas y llega un momento en que cuesta mucho trabajo recordar lo que fueron en sus mocedades y, en el caso de la mexicana, “ha adquirido una respetabilidad que nunca hubiera pretendido tener en su juventud”. Ibargüengoitia nos dice que las mocedades de la revolución siguen siendo de los episodios más confusos de nuestra historia y lo muestra en este diálogo imaginado por él:

“-¿Zapata era bueno, mamá? –preguntan los niños.

-Sí, era bueno. Luchó contra la opresión del campesino y porque se le entregara la tierra a quienes la trabajan –explica la madre patriótica y revolucionaria.”

“Esta es la parte fácil. Lo que cuesta más trabajo explicar es cómo, siendo bueno, luchó en contra de Madero, que también era bueno, y de Carranza, que también lo fue; y cómo siendo bueno, murió a consecuencia de una intriga en la que, todo parece indicar, metió las manos don Pablo, otro buenazo, que años antes había combatido al archivillano irredento de la Revolución, Victoriano Huerta. Prueba de la maldad de este último es que ni siquiera le han hecho estatua […] la revolución joven se nos presenta como un movimiento popular de los pobres contra los ricos y el ejército… Era la idea que tenían Zapata y Villa cuando se juntaron antes de entrar en la ciudad de México. Ahora sí (dijeron) ya nos juntamos los pobres para acabar con los ricos… (pero) No estaban pensando sólo en los ricos porfirianos, sino también en los carrancistas.”

Se viven momentos de transgresión del sistema republicano en nuestro país, como sucedió en tiempos antiguos con las leges Corneliae Pompeiae del año 88 a.C., durante la guerra civil en Roma, las pugnas entre los optimates (aristocracia republicana que buscaba aumentar el poder del Senado) y los populares (‘[los de la facción] del pueblo') que estaban constituidos por los jefes aristocráticos romanos que durante la República tardía buscaban usar las asambleas populares para acabar con el dominio que ejercían los nobiles y los optimates en la vida política y, destacadamente -haciendo parangón con lo que hace López Obrador y sus aliados en contra de los diputados de oposición-, la consolidación y la aceleración del terror en Roma con la práctica política deshumanizadora de la declaración de enemigos públicos (hostes), en donde por decreto senatorial o acto legislativo se legitimaron actos de venganza personal en actos de interés público, permitiendo transformar un enemigo político o personal en un enemigo de la República (hostes rei publicae). A todos aquellos infortunados en quienes recaía la declaratoria de enemigos de la cosa pública, podían ser asesinados por cualquiera con total impunidad (ya que se puede decir que había jurídicamente un “permiso para matar”), sus propiedades eran confiscadas y arrasadas y la supuesta negación a la invitación al saqueo era entendida como expresión táctica de protesta. La radicalidad de la declaración de hostis residía en concebir a la víctima como un elemento externo a la comunidad, haciendo más tolerable –si es que puede afirmarse de esta manera- su eliminación.

Por su parte, el alejandrino Apiano, historiador romano de origen griego, focaliza su atención en la concentración de violencia y de radicalización en la época, su nocividad para la República, subrayando la persecución política de doce nobiles romanos, tal y como se ha mencionado, en una auténtica narrativa del declive:

De esta forma las sediciones, nacidas de la discordia y rivalidad, vinieron a parar en asesinatos, y de asesinatos, en guerras cabales, y ahora, por primera vez, un ejército de ciudadanos invadió la patria como si fuera tierra enemiga. A partir de entonces, las sediciones no dejaron de ser decididas ya por medio de ejércitos y se produjeron continuas invasiones de Roma y batallas bajo sus muros, y cuantas otras circunstancias acompañan a las guerras; pues para aquellos que utilizaban la violencia no existía ya freno alguno por un sentimiento de respeto hacia las leyes, las instituciones o, al menos, la patria”.

  • Robert A. Dahl, La democracia. Una guía para los ciudadanos, Taurus, Madrid, 1999.
  • Jorge Ibargüengoitia, Instrucciones para vivir en México, Ed. Joaquín Mortiz, México, 1990.

De demócratas y de enemigos de la República

¿Por qué hemos de apoyar la democracia en el gobierno del Estado? Se pregunta Robert A. Dahl* cuestionando que los líderes de los regímenes no democráticos generalmente han tratado de justificar su dominación invocando la antigua y persistente pretensión de que la mayoría de las personas simplemente no son competentes para participar en el gobierno del Estado, y que la mayoría saldría ganando si se limitaran a confiar la tarea del gobierno a una minoría o quizá a una única persona, así que cuando no bastaron los argumentos, se recurrió a la coerción en sus muy variadas presentaciones. Dahl contesta la pregunta, afirmando que la democracia posee al menos diez ventajas en comparación con cualquier otra alternativa factible. Una de ellas es que la democracia ayuda a evitar el gobierno de autócratas crueles y depravados.

Pasando por alto esos detalles sutiles de lo que significan e importan los procesos democráticos que se desarrollan en sede legislativa o el concepto constitucional que representa la figura de la inmunidad parlamentaria del artículo 61, el lunes 18, López Obrador declaró que sabía por adelantado lo que ocurrió el domingo en la Cámara de Diputados con su regresiva contrarreforma eléctrica (donde debido a los votos de los diputados de oposición, no obtuvo la mayoría calificada necesaria para su aprobación constitucional) "gracias a los traidores a la patria" –así los calificó-, por lo que adelantándose, preparó la reforma a la Ley Minera, que busca "nacionalizar el litio". Enseguida, todo el bloque oficialista se volcó a repetir por todas partes la consigna. Mario Delgado, presidente de Morena, junto a la Secretaria General del partido, Citlalli Hernández, han anunciado que comenzarán una campaña nacional para armar una lista y marcar públicamente a todos los diputados que votaron en contra de la malograda contrarreforma obradorista. Citlalli Hernández, también senadora, dijo en tono lapidario que su partido va a “informar con nombre, apellido, rostro y partido en cada distrito, que los diputados que tenían que haber representado a ese sector de la población traicionaron a la patria”.

Carteles en la calle llamando al linchamiento, publicaciones en las redes sociales con el nombre y rostro de los diputados de oposición con la leyenda “traidores de la patria”, agresiones públicas, acoso, agresión y hostigamiento de los propios diputados de Morena hacia los legisladores de oposición, que forzaron a suspender la sesión parlamentaria de media semana. Es la manera con que marcaba el fascismo a sus oponentes políticos. La energía destructiva de los nazis también estuvo centrada de la misma manera en contra de sus adversarios políticos, haciéndolos víctimas de la violencia, el acoso y la opresión.

Tácticas morenistas que se asemejan a las de los jemeres rojos de Pol Pot, radicales comunistas con un nacionalismo y agrarismo a ultranza con un odio profundo hacia las clases pudientes, hacia la injerencia extranjera en Camboya –principalmente de los vietnamitas y los occidentales– y extrañamente hacia los habitantes de las ciudades, “la cuna de todos los males que afectaban al país”, que eliminaron sistemáticamente a las personas que ellos consideraban como reaccionarias, a través de la delación y del acoso.

“Traición a la patria”, clama López Obrador contra los diputados que no votaron como eran sus deseos, metamorfoseándose en algún héroe nacional de la historia de estampitas con la que es dado a fantasear. Como ya nos lo dijera hace mucho Jorge Ibargüengoitia* en sus Instrucciones para vivir en México, lo que pasa es que, en busca de la simplificación, se ha tratado de ver la Revolución mexicana como un western, con malos y buenos, triunfadores y vencidos y en donde la virtud se impone al final. Pero querer ver la Revolución como western es no entenderla, decía el guanajuatense. “Es cierto que fue un movimiento popular, pero no todos los revolucionarios eran igual de ‘pueblo’”. En sus Instrucciones Ibargüengoitia especula si Villa (el Pancho de la Revolución) hubiera ganado y habla sobre los dos defectos que pasan con los cumpleaños, así como con las revoluciones: son inevitables y acumulativos y además, van deformando la personalidad del que los festeja. Las revoluciones –anota Ibargüengoitia- se hacen viejas y llega un momento en que cuesta mucho trabajo recordar lo que fueron en sus mocedades y, en el caso de la mexicana, “ha adquirido una respetabilidad que nunca hubiera pretendido tener en su juventud”. Ibargüengoitia nos dice que las mocedades de la revolución siguen siendo de los episodios más confusos de nuestra historia y lo muestra en este diálogo imaginado por él:

“-¿Zapata era bueno, mamá? –preguntan los niños.

-Sí, era bueno. Luchó contra la opresión del campesino y porque se le entregara la tierra a quienes la trabajan –explica la madre patriótica y revolucionaria.”

“Esta es la parte fácil. Lo que cuesta más trabajo explicar es cómo, siendo bueno, luchó en contra de Madero, que también era bueno, y de Carranza, que también lo fue; y cómo siendo bueno, murió a consecuencia de una intriga en la que, todo parece indicar, metió las manos don Pablo, otro buenazo, que años antes había combatido al archivillano irredento de la Revolución, Victoriano Huerta. Prueba de la maldad de este último es que ni siquiera le han hecho estatua […] la revolución joven se nos presenta como un movimiento popular de los pobres contra los ricos y el ejército… Era la idea que tenían Zapata y Villa cuando se juntaron antes de entrar en la ciudad de México. Ahora sí (dijeron) ya nos juntamos los pobres para acabar con los ricos… (pero) No estaban pensando sólo en los ricos porfirianos, sino también en los carrancistas.”

Se viven momentos de transgresión del sistema republicano en nuestro país, como sucedió en tiempos antiguos con las leges Corneliae Pompeiae del año 88 a.C., durante la guerra civil en Roma, las pugnas entre los optimates (aristocracia republicana que buscaba aumentar el poder del Senado) y los populares (‘[los de la facción] del pueblo') que estaban constituidos por los jefes aristocráticos romanos que durante la República tardía buscaban usar las asambleas populares para acabar con el dominio que ejercían los nobiles y los optimates en la vida política y, destacadamente -haciendo parangón con lo que hace López Obrador y sus aliados en contra de los diputados de oposición-, la consolidación y la aceleración del terror en Roma con la práctica política deshumanizadora de la declaración de enemigos públicos (hostes), en donde por decreto senatorial o acto legislativo se legitimaron actos de venganza personal en actos de interés público, permitiendo transformar un enemigo político o personal en un enemigo de la República (hostes rei publicae). A todos aquellos infortunados en quienes recaía la declaratoria de enemigos de la cosa pública, podían ser asesinados por cualquiera con total impunidad (ya que se puede decir que había jurídicamente un “permiso para matar”), sus propiedades eran confiscadas y arrasadas y la supuesta negación a la invitación al saqueo era entendida como expresión táctica de protesta. La radicalidad de la declaración de hostis residía en concebir a la víctima como un elemento externo a la comunidad, haciendo más tolerable –si es que puede afirmarse de esta manera- su eliminación.

Por su parte, el alejandrino Apiano, historiador romano de origen griego, focaliza su atención en la concentración de violencia y de radicalización en la época, su nocividad para la República, subrayando la persecución política de doce nobiles romanos, tal y como se ha mencionado, en una auténtica narrativa del declive:

De esta forma las sediciones, nacidas de la discordia y rivalidad, vinieron a parar en asesinatos, y de asesinatos, en guerras cabales, y ahora, por primera vez, un ejército de ciudadanos invadió la patria como si fuera tierra enemiga. A partir de entonces, las sediciones no dejaron de ser decididas ya por medio de ejércitos y se produjeron continuas invasiones de Roma y batallas bajo sus muros, y cuantas otras circunstancias acompañan a las guerras; pues para aquellos que utilizaban la violencia no existía ya freno alguno por un sentimiento de respeto hacia las leyes, las instituciones o, al menos, la patria”.

  • Robert A. Dahl, La democracia. Una guía para los ciudadanos, Taurus, Madrid, 1999.
  • Jorge Ibargüengoitia, Instrucciones para vivir en México, Ed. Joaquín Mortiz, México, 1990.