/ viernes 12 de noviembre de 2021

De Actores, Egos y Fama…

Los hay talentosos; los hay temperamentales; los hay insoportables… Así son los actores y las actrices. Dentro de ese mundo de “farsantes”, que viven de rentar su cuerpo y sus emociones para hacerse pasar por alguien más, la popularidad lo es todo.

Una cosa es salir todos los días a la calle con la obligación de “actuar distintos personajes” a lo largo del día para relacionarnos con el mundo que nos rodea, y otra distinta es hacer de la actuación un modo de vida. Conozco a un viejo actor que durante más de cuarenta años ha sido “doble” en películas de acción. Cuando no tiene trabajo, se disfraza y se va a vagar por la ciudad. Lo mismo se pone una peluca y se maquilla como una mujer, que se caracteriza como zombie, o de plano se viste de torero. Para él todo vale la pena con tal de ser el centro de atención. El solo hecho de que la gente voltee y se le quede mirando es como si le aplaudieran. Ciertamente nadie come de aplausos, pero para un actor los aplausos “alimentan” el alma. Y el sobre todo el ego.

No conozco un solo actor que no sea adicto a los aplausos. Como tampoco conozco a uno que odie la fama. Y es que para un actor la fama a veces puede ser incómoda, pero nunca despreciable. Es la fama la que le consigue películas, anuncios publicitarios, programas de televisión… Es la fama la que hace que la gente le recuerde, y a veces, hasta llegue a amarle. Claro está que para ser popular, hay que ser visto con frecuencia. Por ello se entiende que algunos actores sean capaces de todo con tal de ser nota en los medios. No importa que hablen bien o mal de ellos en “Ventaneando” o en el “face”, lo importante es que hablen. Si hay algo que un actor odia es la indiferencia.

Un minuto de fama

Estoy sentado junto a Itatí Cantoral. Faltan unos segundos para que comience la conferencia de prensa de la película que hicimos juntos. A lo lejos, del otro lado de la enorme puerta de vidrio, hay un enjambre de fotógrafos y reporteros (los temidos paparazzi) esperando que les permitan la entrada. Mientras, Itatí se da una “manita de gato” frente a un espejito proveniente de su bolso. Se atusa el pelo, se revisa las uñas prolijamente cortadas, sonríe para admirar su dentadura muy blanca y pareja. Por el gesto de felicidad que hay en su rostro, pareciera que todo está en orden.

Luego se me queda viendo. “¿Tú sabes qué es ser famoso?”, me pregunta de pronto, como quien preguntara la hora. Antes de que yo conteste, la puerta de vidrio se abre. Entre codazos y resbalones, los paparazzi entran al vestíbulo. Se supone que deberían sentarse en las sillas que fueron colocadas para tal efecto, pero no, lejos de eso, se abalanzan sobre nosotros. Eso de “nosotros” es un decir, porque en realidad se abalanzan sobre Itatí. Los flashazos relumbran en su rostro uno tras otro. Todos le preguntan algo al mismo tiempo. Que cómo va la relación con su nuevo galán. Que si su ex ya anda con alguien de la farándula. Que si está pensando hacerse la cirugía. Sin alterarse, Itatí se me acerca y con su sonrisa sarcástica me susurra al oído: “Esto es ser famoso. Ni modo, es chamba”. A continuación vuelve a sonreír y comienza a responder amablemente a los paparazzi.

Crea fama…

Mientras que para algunos actores la fama puede ser la perdición, para otros es la puerta de entrada a la inmortalidad. Para muestra el sonado caso de Octavio Ocaña, mejor conocido como “Benito Rivers”. Más allá de la versión de que se trate (las hay distintas, desde la que plantea que Octavio fue baleado por policías, hasta la que asegura que él mismo se quitó la vida), era tal la fama del personaje de “Benito Rivers”, y tan grande el aprecio que esa fama le dispensaba por parte de millones de personas, que sin importar si estaba armado o consumía drogas, o se juntaba con mañosos, el actor será siempre recordado en el imaginario popular como una especie de mártir; aquel chavillo pecoso y entrañable que salía en “Vecinos” con César Bono, y que murió trágicamente mientras andaba en su camioneta -haciendo quién sabe qué- por las sórdidas calles de Cuautitlán Izcalli. Donde, dicho sea de paso, la policía es de terror.

Pero los actores de cine no son los únicos que sucumben ante los devaneos de la fama, los “actores políticos” también. ¿Qué hubiera pasado, por ejemplo, si el exdirector de Petróleos Mexicanos, el controvertido Emilio Lozoya Austin, en vez de haber sido balconeado mientras comía pato pekinés en un lujoso restaurante, hubiese sido fotografiado refinándose unos tacos de tripa en algún changarrito afuera del Metro Tacubaya? Probablemente su fama de corrupto, cínico y soberbio en algo habría cambiado. El juicio de la gente y de los medios habría sido mucho más benévolo con él. Quizá hasta el juez que lleva su causa, se la habría perdonado y hoy seguiría muy tranquilo en su casa. Subestimó los efectos de la fama y finalmente acabó en el bote.

En fin, transitar por esta vida es como estar en el rodaje de una película. Una en la que somos los actores. Cuando el rodaje de la película concluye, la fama que dejamos es lo único que realmente importa. La primera gran dificultad es hacerse de buena fama; la segunda es preservar esa fama a lo largo de los tiempos.

Los hay talentosos; los hay temperamentales; los hay insoportables… Así son los actores y las actrices. Dentro de ese mundo de “farsantes”, que viven de rentar su cuerpo y sus emociones para hacerse pasar por alguien más, la popularidad lo es todo.

Una cosa es salir todos los días a la calle con la obligación de “actuar distintos personajes” a lo largo del día para relacionarnos con el mundo que nos rodea, y otra distinta es hacer de la actuación un modo de vida. Conozco a un viejo actor que durante más de cuarenta años ha sido “doble” en películas de acción. Cuando no tiene trabajo, se disfraza y se va a vagar por la ciudad. Lo mismo se pone una peluca y se maquilla como una mujer, que se caracteriza como zombie, o de plano se viste de torero. Para él todo vale la pena con tal de ser el centro de atención. El solo hecho de que la gente voltee y se le quede mirando es como si le aplaudieran. Ciertamente nadie come de aplausos, pero para un actor los aplausos “alimentan” el alma. Y el sobre todo el ego.

No conozco un solo actor que no sea adicto a los aplausos. Como tampoco conozco a uno que odie la fama. Y es que para un actor la fama a veces puede ser incómoda, pero nunca despreciable. Es la fama la que le consigue películas, anuncios publicitarios, programas de televisión… Es la fama la que hace que la gente le recuerde, y a veces, hasta llegue a amarle. Claro está que para ser popular, hay que ser visto con frecuencia. Por ello se entiende que algunos actores sean capaces de todo con tal de ser nota en los medios. No importa que hablen bien o mal de ellos en “Ventaneando” o en el “face”, lo importante es que hablen. Si hay algo que un actor odia es la indiferencia.

Un minuto de fama

Estoy sentado junto a Itatí Cantoral. Faltan unos segundos para que comience la conferencia de prensa de la película que hicimos juntos. A lo lejos, del otro lado de la enorme puerta de vidrio, hay un enjambre de fotógrafos y reporteros (los temidos paparazzi) esperando que les permitan la entrada. Mientras, Itatí se da una “manita de gato” frente a un espejito proveniente de su bolso. Se atusa el pelo, se revisa las uñas prolijamente cortadas, sonríe para admirar su dentadura muy blanca y pareja. Por el gesto de felicidad que hay en su rostro, pareciera que todo está en orden.

Luego se me queda viendo. “¿Tú sabes qué es ser famoso?”, me pregunta de pronto, como quien preguntara la hora. Antes de que yo conteste, la puerta de vidrio se abre. Entre codazos y resbalones, los paparazzi entran al vestíbulo. Se supone que deberían sentarse en las sillas que fueron colocadas para tal efecto, pero no, lejos de eso, se abalanzan sobre nosotros. Eso de “nosotros” es un decir, porque en realidad se abalanzan sobre Itatí. Los flashazos relumbran en su rostro uno tras otro. Todos le preguntan algo al mismo tiempo. Que cómo va la relación con su nuevo galán. Que si su ex ya anda con alguien de la farándula. Que si está pensando hacerse la cirugía. Sin alterarse, Itatí se me acerca y con su sonrisa sarcástica me susurra al oído: “Esto es ser famoso. Ni modo, es chamba”. A continuación vuelve a sonreír y comienza a responder amablemente a los paparazzi.

Crea fama…

Mientras que para algunos actores la fama puede ser la perdición, para otros es la puerta de entrada a la inmortalidad. Para muestra el sonado caso de Octavio Ocaña, mejor conocido como “Benito Rivers”. Más allá de la versión de que se trate (las hay distintas, desde la que plantea que Octavio fue baleado por policías, hasta la que asegura que él mismo se quitó la vida), era tal la fama del personaje de “Benito Rivers”, y tan grande el aprecio que esa fama le dispensaba por parte de millones de personas, que sin importar si estaba armado o consumía drogas, o se juntaba con mañosos, el actor será siempre recordado en el imaginario popular como una especie de mártir; aquel chavillo pecoso y entrañable que salía en “Vecinos” con César Bono, y que murió trágicamente mientras andaba en su camioneta -haciendo quién sabe qué- por las sórdidas calles de Cuautitlán Izcalli. Donde, dicho sea de paso, la policía es de terror.

Pero los actores de cine no son los únicos que sucumben ante los devaneos de la fama, los “actores políticos” también. ¿Qué hubiera pasado, por ejemplo, si el exdirector de Petróleos Mexicanos, el controvertido Emilio Lozoya Austin, en vez de haber sido balconeado mientras comía pato pekinés en un lujoso restaurante, hubiese sido fotografiado refinándose unos tacos de tripa en algún changarrito afuera del Metro Tacubaya? Probablemente su fama de corrupto, cínico y soberbio en algo habría cambiado. El juicio de la gente y de los medios habría sido mucho más benévolo con él. Quizá hasta el juez que lleva su causa, se la habría perdonado y hoy seguiría muy tranquilo en su casa. Subestimó los efectos de la fama y finalmente acabó en el bote.

En fin, transitar por esta vida es como estar en el rodaje de una película. Una en la que somos los actores. Cuando el rodaje de la película concluye, la fama que dejamos es lo único que realmente importa. La primera gran dificultad es hacerse de buena fama; la segunda es preservar esa fama a lo largo de los tiempos.