/ jueves 9 de febrero de 2023

Ciudadano en la polis | Disfraces republicanos del nacional populismo

El domingo pasado, como sabemos, se conmemoró la promulgación de nuestra Constitución. 106 años. Su importancia hace que los poderes de la República, los de todo el Estado mexicano, se junten en una ceremonia solemne justamente en el Teatro de la República en Querétaro. La Constitución es la Ley Fundamental de nuestro país. Rige sobre todos. De ella derivan los tres poderes del Estado (Legislativo, Ejecutivo y Judicial), al igual que todos los demás órganos constitucionales. El poder del Estado mexicano se divide, paritariamente para su ejercicio, en tres órganos: el Poder Judicial (representada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, jueces y magistrados y, todos ellos, representados ahora por la ministra presidenta de la Corte), el Poder Legislativo (senadores y diputados) y el Poder Ejecutivo (un presidente de la República). La idea es que el poder no sea ejercido ni recaiga en una sola persona o en un solo órgano. Entre los tres poderes de la Unión, no existe un primus inter pares, un “primero entre los iguales”, sino que la Constitución establece un sistema diferenciado de las tareas, obligaciones, facultades y competencias que cada uno de esos poderes debe encargarse, pero con un esquema de paridad y colaboración entre ellos. Es a la Carta Magna a la que se honra en la ocasión, no a ninguno de los poderes en los que ella organiza al Estado. Esos tres poderes, en igualdad, ejercen su autoridad de acuerdo a sus funciones particulares, en toda la República.

Nuestra Constitución nos garantiza un sistema republicano y democrático de gobierno, con división de poderes. No tenemos rey, no hay ninguna Alteza Serenísima, no hay un Jefe Supremo, tenemos la fortuna de que no hay ninguna religión de Estado a la cual rendirle culto. La Ley Fundamental nos garantiza a todos los mexicanos que nuestro país es laico y respetuoso de toda creencia.

No es puramente anecdótico el desplante insano que protagonizó López Obrador en la ceremonia conmemorativa de nuestra Constitución. Desde el gobierno que encabeza se dirigieron las baterías para atacar, difamar y amedrentar a la presidenta de la Corte, Norma Piña, porque ella –con toda dignidad y republicanismo- no se puso de pie y aplaudió cuando el presidente hizo su entrada al presidium del Teatro de la República. En una República democrática, ningún poder tiene preeminencia sobre otro, mucho menos como para rendirle culto. Además de honrar a la Constitución, los honores se le hacen a nuestra bandera nacional (y ahí también todos de pie y saludando). La presidenta Piña, en su discurso, ha hecho gala del lenguaje y las ideas que fortalecen a la República: señaló que “ante las injusticias que generan inconformidad, descontento, enojo y violencia, la única solución es el fortalecimiento institucional”. Las instituciones republicanas sostienen la democracia.

La ruindad política de López Obrador se reflejó en la ceremonia conmemorativa al hacer que, en un gesto simbólico revelador, desplazaran tanto a la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, como a Santiago Creel, presidente de la Cámara de Diputados, hasta el extremo de la mesa del presidium, es decir, no en el centro del mismo, donde deben estar los titulares de los tres poderes de la Unión, en una clara señal no solo de alejamiento, desprecio e indiferencia, sino también de mostrar que puede someter y deshonrar a quienes el demagogo piensa como enemigos, que no le rinden culto y por eso se le oponen. Una alerta mayor significó el hecho que López Obrador se hizo flanquear en ese presidium por empleados de su administración (secretarios de Estado), por el gobernador de Querétaro (no tenía de otra) y más significativamente, por militares, tanto el general secretario del Ejército, como el Almirante secretario de Marina, queriendo demostrar que su poder (político) se apoya preponderantemente en las Fuerzas Armadas.

Esos alardes del poder de las bayonetas y de la propaganda, ya son viejos. Augusto, antes de convertirse en el primer emperador romano (gobernó entre los años 27 a.C. y 14 d.C.), al finalizar el segundo triunvirato (gobierno de tres personas) y negarse –a la manera populista- a ejercer los poderes de dictator que el Senado y el pueblo de Roma le confirieron, junto con otros títulos, se dedicó hábilmente a ocupar el consulado todos los años. Restauró el poder político del Senado, aunque en realidad él era quien decidía los asuntos políticos más importantes. Su poder excedía con mucho aquel que tenía un cónsul republicano, por encima de cualquier otro órgano de la República. Augusto mismo decía que esa potestas se apoyaba en lo que se denominaba entonces el consensus universorum, que ya existía en los tiempos de la República, pero que era una especie de canales de propaganda dirigida a la población romana y a las provincias (que más tarde serían las provincias imperiales) promoviendo a la vez los mensajes de consenso pero también de sometimiento, presentando a un cierto ethnos o pueblo (“los que no están conmigo, están contra mí”, diría el clásico) como ajeno a la civilización, a la romanidad, con los rasgos estereotipados de la barbarie en sus diferentes versiones, casi siempre presentando a los enemigos como cautivos atados a trofeos o exaltando, a veces, la clementia imperial. La propaganda se ejercía también en el soporte iconográfico más eficaz en ese entonces, como lo eran las monedas, los monumentos y las esculturas, donde siempre estaba presente la alusión al princeps o “primer ciudadano”. A lo largo de ciudades y pueblos ibéricos, así como otros del Mediterráneo, como el de Aradus (Fenicia), aparecieron acuñaciones con la imagen de Augusto asociada a Astarté (en griego), la asimilación fenicia-cananea de una diosa mesopotámica que los sumerios conocían como Inanna, los babilonios como Ishtar, los cartagineses como Tanit y los israelitas como Astarot. Diosa representante de la madre naturaleza, del amor y los placeres carnales, pero también diosa de la guerra, la conquista y la liberación, que en la práctica se hacía a través de procesiones o marchas en las que desfilaban personajes femeninos que representaban, por ejemplo, durante la época helenística con Ptolomeo II (en el siglo III a.C.), a las ciudades liberadas del dominio persa, como Corinto. Toda esta parafernalia, basada primordialmente, en el ejército, en el poder de las legiones de Augusto a su mando. Para Augusto, el ejército era quien amalgamaba todo ese poder derivado del consensus universorum, la legitimación por los actores políticos que de verdad cuentan, de las relaciones de poder e influencia ejercidas por un solo hombre y el sometimiento general de quienes son súbditos a sus designios.

Hay diferencias aún entre los déspotas. El emperador Augusto tuvo genio político y supo administrar y gobernar. También supo hacerse de un equipo eficiente de colaboradores y supo delegar en sus amigos todo aquello en lo que él no era capaz ni tenía formación: Agripa (manejo de las legiones y estrategia militar. Fue tres veces cónsul) y Mecenas (artes y cultura). López Obrador no podrá decir, como Augusto, lo que nos transmitió Dión Casio, cuando aquél dijo: “encontré una Roma de ladrillo y la dejo cubierta de mármol”, refiriéndose al aspecto urbanístico y también a la solidez política del imperio. López Obrador encontró un país con muchos problemas muy graves, pero funcionando relativamente bien y con instituciones sólidas y perfectibles. Su paso por la presidencia está dejando una desolación y destrucción institucional sin precedentes.

A la manera de Augusto, pero ahora como farsa, López Obrador pretende –y tendrá que esperar sentado- que los ciudadanos le rindamos culto o tengamos miedo a los desplantes militaristas en los que se apoya. En la farsa silvestre de su gobierno, López Obrador parece y quiere decir lo que Augusto preguntó a sus amigos, si lo había hecho bien en la comedia que es la vida. Augusto lo dijo en griego, aunque la frase ha pasado a la historia escrita en latín: Acta est fabula, plaudite! "Como he interpretado bien mi papel, mientras bajo del escenario, ¡Aplaudan!”, -refiriéndose al reconocimiento de los logros de toda su vida. En cambio, acá habrá que esperar hasta el final del sexenio, para aplaudir que haya terminado la devastación.

El domingo pasado, como sabemos, se conmemoró la promulgación de nuestra Constitución. 106 años. Su importancia hace que los poderes de la República, los de todo el Estado mexicano, se junten en una ceremonia solemne justamente en el Teatro de la República en Querétaro. La Constitución es la Ley Fundamental de nuestro país. Rige sobre todos. De ella derivan los tres poderes del Estado (Legislativo, Ejecutivo y Judicial), al igual que todos los demás órganos constitucionales. El poder del Estado mexicano se divide, paritariamente para su ejercicio, en tres órganos: el Poder Judicial (representada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, jueces y magistrados y, todos ellos, representados ahora por la ministra presidenta de la Corte), el Poder Legislativo (senadores y diputados) y el Poder Ejecutivo (un presidente de la República). La idea es que el poder no sea ejercido ni recaiga en una sola persona o en un solo órgano. Entre los tres poderes de la Unión, no existe un primus inter pares, un “primero entre los iguales”, sino que la Constitución establece un sistema diferenciado de las tareas, obligaciones, facultades y competencias que cada uno de esos poderes debe encargarse, pero con un esquema de paridad y colaboración entre ellos. Es a la Carta Magna a la que se honra en la ocasión, no a ninguno de los poderes en los que ella organiza al Estado. Esos tres poderes, en igualdad, ejercen su autoridad de acuerdo a sus funciones particulares, en toda la República.

Nuestra Constitución nos garantiza un sistema republicano y democrático de gobierno, con división de poderes. No tenemos rey, no hay ninguna Alteza Serenísima, no hay un Jefe Supremo, tenemos la fortuna de que no hay ninguna religión de Estado a la cual rendirle culto. La Ley Fundamental nos garantiza a todos los mexicanos que nuestro país es laico y respetuoso de toda creencia.

No es puramente anecdótico el desplante insano que protagonizó López Obrador en la ceremonia conmemorativa de nuestra Constitución. Desde el gobierno que encabeza se dirigieron las baterías para atacar, difamar y amedrentar a la presidenta de la Corte, Norma Piña, porque ella –con toda dignidad y republicanismo- no se puso de pie y aplaudió cuando el presidente hizo su entrada al presidium del Teatro de la República. En una República democrática, ningún poder tiene preeminencia sobre otro, mucho menos como para rendirle culto. Además de honrar a la Constitución, los honores se le hacen a nuestra bandera nacional (y ahí también todos de pie y saludando). La presidenta Piña, en su discurso, ha hecho gala del lenguaje y las ideas que fortalecen a la República: señaló que “ante las injusticias que generan inconformidad, descontento, enojo y violencia, la única solución es el fortalecimiento institucional”. Las instituciones republicanas sostienen la democracia.

La ruindad política de López Obrador se reflejó en la ceremonia conmemorativa al hacer que, en un gesto simbólico revelador, desplazaran tanto a la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, como a Santiago Creel, presidente de la Cámara de Diputados, hasta el extremo de la mesa del presidium, es decir, no en el centro del mismo, donde deben estar los titulares de los tres poderes de la Unión, en una clara señal no solo de alejamiento, desprecio e indiferencia, sino también de mostrar que puede someter y deshonrar a quienes el demagogo piensa como enemigos, que no le rinden culto y por eso se le oponen. Una alerta mayor significó el hecho que López Obrador se hizo flanquear en ese presidium por empleados de su administración (secretarios de Estado), por el gobernador de Querétaro (no tenía de otra) y más significativamente, por militares, tanto el general secretario del Ejército, como el Almirante secretario de Marina, queriendo demostrar que su poder (político) se apoya preponderantemente en las Fuerzas Armadas.

Esos alardes del poder de las bayonetas y de la propaganda, ya son viejos. Augusto, antes de convertirse en el primer emperador romano (gobernó entre los años 27 a.C. y 14 d.C.), al finalizar el segundo triunvirato (gobierno de tres personas) y negarse –a la manera populista- a ejercer los poderes de dictator que el Senado y el pueblo de Roma le confirieron, junto con otros títulos, se dedicó hábilmente a ocupar el consulado todos los años. Restauró el poder político del Senado, aunque en realidad él era quien decidía los asuntos políticos más importantes. Su poder excedía con mucho aquel que tenía un cónsul republicano, por encima de cualquier otro órgano de la República. Augusto mismo decía que esa potestas se apoyaba en lo que se denominaba entonces el consensus universorum, que ya existía en los tiempos de la República, pero que era una especie de canales de propaganda dirigida a la población romana y a las provincias (que más tarde serían las provincias imperiales) promoviendo a la vez los mensajes de consenso pero también de sometimiento, presentando a un cierto ethnos o pueblo (“los que no están conmigo, están contra mí”, diría el clásico) como ajeno a la civilización, a la romanidad, con los rasgos estereotipados de la barbarie en sus diferentes versiones, casi siempre presentando a los enemigos como cautivos atados a trofeos o exaltando, a veces, la clementia imperial. La propaganda se ejercía también en el soporte iconográfico más eficaz en ese entonces, como lo eran las monedas, los monumentos y las esculturas, donde siempre estaba presente la alusión al princeps o “primer ciudadano”. A lo largo de ciudades y pueblos ibéricos, así como otros del Mediterráneo, como el de Aradus (Fenicia), aparecieron acuñaciones con la imagen de Augusto asociada a Astarté (en griego), la asimilación fenicia-cananea de una diosa mesopotámica que los sumerios conocían como Inanna, los babilonios como Ishtar, los cartagineses como Tanit y los israelitas como Astarot. Diosa representante de la madre naturaleza, del amor y los placeres carnales, pero también diosa de la guerra, la conquista y la liberación, que en la práctica se hacía a través de procesiones o marchas en las que desfilaban personajes femeninos que representaban, por ejemplo, durante la época helenística con Ptolomeo II (en el siglo III a.C.), a las ciudades liberadas del dominio persa, como Corinto. Toda esta parafernalia, basada primordialmente, en el ejército, en el poder de las legiones de Augusto a su mando. Para Augusto, el ejército era quien amalgamaba todo ese poder derivado del consensus universorum, la legitimación por los actores políticos que de verdad cuentan, de las relaciones de poder e influencia ejercidas por un solo hombre y el sometimiento general de quienes son súbditos a sus designios.

Hay diferencias aún entre los déspotas. El emperador Augusto tuvo genio político y supo administrar y gobernar. También supo hacerse de un equipo eficiente de colaboradores y supo delegar en sus amigos todo aquello en lo que él no era capaz ni tenía formación: Agripa (manejo de las legiones y estrategia militar. Fue tres veces cónsul) y Mecenas (artes y cultura). López Obrador no podrá decir, como Augusto, lo que nos transmitió Dión Casio, cuando aquél dijo: “encontré una Roma de ladrillo y la dejo cubierta de mármol”, refiriéndose al aspecto urbanístico y también a la solidez política del imperio. López Obrador encontró un país con muchos problemas muy graves, pero funcionando relativamente bien y con instituciones sólidas y perfectibles. Su paso por la presidencia está dejando una desolación y destrucción institucional sin precedentes.

A la manera de Augusto, pero ahora como farsa, López Obrador pretende –y tendrá que esperar sentado- que los ciudadanos le rindamos culto o tengamos miedo a los desplantes militaristas en los que se apoya. En la farsa silvestre de su gobierno, López Obrador parece y quiere decir lo que Augusto preguntó a sus amigos, si lo había hecho bien en la comedia que es la vida. Augusto lo dijo en griego, aunque la frase ha pasado a la historia escrita en latín: Acta est fabula, plaudite! "Como he interpretado bien mi papel, mientras bajo del escenario, ¡Aplaudan!”, -refiriéndose al reconocimiento de los logros de toda su vida. En cambio, acá habrá que esperar hasta el final del sexenio, para aplaudir que haya terminado la devastación.