/ lunes 21 de agosto de 2017

(A Javier Valdéz, a tres meses de su asesinato)

Malecón |Joel Isaías Barraza Verduzco

“Aquí todo se funde.

Los objetos no objetan.

Liso brilla lo inmenso bajo un azul parado

y en las plumas sedantes

la luz del mundo escapa,

sonríe, tú sonríes, remoto, indiferente,

bestial, grotesco, triste, cruel, fatal, adorado

como un ídolo arcaico.

Sin intención, sin nombre,

sin voluntad ni orgullo,

promiscuo, sucio, amable, canalla, nivelado,

capaz de darte a todo, común, diseminabas

podrido las semillas amargas que revientan

en la explosión brillante de un día sin memoria.”

                                                   Gabriel Celaya.

Ramón Bernal sentado cerca de la ventana, en la esquina noroeste de su cuarto en el Hotel Heracleo Malverde, mirando hacia las tupidas y verdes colinas en el sureste de La Campiña. Mientras el día se despide con rapidez, Ramón enciende un Alas sin filtro y escucha el largo, lúgubre y triste silbido vespertino del Tacuarinero, aun corriendo en su trac, trac, trac. Él ha crecido escuchando este triste aullido vespertino desde mucho antes de la creciente del río de sangre. El tren de la tristeza le llaman los lugareños, o el triste lamento de las viudas. Todos los días a las 6:54 el rojo trinche del diablo se entierra un poco más en las oscuras almas muertas de la ciudad. Este Ramón Bernal había comenzado a creérselo, esperando el largo silbido pero nunca preparado para ello; siempre lo tomaba por sorpresa.

Estar esperando a Eva no es nada fácil para él. Cuando niño Ramón había muchas veces acompañado a su padre Peregrino en sus vueltas por los bares de El Barrio. Mientras el torero bebía y se emborrachaba, Ramón esperaba sentado en los talones viendo a los parroquianos, y siendo visto por ellos mientras jugaba al ahorcado con un trozo de rama sobre el polvo del suelo. Algunas veces los muchachos más grandes le buscaban pelea y Ramón tenía que escabullirse, regresando después como gato furtivo, esperando que su padre no se hubiese ido dejándolo sembrado en el terreno. Las borracheras de Peregrino casi siempre terminaban en una riña grotesca y desigual. La imagen de su padre que mejor recordaba -que murió de una puñalada en el pecho cuando él tenía diez y seis años - era el rostro de Peregrino saliendo ensangrentado entre las batientes puertas bandera de la última cantina. Ramón siempre les dijo -a los que morbosamente preguntaban- que su padre había muerto de un ataque al corazón.  Pero nunca les dijo ni por asomo ni tentación, que el corazón de Peregrino había sido abierto por el tajo certero de un “padrote” borracho en la pista de baile del salón Luna Azul, en la calle Principal de la zona de tolerancia.

La mamá de Ramón, Cuca Rocha, había muerto de mal de costado, cuando él tenía solo cinco años. Apenas y la recordaba. Peregrino -que se alzaba flaco y correoso como un metro ochenta sobre el suelo, con las botas puestas- fue un reconocido fajador en las toreadas de los ranchos de los alrededores. Su mejor faena con toretes sin despuntar fue en las ramadas de La Divisa, mucho antes que el alcohol se lo acabara. Peregrino se hizo duro jineteando toretes -que derribaban a otros que rodaban por el suelo y a veces terminaban pisoteados- pero que a él difícilmente lo tiraban. Esto a partir de que cumplió los diez y siete. Cuando no estaba encima o enfrente de las bestias, Peregrino trabajaba de albañil o cubría empleos poco usuales. Ramón se las había arreglado por su lado desde la muerte de su padre. Hasta su enamoramiento perdido de la Eva Quintero él no había tenido ataduras ni dependencias. Pero aquí estaba otra vez.

Tan pronto como los últimos rayos de luz fueron eliminados del tropical y sangriento horizonte, dos sordos golpecitos secos y casi silenciosos apenas se dejaron oír, venían del corredor de afuera del cuarto de Ramón. Aquello se escuchó como si un costal cayera golpeando sobre el piso, algunos suaves pasos y después…nada.  Ramón permaneció en el mismo lugar en donde estaba. El cuarto a oscuras. Sonó el teléfono. Ramón se escurrió hasta la mesita al lado de la cama y levantó el aparato.

“¿Si?”

“Soy yo chulito, Eva”

“¿De dónde llamas?”

“De La Casa. Escucha, solo tengo un minuto. El Rojo salió al medio día, regresa por la noche. He oído -y también me han dicho- que dentro de dos días se van a juntar en este sitio mañosos de las tres familias. Y viene a cuento que el Rojito es el que recoge los billetes para luego trasladarlos a donde tú ya sabes. Entonces hay que pegarle al Rojo antes de que se junte con los otros que son los más pesados.”

“¿Y cómo?”

“Mañana en la noche usted y yo lo vamos a tomar prestado de sus meritas manos. Quiero que te aparezcas en La Casa apenitas caiga la media noche. Pretende ser un cliente.”

“Eso no se me hace difícil.”

“Les dices que quieres a la chica más cara de la noche, ten en claro que seré yo.”

“Eso lo tengo bien claro.”

“Y entonces yo te digo lo que sigue cuando estemos a solas y muy juntos.”

“Ya siento que está duro esperarte tanto.”

“Ahora tengo que colgar chulito. Yo también te adoro.”

Ramón esperó que colgara para después hacer lo mismo. Luego, caminó despacito hasta la puerta sin encender la luz del cuarto. Casi sin respirar escuchó por un buen rato antes de abrirla. Un cuerpo recostado yacía sin moverse sobre la parte alta del cubo de la escalera. Ramón miró por todos lados. El pasillo estaba escueto y en silencio. Se acercó al quieto cuerpo con cuidado, preparado para cualquier movimiento. Con el mismo cuidado se agachó sobre aquel cuerpo inerte solo para reconocer el cadáver de un sicario muy joven, por él ya conocido, “la chucha cuerera”. Dos perfectos y pequeños agujeros le habían dejado sobre la poca frente, sin duda desde un arma silenciada calibre 22. Delgados hilos de sangre aguada le brotaban desde los redondos hoyitos hasta las baldosas del piso. “Otro perrito que muerde el polvo,” dijo en silencio. “¿A quien tendría que morder?”

Ramón Bernal regresó a su cuarto y cerró la puerta sin hacer ningún ruido. De repente sintió un piquetito enchiloso y molesto en las costillas derechas, extrajo la funda de la 38 que tenía en La mano, hizo un gesto muy de él como si fuera mueca y parpadeó tres veces. Luego dijo quedito: “Ciudad Cenotafio no es precisamente el lugar donde quisiera criar a mis hijos, si es que llego a tenerlos.” Y se sentó con mucho cuidado sobre la cama mirando a la ventana.

“Y al fin reina el silencio.

Pues siempre, aún sin quererlo,

guardamos un secreto.”

                          Gabriel Celaya.

Malecón |Joel Isaías Barraza Verduzco

“Aquí todo se funde.

Los objetos no objetan.

Liso brilla lo inmenso bajo un azul parado

y en las plumas sedantes

la luz del mundo escapa,

sonríe, tú sonríes, remoto, indiferente,

bestial, grotesco, triste, cruel, fatal, adorado

como un ídolo arcaico.

Sin intención, sin nombre,

sin voluntad ni orgullo,

promiscuo, sucio, amable, canalla, nivelado,

capaz de darte a todo, común, diseminabas

podrido las semillas amargas que revientan

en la explosión brillante de un día sin memoria.”

                                                   Gabriel Celaya.

Ramón Bernal sentado cerca de la ventana, en la esquina noroeste de su cuarto en el Hotel Heracleo Malverde, mirando hacia las tupidas y verdes colinas en el sureste de La Campiña. Mientras el día se despide con rapidez, Ramón enciende un Alas sin filtro y escucha el largo, lúgubre y triste silbido vespertino del Tacuarinero, aun corriendo en su trac, trac, trac. Él ha crecido escuchando este triste aullido vespertino desde mucho antes de la creciente del río de sangre. El tren de la tristeza le llaman los lugareños, o el triste lamento de las viudas. Todos los días a las 6:54 el rojo trinche del diablo se entierra un poco más en las oscuras almas muertas de la ciudad. Este Ramón Bernal había comenzado a creérselo, esperando el largo silbido pero nunca preparado para ello; siempre lo tomaba por sorpresa.

Estar esperando a Eva no es nada fácil para él. Cuando niño Ramón había muchas veces acompañado a su padre Peregrino en sus vueltas por los bares de El Barrio. Mientras el torero bebía y se emborrachaba, Ramón esperaba sentado en los talones viendo a los parroquianos, y siendo visto por ellos mientras jugaba al ahorcado con un trozo de rama sobre el polvo del suelo. Algunas veces los muchachos más grandes le buscaban pelea y Ramón tenía que escabullirse, regresando después como gato furtivo, esperando que su padre no se hubiese ido dejándolo sembrado en el terreno. Las borracheras de Peregrino casi siempre terminaban en una riña grotesca y desigual. La imagen de su padre que mejor recordaba -que murió de una puñalada en el pecho cuando él tenía diez y seis años - era el rostro de Peregrino saliendo ensangrentado entre las batientes puertas bandera de la última cantina. Ramón siempre les dijo -a los que morbosamente preguntaban- que su padre había muerto de un ataque al corazón.  Pero nunca les dijo ni por asomo ni tentación, que el corazón de Peregrino había sido abierto por el tajo certero de un “padrote” borracho en la pista de baile del salón Luna Azul, en la calle Principal de la zona de tolerancia.

La mamá de Ramón, Cuca Rocha, había muerto de mal de costado, cuando él tenía solo cinco años. Apenas y la recordaba. Peregrino -que se alzaba flaco y correoso como un metro ochenta sobre el suelo, con las botas puestas- fue un reconocido fajador en las toreadas de los ranchos de los alrededores. Su mejor faena con toretes sin despuntar fue en las ramadas de La Divisa, mucho antes que el alcohol se lo acabara. Peregrino se hizo duro jineteando toretes -que derribaban a otros que rodaban por el suelo y a veces terminaban pisoteados- pero que a él difícilmente lo tiraban. Esto a partir de que cumplió los diez y siete. Cuando no estaba encima o enfrente de las bestias, Peregrino trabajaba de albañil o cubría empleos poco usuales. Ramón se las había arreglado por su lado desde la muerte de su padre. Hasta su enamoramiento perdido de la Eva Quintero él no había tenido ataduras ni dependencias. Pero aquí estaba otra vez.

Tan pronto como los últimos rayos de luz fueron eliminados del tropical y sangriento horizonte, dos sordos golpecitos secos y casi silenciosos apenas se dejaron oír, venían del corredor de afuera del cuarto de Ramón. Aquello se escuchó como si un costal cayera golpeando sobre el piso, algunos suaves pasos y después…nada.  Ramón permaneció en el mismo lugar en donde estaba. El cuarto a oscuras. Sonó el teléfono. Ramón se escurrió hasta la mesita al lado de la cama y levantó el aparato.

“¿Si?”

“Soy yo chulito, Eva”

“¿De dónde llamas?”

“De La Casa. Escucha, solo tengo un minuto. El Rojo salió al medio día, regresa por la noche. He oído -y también me han dicho- que dentro de dos días se van a juntar en este sitio mañosos de las tres familias. Y viene a cuento que el Rojito es el que recoge los billetes para luego trasladarlos a donde tú ya sabes. Entonces hay que pegarle al Rojo antes de que se junte con los otros que son los más pesados.”

“¿Y cómo?”

“Mañana en la noche usted y yo lo vamos a tomar prestado de sus meritas manos. Quiero que te aparezcas en La Casa apenitas caiga la media noche. Pretende ser un cliente.”

“Eso no se me hace difícil.”

“Les dices que quieres a la chica más cara de la noche, ten en claro que seré yo.”

“Eso lo tengo bien claro.”

“Y entonces yo te digo lo que sigue cuando estemos a solas y muy juntos.”

“Ya siento que está duro esperarte tanto.”

“Ahora tengo que colgar chulito. Yo también te adoro.”

Ramón esperó que colgara para después hacer lo mismo. Luego, caminó despacito hasta la puerta sin encender la luz del cuarto. Casi sin respirar escuchó por un buen rato antes de abrirla. Un cuerpo recostado yacía sin moverse sobre la parte alta del cubo de la escalera. Ramón miró por todos lados. El pasillo estaba escueto y en silencio. Se acercó al quieto cuerpo con cuidado, preparado para cualquier movimiento. Con el mismo cuidado se agachó sobre aquel cuerpo inerte solo para reconocer el cadáver de un sicario muy joven, por él ya conocido, “la chucha cuerera”. Dos perfectos y pequeños agujeros le habían dejado sobre la poca frente, sin duda desde un arma silenciada calibre 22. Delgados hilos de sangre aguada le brotaban desde los redondos hoyitos hasta las baldosas del piso. “Otro perrito que muerde el polvo,” dijo en silencio. “¿A quien tendría que morder?”

Ramón Bernal regresó a su cuarto y cerró la puerta sin hacer ningún ruido. De repente sintió un piquetito enchiloso y molesto en las costillas derechas, extrajo la funda de la 38 que tenía en La mano, hizo un gesto muy de él como si fuera mueca y parpadeó tres veces. Luego dijo quedito: “Ciudad Cenotafio no es precisamente el lugar donde quisiera criar a mis hijos, si es que llego a tenerlos.” Y se sentó con mucho cuidado sobre la cama mirando a la ventana.

“Y al fin reina el silencio.

Pues siempre, aún sin quererlo,

guardamos un secreto.”

                          Gabriel Celaya.

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